La palabra facticia. Albert Chillón
Читать онлайн книгу.y la fabulación, lo comprobable y lo inventado. Así lo constató George Steiner en 1967, cuando publicó Cultura y silencio. Y así debemos constatarlo nosotros hoy, con mayor razón todavía, cuando la tradicional promiscuidad entre la literatura y el periodismo ha extendido sus fronteras hacia un ancho territorio que rebasa el de la prensa y la cultura de masas clásica —estudiada desde mediados del siglo XX por autores como Roland Barthes, Umberto Eco, Edgar Morin o Román Gubern. Me refiero a la cultura mediática, de acento al tiempo escrito y audiovisual, reinante desde la sazón hasta el tiempo en que escribo, una posmodernidad que ya da palpables muestras de agonía.1 Y también, por supuesto, a la incipiente «cultura transmedia»,2 que de unos años a esta parte, en alas de la ubicua digitalización, está multiplicando las aleaciones y trasvases entre los distintos medios, y mutando los modos de producción, intercambio y acceso a los contenidos, sean narrativos, icónicos o discursivos.3
Observable durante el último medio siglo, el aumento de la promiscuidad entre la escritura periodística y la literaria constituye, sin duda, una de las más significativas manifestaciones del asunto que en este libro me propongo explorar. Y ahí están, para mostrarlo, el célebre new journalism de Truman Capote, Tom Wolfe o Gay Talese; las tendencias neoperiodísticas europeas y latinoamericanas, con Ryszard Kapuscinski, Oriana Fallaci, Günter Wallraff, Francisco Umbral o Gabriel García Márquez en cabeza; o las más recientes corrientes periodístico-literarias que han recogido su testigo, entre cuyos cultores cabe destacar al estadounidense John Lee Anderson, al francés Emmanuel Carrère o a la argentina Leila Guerriero —sin olvidar el new new journalism bautizado, con más oportunismo que fundamento, por Robert Boynton.4
Hoy en día se constata, no obstante, que las relaciones promiscuas entre literatura y periodismo a las que acabo de aludir no se dan solo entre esos ámbitos, sino también entre otros afectados por la misma o semejante tendencia. Pienso en la literatura documental y en la prosa factográfica de John Berger, Miguel Barnet, Bruno Bettelheim, Javier Cercas o Peter Weiss. O bien en las narrativas cinematográfica y televisiva, que con tanta frecuencia coquetean con la mezcolanza de géneros y estilemas en modalidades híbridas como el docudrama, el infoentretenimiento, los espectáculos de realidad o las ficciones «basadas en hechos reales». O en algunas de las nuevas y no tan nuevas corrientes del cómic y de la novela gráfica, cuyos autores —Joe Sacco, Carlos Giménez, Marjane Satrapi, Alison Bechdel, Chester Brown— pretenden reportar hechos o documentar realidades. O también, en fin, en la creciente presencia de la «narrativa transmedia», proclive a difuminar las hasta hace poco rígidas barreras entre los distintos soportes y medios.
Tal como explicaré a su debido tiempo, pensadores y estudiosos tan relevantes como Arnold Hauser, Jürgen Habermas, Hans-Magnus Enzensberger o George Steiner, entre otros, constataron hace décadas que esta «hambre de realidad» constituye uno de los rasgos más destacados de la modernidad tardía, fuente de la que surgen, ante todo, las muy diversas modalidades de mimesis verbal y audiovisual que oscilan entre el afán de documentación rigurosa y una suerte de invención disciplinada y responsable, puesta al servicio de la comprensión de «los hechos». Coincidiendo con el arranque de la posmodernidad, Steiner llamó posficción a esta vasta corriente distinguida por la hibridación estética, de géneros y estilos, y también por la ambigüedad epistémica, ya que tienden a desdibujarse las nítidas fronteras entre lo ficticio y lo facticio —a menudo menos reales que presuntas, por más que la opinión común se empeñe en lo contrario.5
Es preciso agregar, con todo, que nuestra época no solo se ha distinguido por esa mixtura que el neologismo posficción trata de resumir, sino también por el auge de la conciencia teórica acerca de ella —y acerca, así mismo, de las confusas zonas fronterizas en las que siempre, y no solo en nuestra época, se han solapado las dicciones facticia y ficticia, sea de forma explícita o solapada. Esta nueva conciencia conforma, a mi entender, una dimensión esencial del asunto que tratamos, ya que buena parte del más perspicaz pensamiento contemporáneo —de la mano de la filosofía del lenguaje, de la semiótica, de la hermenéutica o de la nueva retórica, entre otras perspectivas y disciplinas— permite reparar en que todos los géneros del discurso, sean cuales sean sus objetivos epistémicos, están sin excepción afectados por al menos tres mediaciones decisivas: en primer lugar, su común condición lingüística; en segundo lugar, su común condición retórica; y en tercer lugar, su común condición narrativa, que aunque no es tan universal afecta a muchos de ellos. A todas aludiré con mayor detalle a partir de ahora.
