Canción dulce. Leila Slimani

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Canción dulce - Leila Slimani


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bebé la recibe con gorjeos, echándole los bracitos. Durante las semanas siguientes a su llegada, Adam dio sus primeros pasos. Antes lloraba todas las noches, ahora duerme con un sueño apacible hasta la mañana.

      En cambio Mila es más arisca. Es una niña frágil con porte de bailarina. Louise la peina con unos moños tan tirantes que los ojos se le achinan. Entonces se asemeja a una de esas heroínas de la Edad Media, de frente ancha y mirada noble y fría. Es una cría difícil, agotadora. Ante cualquier contrariedad reacciona gritando. Se tira al suelo en plena calle, patalea, se arrastra, se resiste, para humillar a Louise. Cuando esta se agacha e intenta hablar con ella, Mila mira para otro lado. Se pone a contar en voz alta las mariposas del papel de la pared. Se mira en el espejo mientras llora. Esta niña está obsesionada por su propio reflejo. En la calle, se fija continuamente en los escaparates. En varias ocasiones, ha tropezado contra algún poste o con algún obstáculo de la acera por estar distraída contemplándose a sí misma.

      Mila es lista. Sabe que la gente vigila y que Louise se puede avergonzar. La niñera cede con más facilidad cuando hay público delante. Tiene que dar un rodeo para no pasar frente a la juguetería de la avenida, pues la niña lanza unos gritos estridentes ante el escaparate. Camino del colegio, Mila arrastra los pies. Roba una frambuesa del puesto de una frutería. Se sube a los salientes de las tiendas, se esconde en los portales y sale corriendo a toda velocidad. Louise trata de correr tras ella, empujando el cochecito del bebé, grita el nombre de la niña y esta solo se detiene al llegar a la esquina. A veces, Mila se arrepiente. Se preocupa por la palidez de Louise y los sustos que le hace pasar. Se acerca a ella, zalamera, mimosa, para que la perdone. Se agarra a sus piernas. Llora y reclama su afecto.

      Lentamente, Louise se conquista a la niña. Día tras día, le cuenta cuentos con los mismos personajes. Huerfanitos, niñas que se pierden, princesas prisioneras y castillos abandonados, habitados por unos ogros terribles. Una fauna extraña, hecha de pájaros con picos deformes, osos con una sola pata y unicornios melancólicos, puebla los paisajes de Louise. La niña se queda callada, a su lado, atenta, impaciente. Exige que vuelvan esos personajes. ¿De dónde vienen esos cuentos? Emanan de ella, en un continuo tropel, sin que lo piense, sin el menor esfuerzo de memoria o de imaginación. ¿De qué lago negro, de qué frondoso bosque ha extraído esos cuentos crueles en los que los buenos mueren al final, no sin antes haber salvado el mundo?

      Siempre que oye abrirse la puerta del despacho por las mañanas, Myriam se siente contrariada. Hacia las nueve y media van llegando sus compañeros. Se sirven un café, los teléfonos empiezan a sonar frenéticamente, el parqué cruje, se ha roto la calma.

      Myriam llega a la oficina a las 8. La primera. Solo enciende la lámpara de su mesa. Bajo ese halo de luz, en un silencio monacal, recupera la concentración de sus años de estudiante. Se olvida de todo y se sumerge con placer en el examen de los expedientes. A veces camina por el pasillo oscuro, con un papel en la mano, hablando sola. Fuma un pitillo en el balcón mientras se toma un café.

      El día que empezó a trabajar de nuevo, se despertó al alba, llena de una excitación infantil. Se puso una falda nueva, tacones, y Louise exclamó: «Está usted guapísima». Despidiéndola en la puerta, con Adam en sus brazos, la niñera empujo hacia la salida a la señora de la casa. «No se preocupe por nosotros —insistió—. Por aquí, todo irá bien.»

      Pascal recibió a Myriam con afecto. Le asignó el despacho que comunica con el suyo por una puerta que a menudo dejan entreabierta. Apenas dos o tres semanas después de su llegada, Pascal le atribuyó unas responsabilidades a las que los colaboradores experimentados nunca pudieron aspirar. Al cabo de unos meses, trata ella sola los asuntos de una decena de clientes. Pascal la alienta a hacerse con el oficio y a dejar que brote su potencial de trabajo, que él sabe que es inmenso. Ella nunca dice que no. No rechaza ninguno de los expedientes que le encarga, nunca se queja por quedarse hasta tan tarde. Pascal le dice a menudo: «Eres perfecta». Durante varios meses se sumerge en unos casos de poca monta. Defiende a miserables traficantes de droga, a perturbados mentales, a un exhibicionista, a atracadores sin talento, a alcohólicos detenidos al volante. Trata asuntos de deudas, fraudes con las tarjetas de crédito, usurpaciones de identidad.

