Mis memorias. Manuel Castillo Quijada

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Mis memorias - Manuel Castillo Quijada


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la gloria de haber descubierto el microbio de aquella enfermedad, lo mismo que la vacuna en su contra, el célebre Dr. Ferrer, cuyo nombre cobró fama mundial, resonando en todos los centros médicos y conservado en la historia de la Medicina.27

      Entonces se contaban en Madrid, Barcelona y Valencia, principalmente, las defunciones diarias de centenares de personas, por cuya causa las familias de mis compañeros de internado reclamaron a sus hijos, pues, incluso la del director se había ausentado de Madrid, trasladándose al Escorial, donde el colegio en el que quedamos, yo solo de los alumnos, con don José Ríos, pareciendo aquello un cementerio, pues yo no quise interrumpir mi preparación de las asignaturas que me faltaban, para examinarme en septiembre y terminar mi bachillerato, como así ocurrió, felizmente. Aunque nuestro «terrible» cancerbero, don José, cayó atacado de la enfermedad en boga, y, en vano, quisieron ocultármelo, sin que me produjera la menor impresión, ni alterara mis horas de estudio, y eso que don José, enfermo, estaba pared por medio de mi dormitorio, lo mismo, por el otro lado, con la sala de estudio y tuvo la suerte de salvarse, como yo la de lograr hacerme bachiller y ponerme en condiciones de poder ingresar en la universidad, como Federico Larrañaga, haciendo el último ejercicio de reválida el día 25 de noviembre de aquel año, el mismo, también, en que falleció el rey Alfonso XII, porque, a consecuencia de la epidemia, no se celebraron los exámenes extraordinarios de septiembre hasta el mes de noviembre, terminada la cuarentena desde el último caso que hubo en toda la península.

      Al salir aquel día del Instituto del Cardenal Cisneros por la puerta que da salida a la calle de los Reyes, triunfante y loco de contento con mi nota en la mano del último ejercicio, creyéndome ya un hombrecito, y hasta un personaje distinto a los demás mortales, una multitud de «golfos» voceadores de periódicos, me refiero a los circunstanciales, atronaban la calle anunciando con todos los detalles el fallecimiento del rey, en el Pardo, hecho que se guardó con el mayor misterio y del que yo tenía conocimiento desde por la mañana, en que me confiase el «secreto» la mujer de un empleado en las Reales Caballerizas, natural de El Vellón, y de repente vi que uno de los voceadores de «los sucesos» se acercaba a mí, un tipo desarrapado, sucio y casi descalzo.

      –Hola, Manolo. ¿No te acuerdas de mí?

      –Pepe –le dije, sorprendido–. ¿No te he de recordar, después de tantos años, sin saber de ti? ¿Qué es de tu vida? ¿Dónde vives?

      –Pues ya ves, ganándomela como puedo. Mi papá murió hace ya mucho tiempo, llevándose la llave de la despensa… y desde entonces yo no sé, siquiera, dónde y cómo vivo.

      –Pues yo acabo en este momento de hacerme bachiller –le contesté muy impresionado, enseñándole mi última papeleta de examen, fresca aún la tinta de la calificación y de la firma del secretario del tribunal.

      Hubo un momento de cariñoso silencio, tal vez pensando, los dos, lo mismo, cuando el antiguo amigo mío y compañero del colegio, Pepe Viñerta, cortó el diálogo diciendo:

      –Adiós, Manolo. Que te vaya bien –me deseó alejándose, presuroso, voceando su mercancía, gritando «los sucesos».

      Y aquel fue su último adiós, porque ya no le volví a ver más; pero enseguida pensé que aquel inesperado encuentro dibujaba dos vidas muy distintas: una, la suya, oscura, agobiante y, tal vez, fatal, la de mi amigo de la infancia y compañero del colegio, del que se escapó dos veces para volver a sus correrías del barrio, de las que mi madre logró separarme, cuyo desenlace no podía ser más desastroso, el de un irredento «golfo» madrileño que, agobiado por las privaciones de toda clase, sin el calor ni el consejo de nadie, sin cobijo, ni apoyo de ninguna especie, se iba extinguiendo, poco a poco, para terminar su corta existencia en la cama de un hospital y tras las rejas de una cárcel; y la mía, que aún insegura, señalaba una senda seguramente, en aquel momento, indecisa y empedrada de dificultades y de sacrificios que yo estaba dispuesto a afrontar, aunque nunca pude imaginar las que me esperaban, pero que podrían abrirme paso a un porvenir sostenido y bien ganado, por mi constancia, y, desde luego, menos penoso y triste que el de mi amigo.

