Canción dulce. Leila Slimani
Читать онлайн книгу.de audiencia.
Myriam se lo comentó a Paul, y su reacción la decepcionó. Él se encogió de hombros. «No sabía que querías trabajar.» Ella se enfadó mucho, de un modo desproporcionado. La conversación se agrió enseguida. Ella lo trató de egoísta. Él, de incoherente. «Vas a trabajar. Me parece bien. ¿Y qué hacemos con los niños?» Esbozó una risita burlona, como ridiculizando sus ambiciones, y ello reforzó su sensación de estar encerrada a cal y canto en aquella casa.
Una vez que se hubieron sosegado, ambos estudiaron pacientemente las opciones posibles. Era ya finales de enero: inútil pensar en encontrar plaza en un parvulario o en una guardería. No conocían a nadie en el Ayuntamiento. Y si ella se ponía a trabajar, estaría en la escala de salarios menos ajustada a la realidad: demasiado ricos para acceder por vía de urgencia a una ayuda y demasiado pobres para que el sueldo de una niñera no representara un sacrificio. Fue esa la opción que eligieron al final, después de que él afirmara: «Sumando las horas extra, la niñera y tú ganaréis casi lo mismo. Pero en fin, si crees que con ello te sentirás más realizada…». De aquella conversación ella conserva un gusto amargo. Se quedó resentida hacia Paul.
Quiso hacer las cosas bien. Para estar segura, se dirigió a una agencia de servicio doméstico que acababa de abrir en el barrio. Una oficina pequeña, decorada con sencillez, llevada por dos treintañeras. El escaparate, de un azul celeste, estaba adornado con estrellitas y pequeños camellos dorados. Myriam tocó el timbre. A través del cristal, la dueña la miró de arriba abajo. Se levantó despacio y asomó la cabeza por la puerta entreabierta:
«—¿Sí?
—Buenas.
—Si viene a inscribirse, necesitamos un expediente completo: su currículum y referencias firmadas por las señoras con las que ha trabajado.
—No vengo para eso. Estoy buscando una niñera para mis hijos».
El rostro de la joven cambió por completo. Parecía alegrarse al ver a una clienta entrar por la puerta, y a su vez estaba violenta por haberla tomado por lo que no era. ¿Quién hubiera pensado que aquella mujer agotada, con ese pelo enmarañado y crespo, fuera la madre de esa niñita tan mona que lloriqueaba en la acera?
La encargada abrió un enorme catálogo sobre el que se inclinó Myriam. «Siéntese», le propuso. Decenas de fotografías de mujeres, en su mayoría africanas o filipinas, pasaban ante sus ojos. Mila decía divertida: «Esta es fea, ¿verdad?». Su madre la reprendía, y con el corazón encogido regresaba a aquellos retratos borrosos o mal enfocados. Ni una mujer sonriente.
Le asqueaba la encargada. Su hipocresía, la cara redonda y enrojecida, el fular raído alrededor del cuello. Y ese racismo que había mostrado al principio. Todo le daba ganas de salir huyendo de allí. Se despidió con un apretón de manos. Prometió que lo hablaría con su marido, y no volvió jamás. En lugar de ello, colgó un anuncio en las tiendas del barrio. Aconsejada por una amiga, inundó los sitios de Internet con más anuncios indicando URGENTE. Al cabo de una semana, habían recibido seis llamadas.
Espera a la niñera como se espera al Salvador, aunque le aterroriza la idea de dejar a sus hijos. Sabe todo sobre ellos y desearía mantener secreto ese saber. Conoce sus gustos, sus manías. Adivina enseguida que están tristes o que se van a poner malitos. Siempre ha estado pendiente de ellos, convencida de que nadie mejor que ella podría protegerlos.
Desde que nacieron, siente miedo de cualquier cosa. Miedo de que se mueran, sobre todo. Nunca habla de ello, ni con sus amigos ni con Paul, aunque sabe que ellos también lo han pensado. Está segura de que, como ella, alguna vez se han quedado mirando a sus hijos mientras duermen, preguntándose qué pasaría si sus cuerpecitos fuesen cadáveres, y los ojos cerrados los tuvieran para siempre. Es superior a sus fuerzas. Unos escenarios atroces se alzan ante ella, los aleja de un movimiento de cabeza y recita oraciones, tocando madera o la manita de Fátima que cuelga de su cuello, heredada de su madre. Para alejar el mal de ojo, la enfermedad, los accidentes, los apetitos perversos de los depredadores. Sueña por la noche que los pierde de pronto, en medio de una muchedumbre indiferente. Grita: «¿Dónde están mis hijos?». Y la gente se echa a reír. Se creen que está chiflada.
