La palabra facticia. Albert Chillón

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La palabra facticia - Albert Chillón


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      Así pues, si no existe una Realidad objetiva cognoscible verdaderamente, ¿debemos entonces caer en un desesperado nihilismo? En absoluto: no existe una realidad —ni una verdad—, aunque sí múltiples realidades particulares, múltiples experiencias, de cuya puesta en común surge ese género de acuerdos que denominamos «verdades». Y cada experiencia particular está hecha en gran parte de palabras —esta es la gran lección de los poetas del verso y de la prosa—, vivida sobre todo con y en palabras; ellas hacen inteligibles las imágenes recordadas o imaginadas, las sensaciones y los instintos, el hervidero confuso y gaseoso que conforma la vida mental no lingüística. De acuerdo con la célebre «hipótesis Sapir-Whorf»:

      La experiencia, más allá de la simple pero imprescindible percepción sensorial, es sobre todo —aunque no solo— experiencia lingüística. No existe interrupción drástica entre subjetividad y objetividad, esto es, entre el aquí adentro subjetivo de cada uno y el ahí afuera intersubjetivo de todos, precisamente porque existen tantas realidades como experiencias individuales, y porque la vida mental de todos habita dentro de ese medio a la vez íntimo y social que es el lenguaje. Así, de acuerdo con Cassirer,

      La comunicación es, vista así, el acto de poner en común las experiencias particulares mediante enunciados, con el fin de establecer acuerdos intersubjetivos sobre el «mundo compartido», el conjunto de mapas que conforman la cartografía que por convención cultural llamamos «realidad». Y la cultura, la paulatina decantación de esos enunciados lingüísticos e icónicos, que en la medida en que son colectivamente asumidos van formando un humus: sedimento común para uso consciente e inconsciente de todos. Tal sedimento configura la tradición cultural que empapa a los individuos de modo inevitable, lo sepan o no, lo quieran o no.12

      De la consciencia lingüística se desprende una distinción —imprescindible pero harto infrecuente— entre los conceptos de significado y sentido, que a mi entender tiene importantes consecuencias para el estudio semántico de los productos mediáticos. Pero antes procede una aclaración.

      Al concebir, desde Saussure, el signo como rigurosamente arbitrario, se postula la existencia de un significante uncido a un significado canónico y fijo, independiente de las circunstancias y el contexto de la comunicación. Semejante concepción estática del signo es plenamente congruente con la lingüística saussuriana, para la que la langue abstracta y normativa es el verdadero objeto de la lingüística científica, no así la parole concreta, siempre inabarcable en su diversidad de manifestaciones, siempre fluida y cambiante, incesantemente renovada por los hablantes en sus innúmeros intercambios lingüísticos.

      Y aquí es menester afirmar con énfasis que el hiato que separa el significado canónico de un signo del sentido de un enunciado concreto constituye un territorio semántico de extrema complejidad e importancia, justamente el espacio de la comunicación humana efectiva. Un dinamismo semántico donde confluyen y entran en diálogo las intenciones y expectativas de los agentes comunicativos —ya no puede hablarse de papeles fijos de emisor y receptor, sino de turnos de habla—, las convenciones semióticas y, en último pero no menos importante lugar, el contexto y la circunstancia concretos en que cada enunciado se produce cooperativamente.


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