El futuro del pasado religioso. Charles Taylor
Читать онлайн книгу.secular exclusivo. Bajo mi punto de vista, me parece que lo hace.
Ahora quiero analizar este peligro desde otro ángulo. Hablaba antes de una revuelta inmanente contra la afirmación de la vida. Nietzsche se convirtió en una importante figura en la articulación de una creencia contraria a la filantropía moderna que se esfuerza en incrementar la vida y aliviar el sufrimiento. Pero Nietzsche también articuló algo bastante inquietante: una ácida explicación de las fuentes de la filantropía moderna, de los resortes de la compasión y de la simpatía que impulsan la impresionante empresa de la solidaridad moderna.
La «genealogía» de Nietzsche del universalismo moderno, de la preocupación por el alivio del sufrimiento, de la «piedad», probablemente no convencerá a nadie que tenga ante sus ojos los elevados ejemplos del agape cristiano o de la karuna budista. Pero la cuestión que permanece abierta es si este poco halagador retrato no capta el posible destino de una cultura que ha apuntado más alto de lo que sus fuerzas morales pueden sostener.
Este es el tema que planteé muy brevemente en el último capítulo de Fuentes. Nos sentimos impresionados por la colosal prolongación de una ética evangélica a una solidaridad universal, a la preocupación por seres humanos del otro lado del globo a los que nunca conoceremos ni necesitaremos como compañeros o compatriotas —o, dado que este no es el desafío final más difícil, todavía nos sentimos más impresionados por el sentimiento de justicia que podemos tener hacia personas con las que tenemos contacto y que tienden a disgustarnos o despreciarnos, o por la voluntad de ayudar a personas que, a menudo, parecen ser la causa de su propio sufrimiento—. Cuanto más contemplamos todo esto, más nos sorprendemos por las personas que se comprometen con estas empresas de filantropía, de solidaridad internacional, o con el Estado de bienestar moderno; o, por formular el lado negativo, no nos sorprendemos cuando vemos que la motivación decae como ocurre, por ejemplo, con el actual rechazo a los pobres y a los menos favorecidos en las democracias occidentales.
Podríamos plantear la cuestión de la siguiente manera: nuestra época nos exige más solidaridad y benevolencia que nunca. Nunca se había pedido a la gente que se extendiese tan consistentemente, tan sistemáticamente, hasta el extraño. Si atendemos a la otra dimensión de la afirmación de la vida corriente que se refiere a la justicia universal, podemos hacer una afirmación similar. Aquí también se nos pide que mantengamos estándares de igualdad que cubran cada vez más clases de personas, que tiendan puentes entre cada vez más tipos de diferencias, que repercutan cada vez más en nuestras vidas. ¿Cómo logramos hacerlo?
Tal vez no lo hagamos del todo bien y la pregunta que realmente deberíamos hacernos es: ¿cómo podríamos lograrlo? Pero, para acercarnos a la respuesta, al menos, deberíamos preguntarnos: ¿cómo hacemos lo que hacemos, eso que, a pesar de todo, en los dominios de la solidaridad y la justicia parece mejor que en épocas anteriores?
1. La preservación de estos estándares se ha convertido en parte de lo que entendemos como una vida humana decente y civilizada. Vivimos a la altura de estos y, en parte, lo hacemos porque nos avergonzaríamos de nosotros mismos si no lo hiciésemos. Se han convertido en parte de nuestra autoimagen, en el sentido de nuestro propio valor. Junto a esto, experimentamos un sentimiento de satisfacción y superioridad cuando contemplamos a otros —nuestros antepasados o sociedades contemporáneas no liberales— que no los reconocieron o no los reconocen.
Pero inmediatamente sentimos cuán frágil es esto como motivación. Hace que nuestra filantropía sea vulnerable al modo de prestar atención a los medios y a los diversos modos de exagerar el sentirse bien con uno mismo. Nos dedicamos a la causa del mes, recaudamos fondos para esta hambruna, pedimos al Gobierno que intervenga en esa espantosa guerra civil; y, luego, lo olvidamos al mes siguiente, cuando sale de la pantalla de la CNN. Una solidaridad impulsada, en última instancia, por el propio sentido de superioridad moral del donante es algo caprichoso y volátil. De hecho, estamos lejos de la universalidad e incondicionalidad que nuestra perspectiva moral prescribe.
