Adónde nos llevará la generación "millennial". Barbara J. Risman
Читать онлайн книгу.raza y posición social. Tampoco debemos subestimar los casos en los que el género simplemente cambia de forma sin disminuir el privilegio masculino. Pero hay que prestar mucha atención a si nuestra investigación está documentando diferentes géneros o si es el género, en sí mismo, el que se está deshaciendo. Al fin y al cabo, si todo lo que hacen las personas con identidades femeninas se llama feminidad y todo lo que hacen las personas con identidades masculinas se denomina masculinidad, entonces el «doing gender» se vuelve tautológico.
A medida que las fortalezas y debilidades de estas propuestas sociológicas alternativas se hicieron evidentes, se fueron desarrollando la investigación y la teoría. Se han postulado tres teorías distintas para comprender mejor el género desde el punto de vista sociológico. En primer lugar, la psicología social aportó al estudio sociológico del género el estudio sobre las expectativas de estatus y la investigación psicológica sobre el sesgo cognitivo (Ridgeway, 2001; Ridgeway y Correll, 2004). Aunque en este caso se pone también el foco de atención en la interacción social, como hace el «doing gender», el análisis es a menudo experimental y se preocupa más por el poder que tiene el estatus social para moldear las expectativas. En segundo lugar, coincidiendo con el giro cultural de la sociología a finales del siglo XX, la atención se focalizó en las lógicas macroculturales que sustentan la desigualdad de género (Swidler, 1986; Hays, 1998; Blair-Loy, 2005). Finalmente, a medida que los derechos de las personas LGBTQ han aumentado y los estudios sobre sexualidad han proliferado, se ha articulado desde la academia sociológica la teoría queer (por ejemplo, Butler, 1990), lo que ha renovado nuestro interés por el complejo vínculo entre la sexualidad y el género (Schilt y Westerbrook, 2009; Pascoe, 2007) (véase la figura 1.4 como resumen).
Fig. 1.4. (Más) perspectivas sociológicas contemporáneas.
Expectativas de estatus que enmarcan el género
Si pensamos en cumplir con la responsabilidad moral, las expectativas que crean género en la interacción no pueden quedar reducidas a personalidades femeninas y masculinas ni al «doing gender». Parte de la reproducción de la desigualdad de género puede atribuirse a la forma en que todas las personas usamos el género para clasificar lo que percibimos, un proceso mediante el cual subconscientemente categorizamos a las personas y reaccionamos ante ellas basándonos en los estereotipos asociados a la categoría (Fiske, 1998; Fiske y Stevens, 1993; Ridgeway, 2011). La perspectiva de género postula que este existe como una identidad de fondo que utilizamos cognitivamente para hacer cumplir las expectativas de interacción entre nosotros. También usamos clasificaciones de género para dar forma a nuestro propio comportamiento o explicarlo (Ridgeway y Correll, 2004; 2006). En cada nuevo entorno, asumimos la expectativa de que los hombres son buenos como líderes y las mujeres en la comprensión y el cuidado. Tales expectativas crean un comportamiento de género incluso en entornos que son nuevos y que deberían permitir una mayor libertad de género.
Cuando el género se utiliza de esta manera, como clasificación para la cognición, recurrimos a normas de género culturalmente aceptables como referencia para nuevas situaciones y nuevos tipos de relaciones. El género deviene entonces el motor de la reproducción de la desigualdad entre mujeres y hombres (Ridgeway y Correll, 2004). Las expectativas interactivas vinculadas al género como categoría de estatus (Ridgeway, 2011) son particularmente potentes en torno a la crianza, la empatía y el cuidado. Esperamos que las mujeres –y las mujeres llegan a esperar de sí mismas– sean moralmente responsables de realizar el trabajo de cuidados. Por lo tanto, el género sigue siendo un poderoso sesgo cognitivo en el nivel de análisis interactivo, incluso cuando no está internalizado en los distintos «yo» femenino y masculino. Esperamos que las mujeres que logran éxito profesional concilien su trabajo con la maternidad (Tichenor, 2005), de la misma manera que esperamos que las mujeres pobres de color quieran a los niños que cuidan a cambio de una remuneración (Nakano Glenn, 2010). La presunción de que las mujeres son mejores cuidadoras que los hombres y los hombres más independientes que las mujeres sigue estando muy arraigada en nuestra cultura y bien asentada en las sociedades occidentales en una amplia variedad de dimensiones (Ridgeway, 2011). Las implicaciones de esta teoría son evidentes. Para avanzar hacia la igualdad de género debemos cambiar las expectativas que están vinculadas a la condición de hombre y mujer. O, tal vez, con más dificultad, eliminar por completo la importancia del estatus masculino y femenino.