      Pascal cuenta con ella para conseguir nuevos clientes y la anima a dedicar tiempo al turno de oficio. Dos veces al mes acude al Tribunal de Bobigny y se sienta a esperar en los pasillos hasta las nueve de la noche, con los ojos clavados en el reloj, viendo cómo el tiempo no pasa. En alguna ocasión ha perdido la paciencia, respondiendo con brusquedad a unos clientes desorientados. Pero pone su voluntad en hacer las cosas bien y obtiene todo lo que está a su alcance. Pascal se lo repite continuamente: «Te tienes que saber de memoria el caso que llevas». Ella se esfuerza a fondo. Se lee las actas hasta bien entrada la noche. Detecta la mínima inexactitud, el más leve error de procedimiento. Se empeña con un furor obsesivo, que dará sus frutos. Antiguos clientes la recomiendan a sus amigos. Su nombre circula entre los detenidos. Un joven al que consigue librar de una pena de prisión firme promete recompensarla. «Me has salvado, no lo olvidaré jamás.»

      Una vez la llamaron en plena noche para asistir a un detenido. Era un antiguo cliente del despacho, acusado de violencia conyugal, aunque le había dicho en una ocasión que era incapaz de levantar la mano contra una mujer. Myriam se vistió a oscuras, a las dos de la madrugada, sin hacer ruido, se inclinó sobre Paul para darle un beso. Él soltó un gruñido y se dio la vuelta.

      Su marido le reprocha a menudo que trabaje tanto, y ella se enfada. Él se ofende por su reacción y exagera su preocupación por ella. Finge que lo que le inquieta es su salud, que Pascal la esté explotando. Ella evita pensar en sus hijos. Evita que la corroa la culpa. Por momentos, se imagina que todos se alían contra ella. Su suegra intenta convencerla de que «si Mila enferma con tanta frecuencia es porque se siente sola». Sus colegas nunca le proponen tomar una copa después del trabajo, y se sorprenden de las noches que pasa en el despacho. «¿Tú no tienes hijos o qué?» Incluso la maestra, que la convocó una mañana para comentarle un incidente absurdo entre Mila y una niña de su clase. Cuando Myriam se excusó por no haber asistido a las últimas reuniones, y haber enviado a Louise en su lugar, la mujer, de pelo gris, hizo un amplio gesto con la mano. «¡Si usted supiera! Es el mal del siglo. Todas esas pobres criaturas abandonadas a su suerte, mientras el padre y la madre están devorados por la misma ambición. No hay duda: se pasan la vida corriendo. ¿Sabe cuál es la frase que los padres repiten más a sus hijos: “¡Date prisa!”. Y, evidentemente, todo recae sobre nosotros. Los niños nos hacen pagar sus angustias y su sentimiento de abandono.»

      Myriam había sentido un deseo incontenible de ponerla en su sitio, pero no fue capaz. ¿Sería por culpa de esa silla pequeñita en la que estaba incómodamente sentada, en una clase con olor a plastilina? La decoración, la voz de la maestra la devolvían con fuerza a su infancia, a esa edad de la obediencia y de las imposiciones. Myriam sonrió. Le dio las gracias torpemente y le prometió que Mila se portaría mejor. Se contuvo para no lanzar a la cara de aquella vieja harpía su misoginia y sus lecciones de moral. Temía que la mujer del pelo gris lo pagara con su hija.

      Pascal sí que entiende su rabia, su intenso apetito de reconocimiento y de retos a su medida. Entre los dos se ha desatado un combate en el que sienten un ambiguo placer. Él la empuja, ella se le enfrenta. Él la agota, ella no lo defrauda. Una tarde, la invita a tomar una copa después del trabajo. «Pronto cumplirás seis meses con nosotros, hay que celebrarlo, ¿no?» Caminan en silencio por la calle. Le cede el paso en el bistró y ella sonríe. Se sientan al fondo de la sala en un banco tapizado. Pascal pide una botella de vino blanco. Hablan de un caso que tienen entre manos, y enseguida se ponen a evocar recuerdos de sus años universitarios. De la fiesta por todo lo alto que había organizado una amiga en común, Charlotte, en su palacete del distrito 18. Del ataque de pánico, absolutamente tronchante, de la pobre Céline el día de los exámenes orales. Myriam bebe rápido y Pascal la hace reír. No le apetece irse a casa. Le gustaría no tener a nadie a quien avisar de que llegará tarde, a nadie que la espere. Pero está Paul. Y los niños.

      Una tensión erótica, sutil, excitante, le arde en la garganta y en los senos. Se pasa la lengua por los labios. Tiene ganas de algo. Por primera vez desde hace tiempo, siente un deseo gratuito, frívolo, egoísta. Un deseo de sí misma. Por mucho que quiera a Paul, el cuerpo de su


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