Podríamos prever ir más allá, apelando a un sentido más exigente de nuestro propio valor moral, uno que requiriese más consistencia, una cierta independencia de la moda y una atención cuidadosa e informada a las necesidades reales. Algo así deben sentir las personas que trabajan en las organizaciones no gubernamentales; quienes, en consecuencia, miran a los donantes impulsados por las imágenes de la televisión igual que nosotros miramos a los que no responden ante este tipo de campañas.
2. Pero hasta el más exigente y noble sentido de la autoestima tiene limitaciones. Me siento digno al ayudar a la gente, al dar sin restricciones. Pero ¿qué hay de digno en ayudar a la gente? Es obvio: como seres humanos tienen cierta dignidad. Mi sentimiento de autoestima conecta intelectual y emocionalmente con mi sentido del valor de los seres humanos. Aquí es donde el moderno humanismo secular parece tentando a felicitarse a sí mismo. Al reemplazar la imagen humillante de los seres humanos como pecadores depravados, inveterados, y al articular el potencial de los seres humanos para la bondad y la grandeza, el humanismo no solo nos ha dado el coraje de actuar para la reforma, sino que también explica por qué esta acción filantrópica merece tan inmensamente la pena. Cuanto más alto es el potencial humano, mayor es la empresa de realizarlo y mayor ayuda merecen los portadores de este potencial para lograrlo.
Sin embargo, la filantropía y la solidaridad impulsadas por un humanismo noble, al igual que las impulsadas por altos ideales religiosos, tienen otro rostro de Jano. Por un lado, en abstracto, nos sentimos inspirados para actuar. Por otro lado, ante las inmensas decepciones de la actuación humana y frente a la infinidad de modos en que los seres humanos reales y concretos no alcanzan, ignoran, parodian y traicionan este magnífico potencial, experimentamos un creciente sentimiento de ira y futilidad. ¿Realmente estas personas merecen todos estos esfuerzos? Quizá frente a toda esta estúpida actitud recalcitrante, abandonarles no sería una traición al valor humano o a la propia valía —o, quizá, lo mejor que podemos hacer es obligarles a cambiar—.
Ante la realidad de las deficiencias humanas, la filantropía —el amor al ser humano— puede llegar a investirse gradualmente de desprecio, odio y agresión. La acción se rompe o, peor aún, continúa; pero ahora, investida de estos nuevos sentimientos, se vuelve progresivamente más coercitiva e inhumana. La historia del socialismo despótico (es decir, el comunismo del siglo XX) está repleta de este trágico giro, brillantemente previsto por Dostoyevski hace más de cien años («Partiendo de la libertad sin límites llego al despotismo ilimitado»15) y repetido una y otra vez, con una fatal regularidad, desde regímenes de un solo partido a nivel macro hasta una serie de instituciones «de ayuda» a nivel micro, desde orfanatos hasta internados para aborígenes.
El último paso lo dio Elena Ceauşescu en su última declaración antes de su ejecución a manos del régimen sucesor: el pueblo rumano había mostrado no merecer los inmensos e infatigables esfuerzos realizados por su marido.
La trágica ironía es que cuanto más elevado es el sentido de potencial, más gravemente fallan las personas reales y más severa es la revolución que se inspira en la decepción. Un humanismo noble postula altos estándares de autoestima y una magnífica meta a la que aspirar. Inspira las grandes empresas del momento. Pero, por esta misma razón, anima a la fuerza, al despotismo, a la tutela, al desprecio y, en última instancia, a una cierta crueldad en la formación del material humano refractario —curiosamente, los mismos horrores y por las mismas causas que la crítica ilustrada había denunciado en las sociedades e instituciones dominadas por la religión—.
Aquí la diferencia de creencias no es fundamental. Esta fea dialéctica corre el riesgo de repetirse dondequiera que la acción hacia los ideales superiores no sea templada, controlada y, en última instancia, envuelta en un amor incondicional hacia los beneficiarios. Y, por supuesto, solo tener las creencias religiosas adecuadas no garantiza que esto suceda.
3. Un tercer patrón de motivación, que hemos visto repetidamente, ocurre en el registro de la justicia, más que en la benevolencia. Lo hemos visto con los jacobinos y los bolcheviques, con la izquierda políticamente correcta y con la llamada derecha cristiana. Luchamos contra las injusticias que claman al cielo venganza.