Mis memorias. Manuel Castillo Quijada
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Realmente, aquel fue un desengaño más de los ya muchos sufridos en el colegio, a los que estaba tan acostumbrado que no me produjo el menor efecto, convencido de que la protección que se me dispensaba, dándome la carrera, era, desgraciadamente, una especulación de la que yo era, a la vez, pretexto y víctima. Posteriormente, los hechos que se sucedieron, en crescendo, lo confirmaron. Era la señora, doña Juana Brown de Fliedner,35 esposa del director, escocesa de origen e hija de un famoso botánico por sus obras publicadas y por sus descubrimientos, conocidos mundialmente, producto de sus estudios sobre muchas especies de plantas tropicales, descubiertas, descritas y catalogadas por él durante varios años que pasó en el sur de África, pensionado por el Gobierno inglés, percatándome yo del nombre del que gozaba entre los hombres de ciencia, porque venido a ver a su hija y a sus nietos pasó con estos y con nosotros varias semanas en El Escorial, donde un día fue visitado por el Claustro de Profesores de la Escuela de Ingenieros de Montes, instalada en el vulgarmente llamado Escorial de Arriba, para saludarle e invitarle a honrar con su visita dicho centro, pues estimaban su visita como un hecho relevante en la historia de la escuela. El respeto y la admiración con que le hablaban demostraban plenamente la justa fama de que gozaba aquel hombre de ciencia, un viejecito muy simpático, con el que yo, diariamente, daba algún corto paseo por el bosque de La Herrería.
Doña Juana parecía, por su tipo, más bien española que inglesa. Menudita, morena y dotada de verdadera belleza, era una enamorada de las costumbres españolas. Jamás la vimos tocarse con sombrero, cosa muy rara entre las extranjeras, y siempre usó la clásica mantilla de nuestras mujeres, y, como tenía el pelo negro, pasaba a primera vista como española.
La simpatía que inspiraba y sus actividades en la obra de propaganda que representaba su marido, director del colegio, movían al respeto a cuantos la trataban, del que no participábamos los que convivimos con ella, porque tan buena señora padecía un histerismo del que todos éramos víctimas, empezando por su esposo y por sus hijos. Se pasaba, a veces, hasta un mes sin salir de su cuarto y sin que las criadas la vieran, descargando sus iras cuando salía, principalmente, sobre los españoles que vivíamos en la casa, que habíamos de revestirnos de paciencia, muy puesta a prueba, imitando a sus deudos, sufriendo sus órdenes excéntricas, sus arbitrariedades y sus frases molestas.
Recuerdo que más de una vez, para salir de su cuarto y aparecer en el comedor, exigía a su marido que los españoles que convivíamos con la familia no nos sentáramos a la mesa, ni comiéramos al mismo tiempo que ella, y don Federico, para resolver el conflicto, nos daba una peseta con cincuenta céntimos a cada uno para que comiéramos y cenásemos fuera de casa, con gran alegría por nuestra parte, porque a mediodía comíamos en una de las muchas casas de comidas derramadas en Madrid, en la que dábamos cuenta de un sabroso cocido madrileño, que nos sabía mucho mejor y nos nutría mucho más que las exóticas comidas alemanas que nos servían en casa. El cocido y un magnífico panecillo con parte del cual migábamos la sopa nos costaban cincuenta céntimos, y por la noche nos metíamos en una taberna «decente» donde por otros dos reales consumíamos un gran plato de habichuelas estofadas, con su pan correspondiente, acompañándolas algunos de una copita de vino. De modo que, durante la temporada que duraba aquella situación, comíamos mejor, desde luego, con más alegría y libertad, y ahorrábamos dinero, con el que yo me permitía adquirir algún libro de lance, lamentando todos volver a comer en casa, una vez aplacados los nervios de doña Juana, cuyo encuentro procurábamos esquivar, sin ponernos de acuerdo, para evitar inmotivadas reprimendas de su parte, a las que no contestábamos nunca.
Pero a mí, por desgracia, me tocó el papel de ser su preferida víctima, tal vez por mi menguada edad, y el pararrayos de sus arrebatos de histerismo que suscitaban y ponían a presión mi temperamento, presto a la rebeldía. Claro es que procuraba evitar cruzarme con ella, pero, a veces, se presentaba en mi cuarto para darse el gusto de lanzarme algunos de sus sermones, que yo oía indiferente, sin escucharlos ni responderle lo más mínimo, hasta que se cansaba y se marchaba, tras un formidable pateo sobre el suelo, con una fuerza impropia de una mujer tan femenina y menuda como era, pero sostenida por sus nervios y arrebatos. Y esta situación me duró, como verdadera prueba, todo el tiempo que duró mi carrera.
