La palabra facticia. Albert Chillón

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La palabra facticia - Albert Chillón


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relieve sin cesar. No me refiero al kitsch en su acepción más falsa y frecuente hoy en día —entendido como sinónimo de quincalla o basura, casi siempre cursi y amanerada—, sino al genuino kitsch al que hace unas décadas consagraron reveladores ensayos autores como Abraham Moles, Gillo Dorfles o Umberto Eco, todos ellos influidos por el ensayo Avant-Garde and Kitsch, publicado en 1939 por Clement Greenberg:7 un pseudoarte, de rutilante presencia y a menudo impecable factura, que imita las conquistas del arte verdadero —revelador en el aspecto cognoscitivo e innovador en el formal, no necesariamente complicado ni abstruso, aunque sí, siempre, complejo— pese a que solo dé gato por liebre, de hecho. Mientras que el genuino arte revela o ilumina, el kitsch confirma tópicos y prejuicios; mientras que aquel renueva o innova, este repite hasta la extenuación, degradando la forma en fórmula, y el estilo en estilema; mientras que el arte afronta de manera compleja la complejidad del mundo, el kitsch la simplifica sin rebozo. Una porción relevante, y creciente, de la producción cultural contemporánea es propiamente kitsch, y no simple cultura media o baja, como suele pensarse. Muchas obras de nivel bajo —la saga Torrente, de Santiago Segura, pongamos— o medio —la a su modo excelente Memorias de África, de Sidney Pollack— evitan el kitsch porque no caen en la impostura, ni lo pretenden siquiera. Pero el kitsch es ampuloso, pretencioso y mucho más huero de lo que finge, y resulta condenable porque defrauda. Ahí están, para mostrarlo, las últimas películas del antaño talentoso Terrence Malick (The Tree of Life, To the Wonder); la meliflua impostura de Andrea Bocelli o del antaño diz que genio Mike Oldfield; la filosofía de baratillo de Jorge Bucay o Paulo Coelho; o ese género de novelas en las que siempre hay catacumbas por recorrer, y misterios escondidos en laberínticas librerías, y rachas de viento que sugieren la cifra secreta del mundo.

      3. El sistema educativo, mayoritariamente integrado por un estamento en general ufano, timorato y conservador —hay excepciones honorables, por fortuna—, que se representa a sí mismo como el abnegado guardián de una tradición sagrada que es preciso reverenciar y perpetuar a cualquier precio, aunque este sea el muy absurdo de ahuyentar de la literatura a los lectores adultos de pasado mañana —por ejemplo, imponiendo la lectura de las ediciones críticas del Cantar de mío Cid o de Curial e Güelfa a estudiantes de doce o catorce años que preferirían leer La isla del tesoro o La vuelta al mundo en ochenta días, y que se encuentran literalmente sumergidos, para bien y para mal, en un sensorium digital muy distinto.

      Aunque gran parte de los textos generados por los media responden a los rasgos que la academia y la doxa les atribuyen —fungibilidad, evanescencia,


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