Adónde nos llevará la generación "millennial". Barbara J. Risman

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Adónde nos llevará la generación


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biología son prácticamente inmutables, difíciles o imposibles de cambiar, ya no resulta una posición defendible (Wade, 2013: 287).

      Cualquiera que sea la forma como los factores biológicos influyen en el desarrollo humano, ahora sabemos que nuestro entorno social también influye en nuestra propia biología. La manera en que el potencial biológico se forma, se desarrolla y da significado también depende del contexto social.

      Pocos científicos sociales se ocuparon de las cuestiones del sexo y el género antes de mediados del siglo XX, a pesar de que las activistas sociales de la Era Progresista lucharan por los derechos de la mujer. La sociología consideraba que la familia tradicional contribuía al buen funcionamiento de la sociedad (por ejemplo, Parsons y Bales, 1955; Zelditch, 1955) y se abordaban las cuestiones de género haciendo referencia a las mujeres en tanto que «corazón» de unas familias con «cabeza» masculina. Al mismo tiempo, la psicología (Bandura y Waters, 1963; Kohlberg, 1966) remitía a la teoría de la socialización para explicar cómo se podía entrenar a las niñas y los niños para que desarrollasen los roles socialmente apropiados como hombres y mujeres, maridos y esposas. Nadie parecía darse cuenta de que muchas familias pobres y de color no tenían madres que se quedaran en casa, sino que estas trabajaban para contribuir económicamente a la supervivencia de la familia. Más allá de la teoría de la socialización en los roles sexuales y la sociología de la familia, pocas investigaciones o textos teóricos se centraron en el sexo o el género, y casi ninguno lo hizo en la desigualdad entre mujeres y hombres antes de la segunda ola del movimiento feminista (Ferree y Hall, 1996). Por supuesto, entonces, este campo de estudio experimentó literalmente una explosión, tal vez debido al cambio en la composición demográfica de los/las científicos/as. A medida que las mujeres entraban en la academia, estas se interesaban más por la vida de las mujeres y se prestaba más atención a este aspecto, y, con el tiempo, el efecto del género se trató de manera más profunda (England et al., 2007).3 Si bien las mujeres todavía suelen chocar contra un techo de cristal tanto en la academia como en otras organizaciones, la investigación sobre la desigualdad de género avanza rápida y sólidamente.

      Los intentos rigurosos de estudiar el sexo y el género coincidieron con la irrupción de las mujeres en la ciencia, así como con la influencia de la segunda ola del feminismo en las discusiones intelectuales. La psicología (por ejemplo, Bem, 1981; Spence Helmreich y Holahan, 1975) empezó a medir las actitudes de los roles sexuales utilizando las escalas que acostumbraban a usar en los test de personalidad y empleo (Terman y Miles, 1936). Estas medidas asumían que la masculinidad y la feminidad constituían puntos opuestos de una sola dimensión, por lo tanto, si un sujeto tenía «altos» índices de feminidad, necesariamente, según el diseño de la medición, tenía «bajos» índices de masculinidad (figura 1.1).

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      Fig. 1.1 Medida unidimensional del género.

      Sin embargo, la investigación científica empezó a considerar que la representación de la feminidad y la masculinidad como polos opuestos no reflejaba de manera fiel la experiencia real de estas (Locksley y Colten, 1979; Pedhazur y Tetenbaum, 1979; Edwards y Ashworth, 1977). La evidencia cientí fica llevó a Bem (1993; 1981) a sugerir un nuevo enfoque del género que se ha convertido en modelo de referencia para las ciencias sociales; actualmente esta concepción se da tan por sentada que ya no se cita a la autora cuando se utilizan estos indicadores. Bem sugiere que la masculinidad y la feminidad son realmente dos dimensiones de la personalidad diferentes. Por ejemplo, un individuo puede ser muy masculino (lo que incluye ser eficaz, coherente, con estrategia) y también muy femenino (que implica el cuidado, la empatía, la afectuosidad). Las mujeres tradicionales serían muy femeninas y muy poco masculinas. Los hombres tradicionales serían muy masculinos y muy poco femeninos. Una mujer agresiva y perspicaz puntuaría bajo en feminidad y, en cambio, puntuaría alto en masculinidad, pero si también fuera cuidadora y afectuosa, puntuaría alto tanto en masculinidad como en feminidad. Lo nuevo en esta manera revolucionaria de pensar el género es que estos rasgos de personalidad se encuentran desvinculados del sexo de las personas que los detentan. Las mujeres puntúan en feminidad, pero los hombres también. Los hombres puntúan en masculinidad, y las mujeres también (figura 1.2).

