100 Clásicos de la Literatura. Люси Мод Монтгомери
Читать онлайн книгу.fuiste tú el que me dejó —dijo Jordan de improviso—. Me dejaste por teléfono. Ya no me importas lo más mínimo, pero aquello fue para mí una nueva experiencia, y durante un tiempo me sentí un poco desorientada.
Nos estrechamos la mano.
—Ah, ¿te acuerdas —añadió— de una conversación que tuvimos una vez sobre conducir un coche?
—No, no me acuerdo.
—¿No dijiste que un mal conductor sólo está seguro hasta que se encuentra con otro mal conductor? Bueno, pues yo me encontré con otro mal conductor, ¿no? Quiero decir que, si me equivoqué tanto, fue por mi propio descuido. Creía que eras una persona bastante honesta y sincera. Creía que ése era tu orgullo secreto.
—Tengo treinta años —dije—. He rebasado en cinco años la edad de mentirme a mí mismo y llamarle a eso honor.
No me contestó. Enfadado, medio enamorado de ella y tremendamente dolorido, di media vuelta y me fui.
Una tarde de finales de octubre vi a Tom Buchanan. Iba andando delante de mí por la Quinta Avenida, alerta y agresivo como siempre, las manos ligeramente separadas del cuerpo como para defenderse de cualquier intromisión, y moviendo bruscamente la cabeza al ritmo de sus ojos inquietos. En el momento en que reduje el paso para evitar adelantarlo, se paró a mirar, arrugando la frente, el escaparate de una joyería. Entonces me vio y retrocedió, tendiéndome la mano.
—¿Qué pasa, Nick? ¿Te niegas a darme la mano?
—Sí. Sabes lo que pienso de ti.
—Estás loco, Nick —dijo—. Totalmente loco. No sé qué te pasa.
—Tom —pregunté—, ¿qué le dijiste a Wilson aquel día?
Me miró sin decir una palabra y supe que no me había equivocado a propósito de aquellas horas perdidas. Traté de dar media vuelta, pero me cogió del brazo.
—Le conté la verdad —dijo—. Se presentó en la puerta cuando estábamos a punto de irnos y, cuando mandé que le dijeran que no estábamos, intentó subir por la fuerza. Estaba lo suficientemente loco como para matarme si no le hubiera dicho quién era el dueño del coche. En la casa no soltó ni un momento el revólver que llevaba en el bolsillo —se interrumpió, desafiante—. ¿Y qué si se lo dije? Ese individuo recibió lo que se merecía. Te cegó igual que cegó a Daisy, pero era peligroso. Atropelló a Myrtle como quien atropella a un perro, y ni siquiera se paró.
No había nada que yo pudiera responderle, salvo lo indecible: que no era verdad.
—Y si crees que no he tenido mi parte de sufrimiento… Mira, cuando fui a dejar el apartamento y vi la maldita caja de galletas para perros en el aparador, me senté y lloré como un niño, Dios mío, fue terrible…
No podía perdonarlo ni demostrarle simpatía, pero entendí que, para él, lo que había hecho estaba completamente justificado. Sólo era desconsideración y confusión: Tom y Daisy eran personas desconsideradas. Destrozaban cosas y personas y luego se refugiaban detrás de su dinero o de su inmensa desconsideración, o de lo que los unía, fuera lo que fuera, y dejaban que otros limpiaran la suciedad que ellos dejaban…
Le di la mano; parecía absurdo no hacerlo, porque de repente fue como si estuviera hablando con un niño. Luego entró en la joyería a comprar un collar de perlas —o quizá unos gemelos—, libre para siempre de mis remilgos provincianos.
La casa de Gatsby seguía vacía cuando me fui: su césped había crecido tanto como el mío. Uno de los taxistas del pueblo nunca pasaba ante la entrada sin detenerse un momento para señalarle a sus pasajeros la casa; puede que fuera el que llevó a Daisy y Gatsby a East Egg la noche del accidente, y quizá había inventado su propia historia sobre el caso. Yo no quería oírla y lo evitaba cuando me bajaba del tren.