El verano que pasé en El Escorial, cuando copié el manuscrito, hube de sufrir las consecuencias de su enfermedad, pues a las horas de comer, en las que no tenía más remedio que verla en la mesa, no hubo desayuno o comida en la que no fuera yo el objeto de sus iras injustificadas y sin pretexto alguno, que yo esquivaba, algún tanto, suprimiendo la comida de medio día, cambiándola por una rebanada de pan y un pedazo de queso, que no daba la sensación de un banquete cuando lo consumía, con tanta tranquilidad, al pie de la fuente de los Frailes del Monasterio, durante las dos horas que mediaban entre las sesiones, matutina y vespertina, en la sala de Juanelo. Hasta ya la figura del fraile bibliotecario me parecía, desde luego, más placentera que la airada, siempre, de doña Juana, que aquellos tres inolvidables meses de martirio pusieron a prueba a un pobre muchacho de dieciséis años que se veía obligado a sufrir aquel suplicio con la esperanza de terminar mi carrera.
Como marchaba al monasterio a las ocho de la mañana, después del desayuno y de su correspondiente y matutina reprimenda, y no volvía hasta las cinco de la tarde, al retorno me esperaba un martirio, aún más agudo, que llegó a poner en peligro mi vida y estuvo a punto de agotar mis ya débiles y juveniles fuerzas.
El pozo de la huerta no daba ya abasto al riego necesario, a pesar de estar funcionando la bomba durante todo el día, manejado a brazo por todos los muchachos del colegio que allí estábamos. Ello motivó una reforma en el interior del pozo iniciada por el simpático y laborioso Gustavo, que consistía en profundizar cuatro metros más y luego construir una galería de diez metros de largo y metro y medio de alto, por uno de ancho. Para ello se buscó a un obrero especializado… y nada más para completar la mano de obra, siendo sus ayudantes todos nosotros, que habíamos de encargarnos de la extracción de la tierra y del agua que manaba del manantial, cada día con mayor abundancia, por las nuevas vetas que aparecían en la galería según iba avanzando el pico del pocero, que exigía para proseguir su trabajo verse libre del agua y de los escombros.
Aquel trabajo, impropio de nuestra edad, que doña Juana miraba con la mayor impasibilidad frente a la oposición de Gustavo, que supuso, al proponer la reforma, que los trabajos se llevarían a cabo por obreros y no por nosotros, lo mismo que la del pocero, que, con más piedad, nos incitó indignado más de una vez a que nos negáramos al trabajo, que terminaba a las siete de la tarde, cuando este se marchaba, dejándonos su continuación durante toda la noche en la extracción del agua, para que al día siguiente pudiera reanudar el trabajo de la galería en seco.
Ese trabajo se nos confió a los dos mayores, a un criado de la casa llamado Emilio y a mí, que durante toda la noche habíamos de sacar el agua, durante dos horas, descansando una, en la forma siguiente: como el tubo ya no debía llegar al fondo del pozo, por los cuatro metros ya socavados, se puso a la altura debida una caldera como depósito supletorio en el que se sumiera la alcachofa de succión y, un metro más bajo que este, un tablón sobre el que uno de nosotros dos había de elevar, a brazo, el agua a la caldera, mientras el otro, arriba, daba a la palanca de la bomba, cambiándonos, de cuando en cuando, en tan rudo esfuerzo y cesando cuando se reanudaba por la mañana el trabajo por el pocero y nuestros compañeros, retirándonos los dos obligados noctámbulos, extenuados, para dormir y descansar, escasas dos horas, en que después del desayuno «amenizado» por el indispensable sermón de doña Juanita, emprendía yo mi caminata al monasterio, con mi frugal comida en el bolsillo, envuelta en un papel. Y así pasé aquel agotador martirio, físico y moral, hasta que se acabaron las obras del pozo con una galería revestida de ladrillos y con todo nuestro excesivo esfuerzo que ahorró jornales sin cuento.
Gustavo, que observaba con indignación y piedad, al mismo tiempo, nuestra situación, y, en espacial, la de Emilio y la mía, dejaba la llave puesta del horno del pan que él hacía, un día sí y otro no, para que repusiéramos nuestras fuerzas, durante alguno de los cortos descansos nocturnos, consumiendo el pan que quisiéramos, naturalmente sin percatarse de ello doña Juana.
Pero una noche, estando yo sobre el tablón en aquel duro trabajo dentro del pozo, observé abrirse una grieta en la antigua