Leer antes. Márgara Noemí Averbach

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Leer antes - Márgara Noemí Averbach


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el continente americano y llegaron a Europa y a Latinoamérica. Hoy, cuando ya se terminó el siglo XX, Faulkner y Hemingway siguen caminando por el mundo: aparecen constantemente en la ficción latinoamericana y europea. Han crecido y se han multiplicado por miles. Los lectores del siglo XXI siguen visitando los cuartuchos aterrorizados y las guerras feroces de Hemingway, y también los personajes silenciosos, las familias decadentes y las largas oraciones milagrosas de Faulkner tanto en sus propias páginas como en las de otros escritores que los homenajearon y los siguieron.

      En el otro extremo del período y dentro de la misma lista, después de 1989 (el año que, con la caída del Muro de Berlín, marca el final del siglo según muchos historiadores), está el abanico variadísimo y espectacular de lo que se llama, generalmente “posmodernismo” por un lado y de los autores que lo rechazan por otro. En ese mar de propuestas y creatividad, subsisten la reformulación del western —en autores como McCormack—; la experimentación —en Thomas Pynchon o Steven Millhauser—; la fascinación con la narración en sí misma —en John Irving—; el Sur resucitado —Coraghessan Boyle—. Frente a ese panorama, hay también una visión anti-western, claramente diferenciada y rebelde, en el trabajo novelístico de las mujeres WASP como Joyce Carol Oates, Jane Smiley, Anne Tyler, E. Annie Proulx y muchas otras, cada una a su manera. En muchas de ellas aparecen también las sombras ineludibles de Faulkner y Hemingway.

      Generalizar es imposible pero hay ciertos rasgos más frecuentes que otros. Uno de ellos, tal vez el más común, es la “fragmentación” en todos los niveles. Para muchos de estos autores, el universo extra literario es, de por sí, fragmentario y por lo tanto, la mejor forma de escribir sobre él es a través de la glorificación y defensa del fragmento. Se trata de libros esencialmente heterogéneos en todo sentido: desde la textura misma, que puede llegar a ser una mezcla de poesía, prosa, informes, cronologías, cuadros, dibujos y fotografías, hasta el punto de vista, pasando por la perspectiva, la narración y el manejo del tiempo. Detrás de estos recursos y enfoques, hay distintas ideologías, intenciones e ideas sobre la literatura. En ese sentido, el panorama es amplio: están aquellos que creen que la literatura no se relaciona con el mundo extraliterario, que la narración es solamente ella misma, sola en un universo propio (Pynchon, por lo menos en algunos de sus libros) hasta la de aquellos que consideran a la literatura una herramienta capaz de conseguir ciertos cambios en el mundo o de decir cosas sobre la realidad más allá de la literatura misma (por ejemplo, Norman Rush).

      Este resumen cortísimo lo deja bien claro: el sector (tradicional) de la novela estadounidense, el canónico, es interminable. Y sin embargo, representa apenas uno de los muchos caminos de este jardín infinitamente bifurcado, a pesar de que algunos críticos muy famosos (Harold Bloom, por dar un nombre conocido) siguen insistiendo en que es el único sendero valioso, el único digno de estudiarse.

       En el margen: la novela de “minorías”

      Para muchos otros, en cambio, desde la década de 1960 en adelante, la definición “canónica” de lo nacional (representada por la lista de los mejores novelistas WASPs) no es ni la única posible ni la mejor. Las otras —que compiten con ella por espacio en las editoriales, congresos y universidades— tienen por lo menos la misma fuerza, el mismo afán experimentalista (aunque con otras intenciones) y la misma inventiva (aunque no el mismo apoyo, o por lo menos no todavía, no en todos los campos).

      Según estas otras definiciones —reunidas, muchas veces, bajo la etiqueta de “multiculturalismo”—, los Estados Unidos son un país plural, tan heterogéneo como el mundo globalizado que se empeñan en convertir en “uno” con la exportación de la Coca-Cola y los McDonald’s. Ese país no produce “una” cultura porque no la tiene: se trata de un país con historias contrapuestas que, en su mayoría, el mito principal ni siquiera considera porque cree que las ha destruido o porque las considera intrascendentes.