Lógicas culturales
Acker (1990; 1992) transformó la teoría de género al aplicar la lógica cultural del género a los lugares de trabajo en vez de a los individuos que los ocupan. En lugar de describir una estructura organizativa neutra desde el punto de vista del género, ilustró cómo el género está profundamente arraigado en el diseño organizativo. Mientras que Kanter (1977) explicaba que las diferencias de sexo en el trabajo se deben a que las mujeres ocupan puestos inferiores en la organización, Acker (1990; 1992) argumentó que la propia definición de los puestos de trabajo y las jerarquías organizativas está basada en el género, construida para beneficiar a los hombres o a otras personas a quienes no se atribuye la responsabilidad del cuidado. Acker (1992: 567) acuñó el término «instituciones generizadas» para referirse a que el género está presente en los procesos, las prácticas, las «imágenes, ideologías y distribuciones de poder en los diversos sectores de la vida social». Sostenía que hay poco espacio para que aquellas personas (históricamente mujeres) que ocupan posiciones de cuidadoras fuera del mundo laboral puedan cumplir con los requisitos de la élite de las corporaciones modernas, ya que el trabajador abstracto «es en realidad un hombre, y es el cuerpo del hombre […] lo que impregna el trabajo y los procesos organizativos» (Acker, 1990: 152). Si bien la creación de oportunidades para que las mujeres se integren en el mundo laboral puede incrementar su presencia dentro de una organización, lo que sostiene Acker es que ello no paliará el sexismo subyacente que bloquea el éxito de estas. Recientemente, Anne-Marie Slaughter (2015) ha planteado un argumento similar. Las mujeres no pueden «tenerlo todo» según esta autora, porque «tenerlo todo» requiere que seas una persona que no se preocupe por nadie en absoluto, ni siquiera por tu autocuidado.
Los puestos de trabajo que requieren un compromiso 24 horas al día, 7 días a la semana, presuponen que sus trabajadores o bien tienen esposas o no las necesitan. En otras palabras, el patriarcado está incorporado en nuestro diseño organizativo. Por supuesto, algunas mujeres privilegiadas entran en los espacios masculinos mediante la externalización de su trabajo doméstico a otras mujeres menos privilegiadas (MacDonald, 2011; Nakano Glenn, 2010) y así logran un estilo de vida que se aproxima al masculino. Slaughter argumenta, sin embargo, que incluso las cuidadoras muy privilegiadas, como ella, se ven obligadas a evitar que ningún periodo de cuidado intensivo afecte a su trabajo remunerado; incluso las vidas de las mujeres de élite tienen que cambiar para criar o cuidar de madres y padres de edad avanzada. Esta nueva comprensión de la organización del trabajo a través del enfoque de género ayudó a impulsar el retorno a la atención a la cultura organizacional.
Al mismo tiempo, asistimos a un renovado interés por comprender la importancia de la cultura para explicar todo comportamiento humano, incluyendo el género, en nuestras relaciones más íntimas. La reconceptualización de Swidler (1986) de la cultura como un «juego de herramientas», de hábitos y habilidades, a partir del cual la gente puede construir «estrategias de acción», en lugar de personalidades estables e internalizadas, ha tenido una gran influencia en el estudio del género. Por ejemplo, en una investigación sobre mujeres de diversas clases sociales y diferente situación laboral, Hays (1998) concluyó que creer en la necesidad de la maternidad intensiva marcaba los límites de las estrategias de crianza de las madres empleadas y desempleadas. De manera similar, Blair-Loy (2005) observó que incluso las ejecutivas muy bien remuneradas son a veces expulsadas del mercado laboral debido al conflicto que ellas mismas perciben entre la dedicación competitiva al trabajo y la crianza intensiva de las hijas e hijos. Estas lógicas culturales no solo se imponen a las mujeres en tanto que madres, sino que también son adoptadas por las propias mujeres, tal vez mediante la socialización de género y la adopción de creencias culturales. Pfau-Effinger (1998) sugiere que las creencias culturales pueden explicar mejor las diferencias empíricas por las que las mujeres de los distintos países europeos