Canción dulce. Leila Slimani

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Canción dulce - Leila Slimani


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antes de dar a luz. Paul entonces hacía prácticas en empresas, las que se presentaran, con ese optimismo que la había seducido cuando lo conoció. Estaba seguro de que podía trabajar por los dos. Seguro de triunfar en la producción musical, a pesar de la crisis y de los recortes.

      Mila era un bebé delicado, irritable, que lloraba sin cesar. No engordaba, rechazaba el pecho de su madre y los biberones que le preparaba su padre. Siempre asomada a la cuna de la pequeña, Myriam se había olvidado hasta del mundo exterior. Sus ambiciones se limitaban a intentar que aquella criatura frágil y llorona engordase algunos gramos. Los meses pasaban volando. Paul y Myriam no se separaban jamás de Mila. Fingían no notar que sus amigos estaban hartos, que comentaban a sus espaldas lo inadecuado de llevar a un bebé a un bar o de colocarlo en el banco de un bistró. Pero Myriam no quería saber nada de recurrir a una canguro. Ella era la única capaz de responder a las necesidades de su hija.

      Apenas había cumplido Mila año y medio cuando Myriam se quedó de nuevo embarazada. Siempre alegó que había sido un accidente. «La píldora no es segura al cien por cien», decía riéndose con sus amigas. En realidad, había sido un embarazo premeditado. Adam fue la excusa para seguir disfrutando de la dulzura del hogar. Paul no emitió reserva alguna. Acababan de contratarlo como asistente de sonido en un conocido estudio, donde trabajaba día y noche, rehén de los caprichos de los artistas y de sus horarios. Su esposa parecía satisfecha con esa maternidad animal. La vida en una burbuja, lejos del mundo y de los demás, los protegía de todo.

      Pero el tiempo empezó a resultarles eterno, la perfecta mecánica familiar se había atascado. Los padres de Paul, que les solían echar una mano cuando nació la pequeña, ahora pasaban temporadas más largas en su casa de campo, ocupados con unas reformas. Un mes antes del parto de Myriam, organizaron un viaje de tres semanas por Asia y avisaron a Paul en el último momento. Le sentó fatal, se quejó a Myriam del egoísmo de sus padres, de su falta de consideración. Pero para ella fue un alivio. No soportaba tener a Sylvie hasta en la sopa. Escuchaba sonriente los consejos de su suegra, se reprimía cuando la veía registrar la nevera y criticar los alimentos que contenía. Sylvie era de las que compraban productos ecológicos. Le preparaba la comida a Mila pero dejaba la cocina patas arriba. Myriam y ella nunca estaban de acuerdo sobre nada, y en la casa reinaba un malestar concentrado, hirviente, que amenazaba cada segundo en transformarse en gresca. «Deja que disfruten tus padres. Tienen razón de pasárselo bien ahora que están libres», acabó diciendo Myriam a Paul.

      No había medido el alcance de lo que se avecinaba. Con dos hijos todo se complicaba: hacer la compra, bañarlos, llevarlos al médico, limpiar la casa. El agobio le pasaba factura. Myriam perdía vitalidad. Cada vez odiaba más las salidas al parque infantil. Los días de invierno se le hacían interminables. Las rabietas de Mila la sacaban de quicio, los primeros balbuceos de Adam la dejaban indiferente. Su necesidad de salir a caminar sola iba en aumento. De gritar como una loca en la calle. «Me están comiendo viva», se decía a veces.

      Envidiaba a su marido. Al caer la tarde esperaba impaciente su llegada. Se quejaba durante un buen rato de los gritos de los niños, de lo pequeña que era la casa, de lo mucho que se aburría. Cuando le tocaba a él hablar y le contaba las sesiones maratonianas de grabación de un grupo de hip-hop, ella le soltaba con rabia: «¡Qué suerte tienes!». Él contestaba: «La que tiene suerte eres tú. Cuánto me gustaría verlos crecer». En ese juego nadie salía ganando.

      Por la noche, Paul se quedaba profundamente dormido a su lado, con el sueño del que ha trabajado todo el día y merece un buen descanso. Ella se reconcomía por la amargura y la insatisfacción. Pensaba en el esfuerzo realizado para acabar la carrera, a pesar de la falta de dinero y de apoyo de sus padres, en la alegría que sintió al acceder a la abogacía y vestir por primera vez la toga, en la foto que le hizo entonces Paul, con ella puesta, delante del portal, orgullosa y sonriente.