«Se está retrasando. Mala señal.» Paul se impacienta. Se acerca a la puerta de entrada y observa por la mirilla. Son las dos y cuarto de la tarde, y la primera candidata, una filipina, no ha llegado aún.
A la dos y veinte, Gigi toca sin mucha energía a la puerta. Myriam va a abrirle. Observa enseguida que la mujer tiene unos pies pequeñísimos. A pesar del frío, lleva unas zapatillas de lona y unos calcetines blancos con un volante en el tobillo. Con casi cincuenta años, tiene pies de niña. Elegante, peinada con una trenza que le cae por la espalda. Paul le comenta con sequedad su retraso y Gigi, cabizbaja, murmura unas palabras de disculpa. Se expresa muy mal en francés. Paul inicia sin gran convencimiento una entrevista en inglés. Gigi habla de su experiencia. De los hijos que ha dejado en su tierra, del pequeño al que lleva diez años sin ver. Él no la piensa contratar. Le hace unas cuantas preguntas justo para salir del paso y a las dos y media la acompaña a la puerta. «La llamaremos. Thank you.»
Llega después Grace, una marfileña sonriente y sin papeles. Carolina, una rubia obesa con el pelo sucio, que durante toda la entrevista se queja del dolor de espalda y de sus problemas de circulación. Malika, una marroquí de cierta edad, que insiste en su experiencia de veinte años en el oficio y en lo que le gustan los niños. Myriam le ha dejado claro a Paul que no quiere contratar a una magrebí para cuidar de sus hijos. «No estaría mal», intenta convencerla él. «Les hablaría en árabe, puesto que tú no quieres hacerlo.» Pero ella se niega rotundamente. Teme que se establezca una complicidad tácita, un exceso de familiaridad entre ellas. Que la otra le haga comentarios en árabe. Le cuente su vida y en poco tiempo le pida mil cosas en nombre del idioma y la religión que las une. Siempre ha desconfiado de lo que ella llama la solidaridad entre inmigrantes.
Luego llegó Louise. Cuando Myriam cuenta esa primera entrevista le encanta decir que fue una evidencia. Como un flechazo amoroso. Insiste en evocar cómo su hija se comportó con ella. «Fue ella quien la eligió», le gusta aclarar. Mila acababa de levantarse de la siesta, despertada por los gritos ensordecedores de su hermanito. Paul fue a buscar al bebé, seguido de cerca por la niña, que se escondía entre sus piernas. Louise se levantó. Myriam describe esta escena y sigue fascinada por la determinación de la niñera. Cogió con delicadeza a Adam de los brazos de su padre y fingió no ver a Mila. «¿Dónde está la princesa? Creí ver a una princesa pero ha desaparecido.» Mila se echó a reír a carcajadas, y Louise siguió con su juego, buscando por las esquinas, debajo de la mesa, detrás del sofá, a la misteriosa princesa desaparecida.
Ellos le hacen algunas preguntas. Ella contesta que su marido ha muerto y su hija, Stéphanie, ya es mayor —«casi veinte años, parece mentira»—, por lo que dispone de mucho tiempo libre. Tiende a Paul un papel en el que están escritos los nombres de las personas con las que ha trabajado. Habla de los Rouvier, que encabezan la lista. «Con ellos estuve mucho tiempo. También tenían dos hijos. Dos chicos.» Ha seducido a Paul y a Myriam, por su semblante abierto, su sonrisa franca, unos labios que no tiemblan. Parece una mujer imperturbable. Con la mirada de alguien que puede entender todo, perdonar todo. Su rostro es como un mar en calma, del que nadie sospecharía los abismos que encierra.
Esa misma tarde, llaman al teléfono de la primera familia de la lista que Louise les ha dejado. Contesta una mujer, algo cortante. Al oír el nombre de Louise, cambia inmediatamente de tono. «¿Louise? ¡Qué suerte tienen ustedes de haber dado con ella! Fue como una segunda madre para mis hijos. Se nos rompió el corazón cuando tuvimos que separarnos de ella. No le digo más que, en esa época, incluso pensé en tener otro hijo para que se quedara con nosotros.»
Louise abre las persianas de su apartamento. Son las cinco de la mañana pasadas y en la calle las farolas siguen encendidas. Un hombre camina pegado a las fachadas de las casas para resguardarse de la lluvia que no ha dejado de caer en toda la noche. El viento silbaba en los canalones del tejado e invadió sus sueños. Se diría que la lluvia cae horizontal para golpear con dureza el edificio, las ventanas. A Louise le gusta mirar afuera. Justo enfrente, entre dos edificios siniestros,