La palabra facticia. Albert Chillón

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La palabra facticia - Albert Chillón


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«dicción» y «ficción», por otro, habida cuenta de que esta forma parte íntima de aquella, en cuanto humana y no meramente matérica. La segunda, que existen buenas razones para diferenciar «ficción» y «facción», y para desterrar la tosca locución «no ficción», por manida que sea. Y la tercera, que sobran los motivos para disentir de la doxa cientifista y positivista, predominante en Occidente, que tiende a confundir la verdad con la simple verificabilidad, es decir, la comprensión del sentido con la obtención y procesamiento de datos rudos.

      Como es sabido, todas las narrativas facticias persiguen referir sucesos y situaciones realmente acontecidos. El reportaje, la biografía, la historiografía, el memorialismo o el documental audiovisual buscan dar cuenta de ellos tal cual fueron, como predicaba Aristóteles que era propio de la historia. Hay que agregar en seguida, sin embargo, que la veracidad es apenas una cualidad intencional, una loable pretensión que actúa como requisito imprescindible del ethos de la comunicación leal, por más que sea incomprobable las más de las veces. En el mejor de los casos, quien narra y quien le lee o escucha desean captar «los hechos» sin distorsión; y ello a pesar de que esa actitud no garantiza, en modo alguno, que lo relatado se atenga a lo sucedido. No resulta prudente, así pues, tomar al pie de la letra los disparates de quien delira —y eso que se comporta de manera harto veraz y sincera, sin duda—, como Sancho Panza sabía cuando don Quijote confundía con realidades sus fantasías.

      Además de veraces, por consiguiente, los relatos facticios deben ser verificables: tienen que representar sucesos partiendo de lo que en ellos es posible observar y comprobar. Sea persuasiva o narrativa, una enunciación puede considerarse verificable si se basa en pruebas susceptibles de ser empíricamente contrastables o lógicamente inferibles, cuando no en indiscutibles evidencias. Y precisamente por ello, a pesar de lo que el sentido común da por sentado, semejante cualidad suele ser un desideratum, más que un objetivo factible. En la literatura testimonial o el periodismo informativo, en el documental cinematográfico o la historia oral hallamos incontables relatos prestigiosos que, por más que resulten verosímiles y veraces, solo cabe verificar a medias o en escasa medida. Piénsese, a título de ilustración, en reportajes justamente aclamados como Honrarás a tu padre, de Gay Talese, Che Guevara: una vida revolucionaria, de John Lee Anderson, o El periodista indeseable, de Günter Wallraff; o bien en documentales de patente mérito y rigor, como La batalla de Chile, de Patricio Guzmán, El desencanto, de Jaime Chávarri, o Grizzly Man, de Werner Herzog. ¿Hasta qué punto son verificables decisivos detalles relativos a la cotidianidad del mafioso Bill Bonanno, o a la del Che, o a la del inmigrante turco interpretado por Wallraff, o a los últimos minutos de Salvador Allende, o a la enajenación de los Panero, o al hombre de los osos evocado por Herzog? ¿Puede el más riguroso, el más honrado y minucioso de los periodistas, documentalistas o historiadores reportar con fidelidad todas las vicisitudes y matices que necesita contar para dar sentido a su historia? Y el receptor —sea lector, interlocutor o espectador— ¿asume con responsabilidad que una porción relevante de lo que necesita dar por descontado no puede serlo en modo alguno, de hecho? Son preguntas deliberadamente retóricas, ni que decir tiene.

      Esa verificabilidad incompleta no tiene por qué obedecer a motivaciones turbias, sino a que las evidencias y las pruebas apenas alcanzan a cubrir, en la mayoría de ocasiones, un fragmento de lo que debe saberse para conferir sentido a la historia. No se olvide que, además de las evidencias y las pruebas, lograrlo exige contar con múltiples indicios capaces de apoyar conjeturas plausibles —y de suturar, por medio de atribuciones de causalidad así mismo creíbles, los vacíos que el simple inventario de acciones deja. Una historia solo adquiere sentido si la identificación de las vivencias y acciones consideradas relevantes —vía evidencias, pruebas o indicios— es articulada mediante inferencias que las enlazan causalmente entre sí, hasta obtener esa co-relación de incidentes, al tiempo consecutiva y consecuente, que llamamos relato.

      A tenor de la atinada reflexión que Ortega y Gasset expone en La rebelión de las masas y en Historia como sistema —a la sombra de Wilhelm Dilthey—, el acontecer debe entenderse como una sucesión de instantes aislados, cada uno de los cuales patina sobre el anterior, por así decirlo. Tales instantes no se suceden de modo determinado y necesario, sino relativamente indeterminado y contingente, abiertos a muchas trayectorias posibles; y es solo el relato —la concordancia de esa discordancia, en lúcida expresión de Paul Ricoeur— el que permite establecer nexos causales aparentemente irrefutables allí donde en realidad reina la incierta posibilidad —o hasta la casualidad o el caos, en el caso más extremo. Recuérdese, al respecto, el desconcierto inicial con que casi todos presenciamos, en directo, los atentados del 11-S en Nueva York; el gradual atar cabos durante los minutos que mediaron entre el impacto del primer avión y el del segundo; y la posterior construcción de un relato mayoritariamente aceptado durante las horas, días y meses posteriores al atentado, cuando lo que estaba en disputa no eran, propiamente hablando, sus trágicos efectos, sino el sentido con el que sería comprendido en adelante.

      Sean científicas o periodísticas, jurídicas o historiográficas, testimoniales o documentales, las mejores expresiones de la facción carecen, en rigor, de esa capacidad de reproducir con objetividad lo sucedido que suele atribuírseles —con frívola o ingenua inconsciencia, las más de las veces—, dado que no pueden ser otra cosa que representaciones, nada más y nada menos: mimesis que vuelven a hacer virtualmente presente lo ya ocurrido en el pasado, mediante esa triple mediación —lingüística, retórica y narrativa— inherente a cualesquiera discursos de intención verídica.

      De lo antedicho se desprende una plausible tipología general de la dicción, según sean las maneras y grados en que la ficción la entrevere. Dos taxonomías derivan de las premisas de que partimos, alternativas a las ortodoxas: la primera —que en seguida esbozamos— ordena los enunciados de acuerdo con su estatuto gnoseológico, en una escala que va de la mayor referencialidad a la mayor fabulación posible; la segunda considera su estatuto estético, y distingue su índole ideacional (inventio), compositiva (dispositio) y estilística (elocutio). Es la primera, no obstante, la que ahora nos interesa.

      1. Dicción facticia o ficción tácita, propia de los enunciados de vocación veridicente en los que la ficción se da en su mínima e irrenunciable expresión, entrañada en la mera labor poiética que, a través de la metáfora y el símbolo, toda enunciación requiere. Quiere ello decir que la ficción tácita se da de suyo y sin más por efecto mismo del empalabramiento, dado que la actitud de los interlocutores se basa en un acuerdo explícito o implícito de veracidad, y no en afán inventivo alguno. La dicción facticia exige, así pues, un pacto de veridicción entre ellos, comprometidos en un intercambio fehaciente. Y puede dividirse, a su vez, en dos clases:

      1.1.Dicción facticia documental, caracterizada por su veracidad intencional y, al tiempo, por su relativamente


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