La palabra facticia. Albert Chillón
Читать онлайн книгу.III. La tercera de las mediaciones que la conciencia lingüística ha contribuido a esclarecer es de carácter narrativo, dado que todos los actos de habla con los que referimos historias —vivencias personales o colectivas— deben representar las dimensiones temporales, espaciales y causales de la experiencia, y conllevan una u otra forma de puesta en relato. De acuerdo con la iluminadora disquisición que Paul Ricoeur propone al respecto en su ya clásico Tiempo y relato, la «narratividad» constituye el cañamazo esencial, con frecuencia inadvertido, de cualesquiera modos de discurso dedicados a representar el curso del vivir, sean intencionalmente verídicos o fabulados; sean narrativos de modo explícito —como la epopeya, el cuento o la novela— o bien de modo más o menos velado, como la explicación periodística, la argumentación persuasiva o el discurso historiográfico.
A semejanza de un tejido compuesto por una trama visible y por una urdimbre oculta, es el entramado textual (mythos) el que hace posible la «concordancia de lo discordante»: en primer lugar, la identificación de algunos sucesos o vivencias entre los muchos que un lapso de vida incluye; y después, sobre todo, su asociación entre sí de acuerdo con esos esquemas configuradores que facilitan los distintos tipos de tramas. No es que la narración, como suele creerse, se halle confinada al ámbito de la ficción, la invención o el entretenimiento. Lo que ocurre, en realidad, es que constituye el sustrato visible o invisible de las formas de discurso aparentemente «objetivas» y «reproductivas», necesariamente condicionadas por los límites y posibilidades que la narratividad impone. Piénsese en los siguientes géneros y en algunos ejemplos señeros, espigados en cada uno de ellos: la historiografía (El Mediterráneo en la época de Felipe II, de Fernand Braudel) o la crónica histórica (México insurgente, de John Reed), la «literatura del yo» (El quadern gris, de Josep Pla) o el documental (Los espigadores y la espigadora, de Agnès Varda), el memorialismo (Los pasos contados, de Corpus Barga) o el periodismo de carácter argumentativo o explicativo (Imperio, de Ryszard Kapuscinski, o La mujer del prójimo, de Gay Talese).
Tan ubicua es la narración, transversal a muy diversos géneros del discurso, que no resulta preciso ni apropiado hablar de «periodismo narrativo» para referir lo que la locución «periodismo literario» designa con mayor rigor y justeza, como aclaré en el prefacio. Buena parte del periodismo es narrativo, aunque no lo sea el entero espectro de sus posibilidades, sean descriptivas, expositivas, argumentativas o conversacionales; solo merece el apelativo de «literario» aquel distinguido por su entronque con la plural tradición que integra el arte de la palabra, y por su denuedo innovador y creativo.
Una vez apuntadas estas ideas preliminares, es necesario cimentar la propuesta comparatista que presento. Antes de empezar a explorar las promiscuas relaciones entre el campo literario y el periodístico, pues, me detendré a exponer con el debido detalle los pilares del giro lingüístico, así como sus hondas implicaciones para el estudio de la literatura, del periodismo y de la comunicación mediática en su integridad, cultura transmedia incluida. Acaso algún lector poco interesado en la disquisición teórica prefiera «entrar en materia» y ahorrársela. Quiero recordar, empero, que la cabal comprensión del triángulo de relaciones que dibuja el mismo subtítulo de este libro requerirá la previa asimilación de los corolarios que la conciencia lingüística comporta. Y, así mismo, que el grueso de la docencia —y de la investigación— sobre periodismo y comunicación tiende a ignorar esta trascendente herencia, por más que con cierta frecuencia se proclame —con aspavientos más hueros que efectivos— poco afecto a la noción de objetividad, por citar la más común de las imposturas que tanto los media como las facultades del ramo esparcen.