      Por ejemplo: ¿cómo pueden sentirse representados por el mito del western y sus muchas derivaciones los novelistas de antepasados aborígenes? ¿Y los negros, que fueron cowboys y pistoleros, y están totalmente ausentes de esa narración? ¿Y las mujeres, que viajaron en caravanas, empuñaron armas y se hicieron cargo de familias en medio de la nada y que, en el relato del western tradicional, son sólo premios, brujas poco comprensivas o damas en peligro? ¿Y los hombres y mujeres venidos de Asia, que trabajaron como esclavos en la construcción del ferrocarril que cruzó el continente en tiempos del presidente Grant? ¿Y los mejicanos que, como ellos dicen, no cruzaron la frontera hacia el Norte sino que la frontera los cruzó a ellos hacia el Sur cuando los Estados Unidos se quedaron con medio México?

      Así, un escritor de ascendencia aborigen, negra, asiática, latinoamericana, mejicana no escribe de la misma forma que John Updike, John Irving o William Faulkner. Al contrario, las ideas (variadísimas y amplias) de gran parte de estos autores podrían resumirse con la cita del comienzo de Malcolm X, la película de Spike Lee: nosotros no somos estadounidenses, dice allí el líder negro, no si se define “estadounidense” como se lo ha definido hasta el día de hoy. Como todas las historias, la de los Estados Unidos es otra si se la mira desde otra perspectiva: las novelas de estos autores (novelas de “minorías”, “étnicas”, de “género”, como se las llama a nivel académico) cuentan otra historia y la cuentan en otro idioma.

      ¿Otro idioma? Para empezar por ciertas definiciones extremas, que son las que más asustan a los ortodoxos como Bloom, algunas de estas obras ni siquiera están en inglés. Un ejemplo fascinante, que obliga a replantear no sólo la idea de nación sino también la de traducción, es el de Borderlands/ La frontera, de Gloria Anzaldúa, escritora chicana. Es una obra (¿novela? ¿ensayo? ¿autobiografía?) escrita en dos idiomas, —cincuenta por ciento en inglés y cincuenta por ciento en castellano—, sin traducción. El libro exige un público bilingüe, es decir, dentro del mapa cultural estadounidense, un público casi específicamente chicano o “latino”. Desde el título, se trata de una novela mestiza en la que todo es doble o más que doble: el género literario, el/la narradora, el idioma, la definición de país, la identidad.

      Lo mestizo asusta a los que defienden la definición tradicional de lo estadounidense, una definición cuyo único centro es la identidad WASP, concebida como única y homogénea (fuera del campo literario, pero no del cultural, esto se relaciona con el deseo de impedir el bilingüismo en las escuelas que siempre surge en estados fronterizos, como California). Pero lo mestizo es el rasgo esencial de los autores de “minorías”, que aún cuando escriben en inglés, lo modifican profundamente porque lo están usando para expresar puntos de vista, espacios, conceptos e ideas que no son WASPs, que en gran parte, no son siquiera descendientes de la cosmovisión europea. “Reinventan el idioma del enemigo”, como dicen en el título de una antología las autoras amerindias Joy Harjo y Gloria Bird, y al hacerlo también reinventan géneros como la novela.

      De vez en cuando, el “canon” reconoce a estos novelistas y los premia. Ahí está, para probarlo, Toni Morrison, la escritora negra que ganó el Premio Nóbel en la década de 1990. Morrison crea un mundo de una intensidad bella, dolorosa, intolerable con un idioma capaz de transformarse en música negra, en baile y en dolor, un idioma que en libros como Jazz, hace pensar en otros escritores (latinoamericanos estos) que hicieron música con su literatura, Alejo Carpentier, por ejemplo. Morrison es una de las continuadoras de Faulkner pero su homenaje se hace desde la otra orilla del mundo del Sur con una literatura que usa los mismos recursos fragmentarios que los escritores WASPs pero desde una concepción de la vida que reniega de la visión fragmentaria de la realidad, plantea problemáticas sociales y se tiñe constantemente de protesta.

      El Premio Nóbel llevó a Toni Morrison al gran público y lo mismo hicieron el Premio Pulitzer, el cine y la televisión por otros autores de grupos no WASP, por ejemplo, Louise Erdrich y Nathaniel Scott Momaday, autores aborígenes que recibieron el Premio Pulitzer por sus novelas Filtro de amor y House Made of Dawn, respectivamente; la asiática Amy Tan que llegó a la pantalla con El club de la buena estrella, como hicieron los autores amerindios David Seals con Powwow Highway, Sherman Alexie con Smoke Signals y Greg Sarris con Grand Avenue. En todos esos autores, como la visión del mundo es no occidental, la forma de la novela y el inglés sufren enormes transformaciones. Hay fragmentarismo sí, pero de un tipo


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