Pasaba en Nueva York las noches de los sábados porque seguían tan vivas en mí aquellas fiestas deslumbrantes que aún oía la música y las risas, desmayadas y sin fin, que llegaban de los jardines de la casa, y los coches que subían y bajaban por el camino de entrada. Una noche oí un coche de verdad, y vi cómo la luz de los faros iluminaba la escalinata. Pero no investigué. Debía de ser algún invitado rezagado que había estado en el confín de la tierra y no sabía que había terminado la fiesta.
La última noche, después de hacer el equipaje y de venderle el coche al dueño de la tienda de comestibles, me acerqué a ver otra vez aquel extraordinario e incoherente desastre de casa. En los peldaños blancos una palabra obscena, garabateada por algún chico con un trozo de ladrillo, resaltaba con claridad a la luz de la luna, y la borré, frotando la piedra con el zapato. Luego bajé dando un paseo a la playa y me tumbé en la arena.
La mayoría de las casas grandes de la playa estaban ya cerradas y apenas si se veía una luz que no fuera el resplandor móvil y nublado de algún transbordador que cruzaba el estrecho. Y, a medida que la luna cobraba altura, las casas, insustanciales, empezaron a desvanecerse y poco a poco tomé conciencia de la vieja isla que, allí mismo, había florecido ante los ojos de unos cuantos marinos holandeses: un pecho del nuevo mundo, verde y joven. Árboles desaparecidos, los árboles que cederían su sitio a la casa de Gatsby, provocaron una vez con sus susurros el último y más grande de los sueños humanos: durante un instante encantado y efímero el hombre tuvo que contener la respiración en presencia de este continente, obligado a una contemplación estética que no entendía ni deseaba, frente a frente por última vez en la historia con algo proporcional a su capacidad de asombro.
Y, allí, pensando en el viejo mundo desconocido, me acordé del asombro de Gatsby cuando descubrió la luz verde al final del embarcadero de Daisy. Había hecho un largo camino hasta aquel césped azul y su sueño debió de parecerle tan cercano que difícilmente podía escapársele. No sabía que ya lo había dejado atrás, en algún sitio, más allá de la ciudad, en la vasta tiniebla, donde los oscuros campos de la república se extienden en la noche.
Gatsby creía en la luz verde, el futuro orgiástico que año tras año retrocede ante nosotros. Se nos escapa ahora, pero no importa, mañana correremos más, alargaremos más los brazos y llegarán más lejos… Y una buena mañana…
Así seguimos, golpeándonos, barcas contracorriente, devueltos sin cesar al pasado.
FIN
Frankenstein; o El Moderno Prometeo
Por
Mary Shelley
VOLUMEN I
CARTA I
A la señora SAVILLE, Inglaterra.
San Petersburgo, 11 de diciembre de 17**
Te alegrará saber que no ha ocurrido ningún percance al principio de una aventura que siempre consideraste cargada de malos presagios. Llegué aquí ayer, y mi primera tarea es asegurarle a mi querida hermana que me hallo perfectamente y que tengo una gran confianza en el éxito de mi empresa.
Me encuentro ya muy al norte de Londres y, mientras camino por las calles de Petersburgo, siento la brisa helada norteña que fortalece mi espíritu y me llena de gozo. ¿Comprendes este sentimiento? Esta brisa, que llega desde las regiones hacia las que me dirijo, me trae un presagio de aquellos territorios helados. Animadas por ese viento cargado de promesas, mis ensoñaciones se tornan más apasionadas y vívidas. En vano intento convencerme de que el Polo es el reino del hielo y la desolación: siempre se presenta a mi imaginación como la región de la belleza y del placer. Allí, Margaret, el sol siempre permanece visible, con su enorme disco bordeando el horizonte y esparciendo un eterno resplandor. Allí —porque, con tu permiso, hermana mía, debo depositar alguna confianza en los navegantes que me precedieron—, allí la nieve y el hielo se desvanecen y, navegando sobre un mar en calma, el navío se puede deslizar suavemente hasta una tierra que supera en maravillas y belleza a todas las regiones descubiertas hasta hoy en el mundo habitado. Puede que sus paisajes y sus características sean incomparables, como ocurre en efecto con los fenómenos de los cuerpos celestes