El futuro del pasado religioso. Charles Taylor

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El futuro del pasado religioso - Charles  Taylor


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parte de la perspectiva de muchas personas que se consideran creyentes.

      ¿Por qué hablo de «este modo de entender las cosas»? Porque se trata de un clima de pensamiento, un horizonte de suposiciones, más que de una doctrina. Esto significa que necesariamente habrá alguna distorsión en mi intento de presentarlo en un conjunto de proposiciones; pero voy a hacerlo de todos modos, dado que no conozco otro modo de exposición.

      Formulado en proposiciones, sería: 1) para nosotros, la vida, el florecimiento y el alejarnos de las fronteras de la muerte y del sufrimiento son los valores supremos; 2) esto no siempre fue así, no era así para nuestros antepasados o para las personas de otras civilizaciones anteriores; 3) uno de los motivos que impedía que esto fuese así en el pasado era la idea, inculcada por la religión, de que había objetivos superiores; y, 4) hemos llegado a (1) por una crítica y superación de (este tipo de) religión.

      Vivimos en algo similar a un clima posrevolucionario. Las revoluciones generan la sensación de que se ha logrado una gran victoria e identifican al adversario con el anterior régimen. Un clima posrevolucionario es extremadamente sensible a cualquier cosa que huela al antiguo régimen y ve retroceso incluso en concesiones relativamente inocentes a preferencias humanas generalizadas. Así, los puritanos veían la vuelta al papismo en cualquier ritual y los bolcheviques se dirigían compulsivamente a las personas como «camarada», prohibiendo las apelaciones ordinarias de «señor» y «señora».

      Me parece que una versión más suave, pero muy persuasiva, de este tipo de clima se ha extendido en nuestra cultura. Hablar de ir más allá de la vida parece socavar la suprema preocupación por la vida de nuestro humanitario y «civilizado» mundo. Es intentar invertir la revolución y devolver el antiguo y oscuro orden de prioridades en el que la vida y la felicidad podían sacrificarse en aras de la renuncia. En consecuencia, incluso a los creyentes se les induce a redefinir su fe de modo que no desafíe a la primacía de la vida.

      Como siempre, lo que se pierde en este clima posrevolucionario es el matiz fundamental. Desafiar la primacía puede significar dos cosas. En primer lugar, puede significar desplazar la salvación de la vida y la evitación del sufrimiento de su rango de intereses centrales de la política; o, en segundo lugar, puede significar afirmar o, al menos, abrir el camino para la intuición de que hay algo que importa más que la vida. Evidentemente estas dos cosas no son lo mismo. Ni siquiera es cierto, como posiblemente mucha gente podría creer, que estén causalmente vinculadas en el sentido de que plantear el segundo desafío «nos suaviza» y hace el primer desafío más fácil. En efecto, quiero afirmar (y lo hice en las conclusiones de Fuentes del yo) que sucede justo lo contrario: aferrarse a la primacía de la vida en el segundo sentido (vamos a llamarlo el «metafísico») hace más difícil para nosotros afirmar con entusiasmo el primer sentido (el sentido práctico).

      Pero no quiero continuar con esta afirmación ahora. Volveré más adelante sobre esto. La tesis que estoy presentando aquí es que, en virtud de este clima posrevolucionario, la modernidad occidental es inhóspita a lo trascendente. Esta tesis, por supuesto, es contraria al relato hegemónico de la Ilustración, según el cual la religión sería cada vez menos creíble gracias al avance de la ciencia. Hay, por supuesto, algo cierto en esto; pero, bajo mi punto de vista, no es lo fundamental. Aún más, si esto es cierto —que la gente interpreta la ciencia y la religión como contrarias—, es consecuencia de una incompatibilidad sentida a nivel moral. Este es el profundo nivel que he intentado explorar aquí.

      3

      Pero me estoy desviando de la línea principal de mi argumentación. He dibujado un retrato de nuestro tiempo con el fin de sugerir que el humanismo exclusivo ha provocado, por decirlo de algún modo, una revuelta desde dentro. Antes de hacerlo, hagamos una pausa para percatarnos de que, en la afirmación secular de la vida corriente, así como en la defensa de los derechos universales e incondicionales, una innegable prolongación del Evangelio se ha vinculado paradójicamente a una negación de la trascendencia.

      A diferencia de lo que ha sido común en la historia humana, vivimos en una cultura moral extraordinaria en la que el sufrimiento y la muerte, a través de las hambrunas, las inundaciones, los terremotos, la peste o la guerra, pueden despertar movimientos de simpatía y solidaridad práctica en todo el mundo. Por supuesto, esto es posible gracias a los medios de transporte y comunicación modernos. Pero estos no deben cegar la importancia del cambio moral y cultural. Los medios de transporte y comunicación no despiertan la misma respuesta en todas partes. La respuesta es desproporcionadamente fuerte en la antigua cristiandad latina.

      También debemos tener en cuenta las distorsiones producidas por el bombo mediático y el corto periodo de atención prestado a los medios de comunicación. Las imágenes dramáticas producen la respuesta más fuerte, relegando casos aún más necesitados a una zona de abandono de la cual solo las cámaras de la CNN pueden rescatarlos. Sin embargo, este fenómeno es extraordinario y, para la conciencia cristiana, inspirador. La era de Hiroshima y Auschwitz también ha producido Amnistía Internacional y Médicos Sin Fronteras.

      Las raíces cristianas de este cambio son profundas. Existió un extraordinario esfuerzo misionero por parte de la Iglesia de la Contrarreforma, que más tarde fue continuado por las denominaciones protestantes. A principios del siglo XIX, existieron campañas de movilización masiva como el movimiento contra la esclavitud en Inglaterra, en gran parte inspirado y liderado por los evangélicos, y el paralelo movimiento abolicionista en los Estados Unidos, también en gran parte de inspiración cristiana. Después, este hábito de movilizarse para la reparación de la injusticia y el alivio del sufrimiento en todo el mundo se convirtió en parte de nuestra cultura política. En algún punto del camino, esta cultura simplemente dejó de inspirarse en el cristianismo —aunque las personas de una profunda fe cristiana continúan siendo muy importantes para los movimientos actuales—. Además, esta ruptura con la cultura de la cristiandad fue necesaria, como argumenté antes en relación con los derechos humanos, para que el impulso de la solidaridad trascendiese las fronteras de la propia cristiandad.

      El


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