Los rostros del islam. Pablo Cañete Blanco
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1.3. Derechos humanos e islam
Para el islam, el espíritu universalista de la humanidad tiene su base y raíz en la unidad divina: Dios, autor de la humanidad, es uno; en consecuencia, también la humanidad es, o mejor, debe ser una. La comunidad creada por Muhammad en Medina (Umma) no se basa en la sangre, la raza, la lengua, la historia o la cultura, sino en la fe. Los derechos humanos se derivan de la ley divina (Tamayo, 2009: 201).
A menudo se suele criticar desde los medios de comunicación y los debates occidentales la postura de los países islámicos hacia los derechos humanos ( DD. HH.). «En no escasos comentaristas del mundo occidental hay una tendencia a identificar todo lo que huela a islam con algo retrógrado y violento», decía Inocencio Arias (2003). Se pone el caso de la mujer (De Andres, 2013b), de los tratados internacionales (Chaya, 2011) o simplemente se seleccionan noticias que exageren la peor cara de los musulmanes (EP, 2013; EP, 2013b).
Resulta difícil establecer un diálogo respecto a la cuestión de los DD. HH. en el islam cuando Occidente se apropia de una legitimidad moral superior que ha de imponerse.10 Para un observador que intente ser objetivo resultará difícil entender cómo EE. UU., faro de la democracia y (¿ex?) gendarme global que vela por el cumplimiento de los derechos humanos, pudo asesinar centenares de civiles en Afganistán e Iraq como respuesta al atentado no-nacional del 11-S. O puede que sea fácil comprenderlo si se tiene en cuenta que la moral relativa a los DD. HH. desde Occidente se exhibe tan solo cuando genera réditos económicos.
Las lapidaciones y los ultrajes cometidos contra las mujeres aparecen frecuentemente en los telediarios, pero no así las violaciones de DD. HH. que las tropas estadounidenses realizaron en Abu Ghraib11 o que continúan perpetrándose aun involuntariamente, cuando se decidió usar munición radioactiva en Iraq (Ross, 2007). Estas últimas noticias pasan bastante más desapercibidas. Parece como si desde Occidente se pretendiera extender desde las élites en el poder un miedo acérrimo hacia todo aquello relacionado con el islam, icono de antagonista de los DD. HH. A Magdi Allan, columnista de Il Corriere della Sera le escribió un lector:
Querido Magdi: te escribo porque estoy preocupado. Desde hace tres años, desde aquel maldito día soleado del 11 de septiembre, no hay semana que no vea, oiga o lea noticias de atentados, de mullahs o de jeques que incitan al jihad, de operaciones antiterroristas, etc.; y cada día que pasa aumentan mis temores (Magdi, 2008: 96).
Resulta necesario, pues, explicar que el islam no tiene por qué ser una religión contraria a los DD. HH. y resaltar una cuestión tan importante como que ninguna religión está exenta de ciertos aspectos contrarios a los DD. HH.12 Es más, hay cada vez más movimientos que muestran un proceso de transición –propio y diferente del occidental–que apunta a valores democráticos y de respeto a la mujer: «El islam necesita renovación, como todas las religiones. Pero el camino a seguir no tiene por qué ser el de la modernidad o posmodernidad occidentales o el seguimiento mimético de otras tradiciones religiosas» (Tamayo, 2009: 285).
Surgen cada vez más movimientos dentro del islam que apuntan nuevas maneras de entender la religión de Mahoma. Las orientaciones van, como hemos podido ver, desde un giro fundamentalista al laicismo, pasando por toda una escala de grises en los que islam y Estado interactúan de maneras diversas.
El islam puede adaptarse, de hecho, a un Estado laico o aconfesional. Igualmente, una sociedad musulmana puede ser secular y restringir la cuestión religiosa a la vida privada de forma que la fe no se convierta en un elemento necesario para la cohesión social.
