100 Clásicos de la Literatura. Люси Мод Монтгомери
Читать онлайн книгу.cazar (el entretenimiento más común aquí, y a menudo, el único) solo porque no soporta ver cómo se derrama sangre inútilmente. Además, es de una generosidad casi heroica. Hace algunos años estuvo enamorado de una joven señorita rusa de mediana fortuna, y como mi oficial había amasado una considerable suma por sus buenos oficios, el padre de la muchacha consintió que se casaran. Antes de la ceremonia vio una vez a su prometida y ella, anegada en lágrimas, y arrojándose a sus pies, le suplicó que la perdonara, confesando al mismo tiempo que amaba a otro, pero que era pobre y que su padre nunca consentiría ese matrimonio. Mi generoso amigo consoló a la suplicante joven y, tras informarse del nombre de su amante, de inmediato partió en su busca. Ya había comprado una granja con su dinero, y había pensado que allí pasaría el resto de su vida, pero se la entregó a su rival, junto con el resto de sus ahorros para que pudiera comprar algún ganado, y luego él mismo le pidió al padre de la muchacha que consintiera el matrimonio con aquel joven. Pero el viejo se negó obstinadamente, diciendo que había comprometido su honor con mi amigo; este, viendo la inflexibilidad del padre, abandonó el país y no regresó hasta que no supo que su antigua novia se había casado con el joven a quien verdaderamente amaba. «¡Qué hombre más noble!», pensarás. Y es cierto, pero después de aquello ha pasado toda su vida a bordo de un barco y apenas conoce otra cosa que no sean maromas y obenques.
Pero no creas que estoy dudando en mi decisión porque me queje un poco, o porque imagine un consuelo a mis penas que tal vez jamás llegue a conocer. Mi resolución es tan firme como el destino, y mi viaje solo se ha retrasado hasta que el tiempo permita que nos hagamos a la mar. El invierno ha sido horriblemente duro, pero la primavera promete ser mejor, e incluso se dice que se adelantará considerablemente; así que tal vez pueda zarpar antes de lo que esperaba. No haré nada precipitadamente; me conoces lo suficiente como para confiar en mi prudencia y reflexión, puesto que ha sido así siempre que la seguridad de otros se ha confiado a mi cuidado.
Apenas puedo describirte cuáles son mis sensaciones ante la perspectiva inmediata de emprender esta aventura. Es imposible comunicarte esa sensación de temblorosa emoción, a medio camino entre el gozo y el temor, con la cual me dispongo a partir. Me dirijo hacia regiones inexploradas, a «la tierra de las brumas y la nieve», pero no mataré ningún albatros, así que no temas por mi vida.
¿Te veré de nuevo, después de haber surcado estos océanos inmensos, y tras rodear el cabo más meridional de África o América? Apenas me atrevo a confiar en semejante triunfo, sin embargo, ni siquiera puedo soportar la idea de enfrentarme a la otra cara de la moneda. Escríbeme siempre que puedas: tal vez pueda recibir tus cartas en algunas ocasiones (aunque esa posibilidad se me antoja muy dudosa), cuando más las necesite para animarme. Te quiero muchísimo. Recuérdame con cariño si no vuelves a saber de mí.
Tu afectuoso hermano,
R. WALTON.
CARTA III
A la señora SAVILLE, Inglaterra.
Día 7 de julio de 17**
Mi querida hermana:
Te escribo apresuradamente unas líneas para decirte que me encuentro bien y que he adelantado mucho en mi viaje. Esta carta llegará a Inglaterra por un marino mercante que regresa ahora a casa desde Arkangel; es más afortunado que yo, que quizá no pueda ver mi tierra natal durante muchos años. En cualquier caso, estoy muy animado: mis hombres son valientes y aparentemente fieles y resueltos; ni siquiera parecen asustarles los témpanos de hielo que continuamente pasan a nuestro lado flotando y que nos advierten de los peligros de la región en la que nos internamos. Ya hemos alcanzado una latitud elevadísima, pero estamos en pleno verano y aunque no hace tanto calor como en Inglaterra, los vientos del sur, que nos empujan velozmente hacia esas costas que tan ardientemente deseo encontrar, soplan con una reconfortante calidez que no esperaba.