      Durante meses fingió que aceptaba su situación. Ni siquiera pudo confesar a Paul lo avergonzada que estaba. Cómo se sentía morir por no tener nada que contar más que las monerías de los niños y las conversaciones entre desconocidos a los que espiaba en el supermercado. Empezó a rechazar todas las invitaciones a cenar de los amigos, a no responder a sus llamadas. Desconfiaba en particular de las amigas. ¡Podían ser tan crueles! Le entraban ganas de estrangular a las que fingían que la admiraban, o, aún peor, que la envidiaban. Estaba harta de oírlas quejarse de su trabajo, de no ver con más frecuencia a sus hijos. Pero a quien más temía era a los desconocidos. Esos que preguntaban inocentemente en qué trabajaba, y se daban media vuelta ante la evocación de una vida de ama de casa.

      Un día, al salir del Monoprix del Boulevard Saint-Denis, se dio cuenta de que sin querer había sustraído unos calcetines de niño, olvidados en el cochecito. Aunque estaba a muy pocos metros de su casa, hubiera podido regresar a los almacenes para devolverlos, pero desistió. No se lo contó a Paul. Era un incidente sin interés, aunque no dejaba de pensar en ello. Tras este episodio acudía con regularidad a Monoprix y escondía un champú, una crema o una barra de labios que nunca iba a usar. Estaba convencida de que si la pillaban, bastaría con interpretar el papel de madre desbordada de trabajo. Creerían, sin dudarlo, en su buena fe. Esos robos ridículos la exaltaban. Se iba riendo sola por la calle, con la impresión de burlarse del mundo entero.

      Cuando se topó por casualidad con Pascal, lo interpretó como un buen augurio. En un primer momento, su antiguo compañero de la facultad de Derecho no la reconoció: ella llevaba un pantalón que le quedaba grande, unas botas muy gastadas y el pelo sucio recogido en un moño. Estaba de pie, ante el tiovivo del que Mila se negaba a bajar. «Esta es la última vuelta», le decía cada vez que su hija, agarrada con fuerza al caballito, pasaba delante de ella y le hacía una seña con la mano. Myriam alzó la vista: Pascal estaba sonriéndole con los brazos abiertos, en ademán de sorpresa y alegría. Ella le devolvió la sonrisa, con las manos aferradas al cochecito de Adam. Pascal no tenía mucho tiempo pero, casualmente, había quedado con alguien a dos pasos de la casa de Myriam. «De todas formas, yo ya me iba. ¿Hacemos el camino juntos?», le propuso ella.

      Myriam se abalanzó sobre Mila, que gritaba a todo pulmón. Se negaba a andar, y Myriam se obstinaba en sonreír, en fingir que dominaba la situación. No dejaba de pensar en el viejo jersey que llevaba debajo del abrigo, y en que Pascal habría notado lo desgastado que estaba el cuello. Se pasaba la mano frenéticamente por las sienes, como si ello bastara para ordenar su cabello seco y enredado. No parecía que Pascal se diese cuenta de nada. Le habló del bufete que había montado con dos compañeros de promoción, de los inconvenientes y las alegrías de trabajar por cuenta propia. Myriam bebía sus palabras. Mila la interrumpía sin cesar. Habría dado cualquier cosa para que la niña se callara. Sin dejar de mirar a Pascal, registró en el bolso, en los bolsillos, para encontrar un caramelo, cualquier chuchería que comprara el silencio de su hija.

      Pascal casi ni se fijó en los niños. No le pregunto cómo se llamaban. Ni siquiera Adam, dormido en su cochecito, con una expresión apacible, adorable, lo había emocionado o enternecido.

      «Es aquí.» Pascal le dio un beso en la mejilla. Dijo: «Me ha encantado verte», y entró en el edificio. El ruido de la pesada puerta azul al cerrarse sobresaltó a Myriam. Se puso a rezar en silencio. Allí mismo. Estaba tan desesperada que se habría sentado en el suelo y echado a llorar. Se habría enganchado a las piernas de Pascal, le habría suplicado que la llevara con él, que le diera una oportunidad. Llegó a casa agotada. Se quedó observando cómo Mila jugaba tranquilamente. Bañó al bebé, diciéndose que esa felicidad, sencilla, muda, carcelaria, no bastaba para consolarla. Pascal debió de burlarse de ella. Quizá incluso telefoneó a algunos antiguos compañeros de la facultad para contarles la vida patética de Myriam que «ya no se parece a nada» y que «no ha tenido la carrera que uno hubiera esperado de ella».

      Se pasó toda la noche imaginando unas conversaciones que la atormentaban por dentro. Al día siguiente, apenas salida de la ducha, oyó el sonido de un SMS. «No sé si has pensado en volver a la abogacía. Si te interesa, podemos hablarlo.» Por poco se pone a gritar de la alegría. Empezó a brincar por la casa y besó a Mila que decía: «¿Qué pasa, mamá, por qué te ríes?». Después, Myriam se preguntó si Pascal habría notado lo desesperada que estaba o si, sencillamente, consideró una bendición llovida


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