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      Fig. 1.2. Masculinidad y feminidad como medidas independientes.

      A todo ello le siguió una década de discusiones sobre los ajustes para utilizar y medir mejor esta nueva conceptualización (Bem, 1981; 1974; Spence, Helmreich y Holahan, 1975; Spence, Helmreich y Stapp, 1975; Taylor y Hall, 1982; White, 1979), lo que derivó finalmente en un consenso renovado. Muchos/as psicólogos/as optaron por combinar las dos escalas para medir la androginia, una etiqueta que se asignaba a hombres y mujeres que obtenían valores altos en ambas medidas. Se entendía que estas personas andróginas eran más flexibles y conseguían adaptarse mejor a una gran variedad de roles sociales. Connell (1995) nos ofrece una excelente visión general a propósito de la medición del género, con especial atención a las masculinidades. Podemos plantearnos preguntas sobre qué tipo de expectativas de género existen actualmente, cómo las aprende la gente y si se convierten en parte de la personalidad de hombres y mujeres.

      La psicología reciente que apuesta por esta línea (Choi et al., 2008; Choi y Fuqua, 2003; Hoffman y Borders, 2001) sugiere que deberíamos abandonar el uso de los términos masculinidad y feminidad y pasar más bien a la descripción del concepto de personalidad. La escala denominada de masculinidad mide la eficacia, la agencia y el liderazgo, y la escala de feminidad mide el cuidado y la empatía. Quizá lo que deberíamos hacer es etiquetar estas medidas de forma descriptiva, tal vez como agencia y crianza. Aunque estoy de acuerdo en que este giro lingüístico constituye la vía que se debe seguir en el futuro, en este libro, siguiendo la tradición mayoritaria en las ciencias sociales, continuaré utilizando el lenguaje de la masculinidad y la feminidad. Sin embargo, en la conclusión, retomaré esta sugerencia e incorporaré a mi visión utópica esta crítica lingüística que permite disociar los rasgos de la personalidad de aquellas etiquetas que relacionamos directamente con categorías sexuales biológicas. Iré incluso más allá, al proponer que eliminemos también el género en tanto que estructura social.

      El estudio de la masculinidad y la feminidad dejó de ser competencia solo de la psicología de la personalidad, ya que la psicología social, que investigaba los estereotipos, también se introdujo en este campo (Fiske, 1993; Deaux y Major, 1987; Heilman y Eagly, 2008). Los estereotipos pueden ser categorizados como descriptivos –simplemente representan con precisión lo que es– o prescriptivos –apuntan a lo que debería ser–.

      Los padres que manejan estereotipos prescriptivos de género pueden influir en el desarrollo de las/os niñas/os para que se conviertan en este estereotipo. Así mismo, es cierto que en los departamentos de recursos humanos también se utilizan estereotipos que, en el caso de los trabajos tradicionalmente masculinos, colocan a las mujeres en una posición de desventaja (Ely y Padavic, 2007), así como a las que son madres cuando son estereotipadas como trabajadoras poco confiables. Fiske (2001) argumenta que, cuando no se controlan, los estereotipos dan origen a prejuicios que pueden mantener las diferencias de poder.

      Cuando en sociología empezamos a prestar una seria atención al sexo y al género, nos guiamos por la psicología, que nos precedía, y nos centramos en las diferencias en la socialización de roles de género destinada a chicos y chicas durante la primera infancia (Lever, 1974; Stockard y Johnson, 1980; Weitzman, 1979). Lo que estudiaba la sociología era cómo se alentaba a aquellos bebés asignados a la categoría de hombre a participar de los comportamientos masculinos: se les ofrecían juguetes apropiados para niños, se les recompensaba por jugar con ellos y se les castigaba por actuar de un modo feminizado. A las bebés asignadas a la categoría de mujer se las animaba a participar de comportamientos femeninos, y solo


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