Hasta este momento no nos han ocurrido incidentes que merezcan apuntarse en una carta. Quizá uno o dos temporales fuertes, y la rotura de un mástil, pero son accidentes que los marinos experimentados ni siquiera se acuerdan de anotar; y me daré por satisfecho si no nos ocurre nada peor durante nuestro viaje.
Adiós, mi querida Margaret. Puedes estar segura de que, tanto por mí como por ti, no me enfrentaré al peligro innecesariamente. Seré sensato, perseverante y prudente.
Da recuerdos de mi parte a todos mis amigos en Inglaterra.
Con todo mi cariño,
R.W.
CARTA IV
A la señora SAVILLE, Inglaterra.
Día 5 de agosto de 17**
Nos ha ocurrido un suceso tan extraño que no puedo evitar anotarlo, aunque es muy probable que nos encontremos antes de que estas cuartillas de papel lleguen a ti.
El pasado lunes (el día 31 de julio) estábamos prácticamente cercados por el hielo, que rodeaba al barco por todos lados, y apenas había espacio libre en el mar para mantenerlo a flote. Nuestra situación era un tanto peligrosa, especialmente porque una niebla muy densa nos envolvía. Así que decidimos arriar velas y detenernos, a la espera de que tuviera lugar algún cambio en la atmósfera y en el tiempo.
Alrededor de las dos levantó la niebla y comprobamos que había, extendiéndose en todas direcciones, vastas e irregulares llanuras de hielo que parecían no tener fin. Algunos de mis camaradas dejaron escapar un lamento y yo mismo comencé a preocuparme y a inquietarme, cuando de repente una extraña figura atrajo nuestra atención y consiguió distraernos de la preocupación que sentíamos por nuestra propia situación. Divisamos un carruaje bajo, amarrado sobre un trineo y tirado por perros, que se dirigía hacia el norte, a una distancia de media milla de nosotros; un ser que tenía toda la apariencia de un hombre, pero al parecer con una altura gigantesca, iba sentado en el trineo y guiaba los perros. Vimos el rápido avance del viajero con nuestros catalejos hasta que se perdió entre las lejanas quebradas del hielo.
Aquella aparición provocó en nosotros un indecible asombro. Creíamos que estábamos a cien millas de tierra firme, pero aquel suceso parecía sugerir que en realidad no nos encontrábamos tan lejos como suponíamos. En cualquier caso, atrapados como estábamos por el hielo, era imposible seguirle las huellas a aquella figura que con tanta atención habíamos observado.
Aproximadamente dos horas después de aquel suceso supimos que había mar de fondo y antes de que cayera la noche, el hielo se rompió y liberó nuestro barco. De todos modos, permanecimos al pairo hasta la mañana, porque temíamos estrellarnos en la oscuridad con aquellas gigantescas masas de hielo a la deriva que flotan en el agua después de que se quiebra el hielo. Aproveché ese tiempo para descansar unas horas.
Finalmente, por la mañana, tan pronto como hubo luz, subí a cubierta y me encontré con que toda la tripulación se había arremolinado en un extremo del barco, hablando al parecer con alguien que estaba sobre el hielo. Efectivamente, sobre un gran témpano de hielo había un trineo, como el otro que habíamos visto antes, que se había acercado a nosotros durante la noche. Solo quedaba un perro vivo, pero había un ser humano allí también y los marineros estaban intentando convencerle de que subiera al barco. Este no era, como parecía ser el otro, un habitante salvaje de alguna isla ignota, sino un europeo. Cuando me presenté en cubierta, mi oficial dijo: «Aquí está nuestro capitán, y no permitirá que usted muera en mar abierto.»
Al verme, aquel extraño se dirigió a mí en inglés, aunque con un acento extranjero. «Antes de que suba al barco», dijo, «¿tendría usted la amabilidad de decirme hacia dónde se dirige?».
Puedes imaginarte mi asombro al escuchar que se me hacía una pregunta semejante y por parte de un hombre que estaba a punto de morir, y para el cual yo había supuesto que mi barco sería un bien tan preciado que no lo habría cambiado por el tesoro más grande del mundo. De todos modos, contesté que formábamos parte de una expedición hacia el Polo Norte.
Tras oír mi respuesta pareció tranquilizarse y consintió subir a bordo. ¡Dios mío, Margaret…! Si hubieras visto al hombre que aceptó salvarse de aquel modo tan extraño, tu espanto no habría tenido límites. Tenía los miembros casi congelados y todo