Antes diré, sin embargo, que la extensión de esta conciencia teórica no es en absoluto ajena a las hibridaciones entre ficción y facción mentadas. En el campo del documental audiovisual, por ejemplo, Andrew Jarecki ofrece en Capturing the Friedmans una doble indagación: de entrada, en la ambigua y casi insondable trastienda psíquica y moral de la familia Friedman y de su paterfamilias, un profesor de informática condenado a prisión por haber abusado alevosamente de sus alumnos; y, más allá de ella, una lúcida reflexión acerca de las imprecisiones, incertidumbres y vacíos que toda narración conlleva, a medida que el monto de lo verificable se revela insuficiente para alcanzar lo verdadero —y a medida que el espectador comprende que, en realidad, lo más común resulta conformarse con la simple verosimilitud, dado que la anhelada verdad tiende a alejarse cuanto más la buscamos. Esta es también la cuestión de fondo que, mutatis mutandis, suscita el memorable documental de Claude Lantzmann Shoah,
A esta misma estirpe de narraciones pertenecen, pongamos por caso, novelas de ficción como La verdadera vida de Sebastian Knight, de Vladimir Nabokov, en la que la búsqueda del protagonista homónimo va alejándose cuanto más se encona, como en un juego de cajas chinas carente de fin ni fondo. O ese género tan significativamente posmoderno denominado autoficción, cuyos autores —Philip Roth o Javier Marías, John Coetzee o Enrique Vila-Matas, Paul Auster o W. G. Sebald— urden pesquisas novelísticas acerca de su propia experiencia efectiva que son, además, inventivas creaciones acerca de la experiencia posible de todos. O clásicos imperecederos como Tristram Shandy y Don Quijote de la Mancha, tan geniales también a este respecto, ni que decir tiene.
Aunque los orígenes de semejante indagación metanarrativa cabe buscarlos mucho antes de nuestro tiempo —ahí está la soberbia meditación que Agustín de Hipona vierte en Las confesiones, por remontarnos al siglo iv—, no cabe duda de que la última centuria ha alentado su proliferación. Recuérdese al Luigi Pirandello de Uno, ninguno y cien mil; o al Miguel de Unamuno de Niebla; o al Fernando Pessoa literalmente dividido en un puñado de heterónimos, en mayor grado aun que el Antonio Machado de «Abel Martín» y «Juan de Mairena»; o a esa estirpe de películas que abordan la vidriosa confusión entre lo creíble y lo cierto, sean Ciudadano Kane, de Orson Welles, Rashomon, de Akira Kurosawa, Vértigo, de Alfred Hitchcock, Persona, de Ingmar Bergman, o La caza, de Thomas Vittenberg.
Ni siquiera las ciencias sociales han escapado a esa general tendencia a documentar sus casos de estudio con loable mezcla de rigor científico y de sensibilidad humanista —y a cuestionar, por ende, la pandemia cuantificadora y positivista que hoy las aflige. Cultivados minoritaria aunque fecundamente por la sociología, la antropología, la psicología o la historiografía, los llamados «métodos cualitativos» recurren a la observación atenta y muchas veces participante, a la entrevista en profundidad y al cultivo del relato oral y escrito para tejer sus evocadoras historias de vida, capaces de aunar investigación metódica, sensibilidad e imaginación con tal de comprender la calidad de la experiencia —y no solo la cantidad— de los casos y sujetos que estudian. Ahí están, para