El futuro del pasado religioso. Charles Taylor

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El futuro del pasado religioso - Charles  Taylor


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indignación se alimenta del odio hacia quienes apoyan y permiten estas injusticias, las cuales, a su vez, se alimentan de nuestro sentido de superioridad. Nosotros no somos como ellos, no somos cómplices del mal. Pronto nos cegamos ante la destrucción que nos rodea. Nuestra imagen del mundo ha localizado el mal, con total seguridad, fuera de nosotros. Las mismas energías y el odio con los que combatimos el mal nos demuestran su exterioridad. No debemos renunciar nunca, sino, por el contrario, doblar nuestra energía, competir con los otros en indignación y denuncia.

      Otra trágica ironía se enreda aquí. Cuanto más fuerte es el sentido de la injusticia (a menudo correctamente identificada), más poderosamente se puede arraigar este patrón. Nos convertimos en centros de odio, generadores de nuevos modos de injusticia a mayor escala, a pesar de que empezamos con el más exquisito sentido del mal y la mayor pasión por la justicia, la igualdad y la paz.

      Un amigo budista de Tailandia, después de visitar brevemente el partido de Los Verdes alemanes, me confesó estar completamente desconcertado. Pensaba que entendía los objetivos del partido: la paz entre los seres humanos, y una postura de respeto y amistad hacia la naturaleza. Lo que le sorprendió fue la ira, el tono de denuncia y el odio hacia los partidos establecidos. No veían que el primer paso para alcanzar su objetivo debía ser calmar su propia ira y agresividad. Mi amigo no podía entender lo que estaban haciendo.

      La ceguera es típica del moderno y secular humanismo exclusivo. Este humanismo se enorgullece de haber liberado energía para la filantropía y la reforma. Al deshacerse del «pecado original», de una imagen humilde y humillante de la naturaleza humana, nos anima a llegar a lo más alto. Por supuesto, hay algo de verdad en esto, pero también es terriblemente parcial e ingenuo. Nunca se ha enfrentado a la pregunta que estamos planteando aquí: ¿qué puede impulsar este gran esfuerzo hacia la reforma filantrópica? Este humanismo nos da un elevado sentido de autoestima para evitar que retrocedamos, una idea superior sobre la dignidad humana para inspirarnos hacia adelante, y una indignación llameante contra el mal y la opresión para vitalizarnos. No puede apreciar cuán problemáticos son todos estos; la facilidad con la que pueden deslizarse hacia algo trivial, feo o francamente peligroso y destructivo.

      Un genealogista nietzscheano tendría mucho trabajo aquí. Nada le dio mayor satisfacción a Nietzsche que mostrar cómo la moralidad o la espiritualidad están realmente impulsadas por su opuesto directo —por ejemplo, que la aspiración cristiana al amor está motivada, en realidad, por el odio de los débiles a los fuertes—. Al margen de la opinión que tengamos de este juicio sobre el cristianismo, está claro que el humanismo moderno está lleno de potencial para estas desconcertantes inversiones: de la dedicación para con los otros a las respuestas autoindulgentes, de un noble sentido de la dignidad humana al control impulsado por el desprecio y el odio, de la plena libertad al despotismo absoluto, de un ardiente deseo de ayudar a los oprimidos a un incandescente odio hacia todos los que se interponen en el camino. Y cuanto más alto sea el vuelo, mayor será la potencial caída.

      Tal vez, después de todo, es más seguro tener pequeñas metas en vez de grandes expectativas y ser algo cínico desde el principio acerca de la potencialidad humana. Esto es indudablemente cierto, pero también nos arriesgamos a no tener la motivación suficiente para emprender grandes esfuerzos de solidaridad y combatir las injusticias. Al final, la cuestión se convierte en una máxima: cómo tener el mayor grado de acción filantrópica con la mínima esperanza en la humanidad. Una figura como la del doctor Rieu en La peste de Camus es una posible solución a este problema. Pero esto es ficción. ¿Qué es posible en la vida real?

      Dije antes que el hecho de tener creencias apropiadas no es una solución a estos dilemas. La transformación de ideales superiores en prácticas brutales se demostró en la cristiandad, mucho antes de que el humanismo moderno entrara en escena. Así que, ¿hay alguna salida?

      No es una cuestión de garantías, solo de fe. Pero está claro que la espiritualidad cristiana apunta hacia una posible salida. Se puede describir de dos maneras: ya sea como un amor o una compasión incondicionales —es decir, no basados en lo que el destinatario ha hecho de sí mismo—, ya sea como un amor basado en lo que se es más profundamente, un ser hecho a imagen y semejanza de Dios. Obviamente explican lo mismo. En cualquier caso, el amor no está condicionado por la dignidad que se realiza en un individuo o, incluso, en la que es realizable por un individuo. Estar hecho a imagen y semejanza de Dios, como rasgo de cada ser humano, no es algo que se pueda caracterizar simplemente por referencia a un único ser. Nuestro estar hechos a imagen y semejanza de Dios es también nuestro estar junto a los otros en la corriente del amor, que es esa faceta de la vida de Dios que tratamos de captar, muy inadecuadamente, al hablar de la Trinidad.

      Ahora bien, hay una gran diferencia si se cree que este tipo de amor es una posibilidad para los seres humanos. Yo creo que lo es, pero solo en la medida en que nos abrimos a Dios; lo que significa, de hecho, superar los límites establecidos en teoría por el humanismo exclusivo. Si uno cree, tiene algo muy importante que decir en los tiempos modernos, algo que atañe a la fragilidad de lo que todos nosotros, creyentes y no creyentes, más valoramos en la actualidad.

      En cierto sentido, nuestro viaje ha sido un fracaso. Imitar a Ricci implica tomar distancia de nuestro tiempo, sintiéndonos extraños en él como se sentía Ricci en China. Pero lo que observamos como hijos de la cristiandad fue, en primer lugar, algo terriblemente familiar —ciertas imitaciones del Evangelio, llevadas a una extensión sin precedentes—; y, en segundo lugar, una negación plana de nuestra fe, el humanismo exclusivo. Pero, aun así, como Ricci, estábamos desconcertados. Tuvimos que luchar para hacer un discernimiento, igual que lo hizo él. Ricci quería distinguir en la nueva cultura, por una parte, aquellas cosas que provenían del conocimiento natural que todos tenemos de Dios y que deberíamos afirmar y extender, y, por otra parte, aquellas prácticas que eran distorsiones y que debían cambiarse. Del mismo modo, hemos sido desafiados con un difícil discernimiento, tratando de ver qué refleja en la cultura moderna el progreso del Evangelio y qué el rechazo de lo trascendente.

      Desde el punto de vista cristiano, el error correspondiente es caer en una de las dos posiciones insostenibles: o bien recolectamos ciertos frutos de la modernidad, como los derechos humanos, y los defendemos, pero luego condenamos todo el movimiento de pensamiento y prácticas subyacentes, en particular la ruptura con la cristiandad (en variantes anteriores, incluso los frutos fueron condenados); o bien, en reacción a esta primera posición, sentimos que tenemos que unirnos a los defensores de la modernidad y convertirnos en compañeros de viaje del humanismo exclusivo.

      Pero yo diría que, después del desconcierto inicial (que, seamos realistas, aún continúa), poco a poco podríamos encontrar


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