La introducción de estos movimientos es lenta y avanza con las trampas que ponen occidentales y orientales (Amin, 2011). Los fundamentalistas islámicos tratan de obstaculizar el proceso mostrando, precisamente, que de ninguna manera el islam es compatible con valores como la democracia (The Economist, 2011) o el laicismo (Magdi, 2008: 20-21). Otros no lo creen así y consideran que estos valores son posibles (aunque lograr su implantación puede ser complicado):
La relación entre democratización y la resurgencia islá-mica es compleja y es un elemento muy importante en términos de dinámicas políticas en el mundo islámico contemporáneo. En términos más generales, esos dos procesos entrañan empoderamiento popular y afirmación de la identidad comunal. La definición y articulación de esas aspiraciones en su especificidad muestra la diversidad del mundo musulmán (Esposito, 1996: 25).
Con todo, ya hay autores que señalan estos movimientos y apuntan hacia proyectos democráticos como el de Turquía o, de otra manera, el de Irán (Zubaida, 2009: 79). Además, esta nueva manera de entender el islam deberá adaptar la modernidad y sus retos sin que suponga una ruptura en las tradiciones y los usos (Hunter, 2008).13 Dicho de otro modo, la modernidad inculcada por la fuerza no es duradera. Y ninguna institución fruto de ella será estable si no se articula con la historia y la tradición de los pueblos.
Las sociedades cambian. Lo hacen poco a poco, pero de ninguna manera podemos pensar que el islam, en plena efervescencia como está, permanecerá inmutable. El islam forma parte de una realidad global y está influenciado por el resto de los actores religiosos y culturales del entorno: «Yet “Muslim societies”–as concrete entities or in reality – are never monolithic as such, never religious by definition, nor are their cultures confined to mere religion» (Bayat, 2007: 8).
1.3.1. ¿Es el islam una religión misógina?
Así, las «sociedades musulmanas» –como entidades concretas o en realidad–nunca son monolíticas como nunca lo son religiosas por definición, ni sus culturas están confinadas a tan solo la cuestión religiosa (Esposito, 2006).
Y que Él creó las parejas, el macho y la hembra. De una gota de esperma eyaculada (Corán, 53: 45-46).
El papel de la mujer en el islam requería también una consideración especial por dos motivos que ya se han apuntado de manera más o menos explícita: la importancia de la mujer en todas las culturas como elemento social y la importancia que se da desde Occidente al tratamiento de la mujer en los países musulmanes.
Dicho esto, hay que afirmar que sí, determinadas formas de entender el islam (y en concreto las sociedades más fundamentalistas en las que ha tenido y tiene lugar) han supuesto tradicional e históricamente la degradación social de la mujer. No nos detendremos en compararlo con otras culturas y religiones si no es explícitamente necesario, dado que no se trata de zaherir esta religión o menoscabarla en virtud de ninguna otra sino de describir las tendencias y prácticas en las que se relaciona el estatus de la mujer y la religión de Mahoma.
Sí incidiremos en que en un primer momento la religión musulmana supuso un gran avance para los derechos de la mujer. La posibilidad de que esta heredara parte de la fortuna familiar o la posibilidad de solicitar el divorcio son, en su momento, rupturistas y revolucionarias. Además, varios pasajes de la sunna nos recuerdan la importancia de tratar adecuadamente a la mujer. El actual y aparente inmovilismo, lo retrógrado de muchas sociedades islámicas, no debe considerarse como perenne, sino, precisamente, como una evolución concreta que no responde a la «esencia misma de la religión musulmana».
Antes de nada, hay que tener en cuenta que el islam no surge aislado, sino rodeado de las otras dos «religiones del libro» (semíticas) en un contexto social diverso. Tenemos sociedades islámicas que han realizado prácticas terriblemente lesivas contra la mujer incluso antes de la llegada de esta religión. Prácticas como la ablación están más relacionadas con determinadas sociedades presislámicas que con el islam en sí mismo. No podemos generalizar –o al menos no deberíamos–cuando incluimos en el imaginario colectivo a los musulmanes y algunas de las prácticas vejatorias que sufren las mujeres en algunas de las sociedades islámicas.
Hay