Así ocurre por ejemplo, a título de caso decisivo para mi propósito, con el esfuerzo de aclaración de dos de los neologismos que esta obra acuñó en su versión de 1999, facción y facticio, y de los vínculos que mantienen con las nociones de ficción y ficticio, de curso aceptado y corriente. De todo punto indispensable, a mi entender, la siguiente inquisición teórica preparará el terreno para explorar los distintos modos de dicción con relativo detalle, desde la más libérrima ficción hasta la facción más disciplinada. Tal reformulación de la dicotomía ortodoxa entre ficción y no ficción nos permitirá, entre otras cosas, explorar distintas expresiones de la ficción y de la facción contemporáneas. Y constatar, además, hasta qué punto tenía razón Steiner cuando en Lenguaje y silencio observó que la «posficción», hibridación al mismo tiempo estética y epistémica de ambos campos, constituye una de las notas más señaladas de la cultura posmoderna, al menos desde los años sesenta hasta el tiempo en que escribo.
1.Me remito a mi artículo, coescrito con Lluís Duch, La agonía de la posmodernidad, publicado por el diario El País el 25 de febrero de 2012 (http://elpais.com/elpais/2012/02/07/opinion/1328616099_621222.html).
2.Acerca del neologismo transmedia, crecientemente empleado para designar los cambios descritos, véase el libro de Carlos Scolari Narrativas transmedia (Bilbao: Deusto, 2013). También, a modo de introducción, la explicación oral de Michel Reilhac, uno de los principales expertos en la materia (http://www.youtube.com/watch?v=S9O-vfQL8W0).
3.Este capítulo está basado en la conferencia que el 18 de marzo de 2013 pronuncié en la Universidad de Stanford: «Between Fiction and Faction: The promiscuous Relations between Literature and Journalism in the Postmodern Era». Conferencia inaugural de las Journalism and Literature Series, organizada por la Stanford Division of Literature, Cultures, and Languages.
4.Robert Boynton, The New New Journalism (Nueva York: Vintage Books, 2005).
5.Amén de las obras del citado Steiner, resulta esclarecedor el libro de Omar Clabrese La era neobarroca (Madrid: Cátedra, 1989).
6.Véase, al respecto, la investigación de Berta Capdevila González «Retórica de la narración periodística: una investigación acerca del sentido narrativo y sus claves persuasivas en el periodismo escrito» (Barcelona: UPF, 2013), dirigida por el profesor Fernando Pérez-Borbujo.
Capítulo 2
La toma de consciencia lingüística
Desde hace casi doscientos años, la llamada «toma de consciencia lingüística» o «giro lingüístico» ha discurrido como una suerte de tradición relegada, eclipsada por la gran tradición formalista-estructuralista que principia con Ferdinand de Saussure y los formalistas rusos y checos, y desemboca en buena parte de los lingüistas de nuestros días. Se trata, como se verá, de un tema complejo y decisivo —de hecho, para muchos, el más importante de la filosofía1—, que no es posible abordar en su integridad aquí. Sí que podemos, no obstante, exponer los términos básicos de la discusión, imprescindible para nuestros propósitos.
Si la tradición dominante concibe el lenguaje como un instrumento —ciertamente complejo, pero herramienta y vehículo al cabo— que permite expresar el pensamiento previa y autónomamente formado en la mente, la tradición relegada considera que pensamiento y lenguaje, conocimiento y expresión son esencialmente una y la misma cosa. Tal intuición fundamental la formuló por vez primera el filósofo Wilhem von Humboldt en 1805, en sus cartas a Wolf. En su obra Lenguaje y realidad, Wilbur Marshall Urban alude así al descubrimiento de Humboldt:
Como para Locke, también para Humboldt el lenguaje y el conocimiento son inseparables. Pero lo importante para él está en que el lenguaje no sólo es el medio por el cual la verdad (algo conocido ya sin el instrumento del lenguaje) se expresa más o menos adecuadamente,