      Estas reflexiones me las quedé, impresionado, como digo, por el inesperado encuentro en que le vi, confundiéndose entre sus competidores de venta extraordinaria, y yo apretando mi papeleta de examen, releyendo la calificación de mi último examen del bachillerato, mientras veía alejarse al pobre Pepe, desdichado amigo mío, voceando su periódico.

      Porque mi bachillerato conseguido suponía un cambio de vida al trasladarme a la casa de don Federico, el director del colegio, y vivir, familiarmente, con los suyos y con Federico Larrañaga, que terminaba el segundo año de la facultad, redimiéndome de la vida del colegio, que había sufrido hasta entonces durante nueve años, relevándome de barrer y fregar suelos, subir el agua, ir a la Estación del Norte con otros compañeros para recibir y traer a cuestas los sacos de pan que hacía, en nuestro horno de El Escorial, el bueno de Gustavo Melzer, un muchachote alemán que era una verdadera enciclopedia, labrador, hortelano, herrero, carpintero, mecánico, albañil, etc., oficios que, diariamente, ejercía según se presentaba el caso, con una habilidad y una perfección y un esmero que a todos los muchachos que íbamos a pasar unos días en aquella finca nos impresionaban, lo mismo que su temperamento de trabajador incansable y que su envidiable carácter, siempre jovial. Era entonces y siempre lo fue, hasta su muerte, nuestro mejor amigo, logrando ser considerado una institución cuando fue trasladado a Madrid, con las mismas funciones, al nuevo Colegio del Porvenir,28 edificado en Cuatro Caminos, transformando todo el terreno baldío que ocupaba en un verdadero vergel, lo mismo que había hecho en la finca de El Escorial.

      Gustavo Melzer creó una familia, casándose con la cocinera de la casa del director, la buena Aurea, una muchacha de origen burgalés que a su competencia y atractivos unía un carácter siempre alegre y una honestidad por todos reconocida. Y aquel obrero ejemplar en el colegio murió, ya viejo, dejando huella imperecedera de su labor y de su honradez. Le dedico este recuerdo, inspirado por la justicia y la amistad.

       5 EN LA FACULTAD

      Como consecuencia del cólera se hubieron de retrasar los exámenes y la apertura del curso académico hasta diciembre y hube de matricularme en el primer año de Filosofía y Letras, con toda libertad para escoger mi carrera.

      Mis intenciones fueron las de matricularme en la Facultad de Ciencias Exactas, que eran mi fuerte y respecto a las cuales tenía una extraordinaria disposición, pero mi compañero Federico y el suyo, entonces, y aún fraternal amigo mío y viejo como yo, Pedro Mora, me convencieron para matricularme, con ellos, en Filosofía, por ser más fácil y, sobre todo, más corta, cosa muy de tener en cuenta, por la posible inestabilidad económica del colegio, siempre una incógnita, y me hice estudiante de la mencionada Facultad en la Universidad Central, ganando en categoría escolar y trabando amistades con los nuevos compañeros de estudios, todos de mejor situación económica que yo, pero que trabaron conmigo un compañerismo que jamás quise explotar y que solamente la muerte de la mayor parte de ellos ha ido extinguiendo, sin que el tiempo haya podido hacerle mella.

      Cuando, en el curso de la vida y a través de los años, nos hemos tropezado, nos tratamos con la misma camaradería y fraternidad y el mismo cariño que cuando discurríamos por los claustros de nuestra inolvidable universidad, en los que pasamos los días más felices de nuestra juventud, sobre todo yo, que no había salido de las ternuras propias de la infancia, desde la separación de mi madre.

       6 MI ESTUDIANTADO

      A los pocos días de la terminación de mi bachillerato y ante la premiosa inauguración del curso, el director, señor Fliedner, me reclamó a su casa, instalándome en la habitación que ya ocupaba Federico, cuyo mobiliario era extremadamente sencillo: dos camas, bastante deficientes, una mesita de trabajo, dos mesillas de noche, unas perchas y dos sillas. La habitación era espaciosa, con una gran ventana que daba a un patio interior.

      La nueva vida para mí se caracterizaba por el isocronismo y la exactitud de las horas en que nos reuníamos en el comedor. A las siete de la mañana, lo mismo en invierno que en verano, consumíamos


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