Mis memorias. Manuel Castillo Quijada

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Mis memorias - Manuel Castillo Quijada


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culminante de la apuesta, en el que, con la mayor seriedad, afirmé que unas monedas encontradas de aquella época representaban la figura de un hombre en actitud de torear, lo que indujo a algunos escritores a deducir y defender la teoría de que los íberos fueran, ya, aficionados al arte de torear. El movimiento de continua aprobación del profesor, que «tragó la píldora», me hizo ganar la apuesta, que era de cinco pesetas, y al salir de la clase, en medio de las risas y felicitaciones de todos los compañeros, reclamé a Tulié el importe de la apuesta… pero no pude cobrarla; sin embargo, y esto era lo más interesante, el profesor me plantó en la lista un sobresaliente como una casa.

      Al reincorporarse Amador de los Ríos a la cátedra y recorrer la lista se fijó en la nota, tan fácilmente ganada por mí, y me dirigió las siguientes palabras: «¡Caramba!, señor Castillo, ¡un sobresaliente…! Mañana dará usted la lección, a ver si es verdad que nos resulta usted un castillo histórico».

      La injusta agresividad de sordo desconfiado y rencoroso proseguía en contra mía, pero sin lograr abatirme, sino todo lo contrario, me estimulaba, y al salir de clase me encaminé a la Biblioteca Nacional, refugio de los estudiantes pobres como yo, y me puse a estudiar y a tomar notas, con el mayor entusiasmo, para aquella enrevesada lección de nuestra historia de la época árabe, de la obra de Víctor Duruy, la mejor entonces de las publicadas sobre la materia. Continué mi trabajo toda la mañana siguiente faltando a las clases, puesto que me jugaba el todo por el todo, y, como era de esperar, por la tarde di mi lección contestando, además, cumplidamente a todas las objeciones y preguntas que me dirigió el maestro, muchas de ellas conceptuadas por todos como verdaderas pegas. Pero salí airoso, muy a pesar suyo, de aquel empeñado duelo, desarrollado en forma desigual, y al final del cual y al dar la hora el bedel me llamó aparte para decirme que, a pesar de todo, continuábamos, ambos, en la misma posición.

      Ello, no obstante, no me desanimó, porque lo ya ganado por mí dejó huella en mi favor, logrando que me preguntase varias veces durante el resto del curso, no logrando cogerme descuidado, lo que debilitaba sus armas y reforzaba las mías, hasta que llegamos a mi examen, que fue espectacular, logrando yo hacer un ejercicio de sobresaliente que, al expedir las notas, se convirtió en un injusto «bueno», como me ocurrió con Ayuso, que, sin embargo, consideré como una verdadera victoria sobre una injusticia sostenida por una mala pasión.

      A los dos días me crucé con él en el descansillo de la gran escalera de la universidad, quitándome el sombrero como saludo respetuoso, cuando oí su llamada que me hizo detener.

      –¿Qué tal de satisfecho quedó usted de su examen?

      –Eso lo dejo al aprecio de usted, que lo juzgó –le respondí con la mayor seriedad.

      –Pues entiendo que debió usted salir muy satisfecho, porque en lugar de un suspenso que, decididamente, le tenía reservado, aún le di nota.

      –Y yo, muy agradecido, don Rodrigo, aunque insisto en negar la ofensiva afirmación de usted de una burla y una falta de respeto que, en mí, es imposible.

      –¡Bueno! La cosa ha pasado ya; no me guarde usted rencor y cuénteme en adelante como un buen amigo suyo.

      –Muchas gracias –le contesté, despidiéndome de él con un saludo respetuoso, no dejando de estimar el manifiesto arrepentimiento de aquel hombre, cuya conducta obedeció, realmente, a una causa psicológica propia de su defecto físico.

       10 MOMENTO DIFÍCIL

      Ocurrió un hecho, durante el tercer curso de mi carrera, de carácter distinto al anterior, que pudo haber cambiado el curso de mi vida, puesto que me brindaba un horizonte de fácil e inmediata prosperidad económica, al que me negué, demostrando en mi rotunda negativa una experiencia y una madurez reflexiva impropias de mi edad, hijas de mis adversidades, volviendo la espalda a sus atractivos y guardando fidelidad a mis propósitos de terminar mi carrera, por encima de todo.

      Se presentó en Madrid un personaje inglés que, en pocos días, se hizo el hombre más popular en la Corte, dando motivo a gran preocupación por parte de los intelectuales, sobre todo de los psiquiatras, que le dedicaban, diariamente, extensos artículos periodísticos en revistas y rotativos, pretendiendo investigar y explicar las causas de la novedad que traía, aquel individuo, en su maleta. Porque Mr. Cumberland,44 que así se llamaba el recién venido, «adivinaba» realmente el pensamiento y lo demostraba todas las noches con quien «quisiera comprobarlo» por sí mismo, entre el numeroso público que todas las noches llenaba el Teatro de la Comedia, con una ansiosa curiosidad sin precedente nuestro, ya que cuantas personas se prestaban al experimento, con manifiesta desconfianza, o por lo menos con gran prevención, salían asombrados del fenómeno y se convertían en sus verdaderos y espontáneos voceros.

      La mayor parte de sus experimentos consistían en que, ausentándose del salón el adivino, custodiado por personas serias elegidas entre el público, se ocultaba un objeto, que este encontraba rápidamente y con los ojos vendados, con un simple contacto en su mano de la del que tomaba parte en el experimento, llamando sobre todo la atención de los espectadores la rapidez y la seguridad con que lo hacía.

      Durante varias semanas, el inglés fue el hombre del día y su nombre se repetía todos los días en todas partes, en la prensa y hasta en romances que contaban los ciegos por las calles. La propia reina Regente, la nefasta «Doña Virtudes», como la llamaba el pueblo, con el permiso previo de su confesor organizó en palacio una sesión, invitando a todo el Gobierno y a altos funcionarios, lo mismo que a los más encopetados aristócratas.

      Mr. Cumberland hizo sus experimentos y obtuvo un triunfo completo en el que se registraron escenas de verdadera comicidad, como la del marqués de Pidal, ministro de Cánovas, de lo más reaccionario y fanático de su partido, quien, invitado por el inglés al hacer alarde de su incredulidad para que se convenciera, personalmente animado por los presentes, se prestó al fin a ello, dando una sensación de miedo, porque, como el clero y la prensa católica, aunque no negaban la veracidad del hecho, lo atribuían a brujería en combinación con el mismo demonio, tenía la prevención de que Cumberland era una transformación del ángel rebelde. El experimento salió, como era de esperar, a las mil maravillas y el bueno de don Pedro Pidal, asustado y confuso, hubo de confirmarlo, pero con el propósito de ir, seguramente de madrugada, a visitar a su confesor, para que le descargara por si era pecado de la responsabilidad moral de su intervención.

      Una mañana, poco más tarde de las siete y media, me presenté en la facultad como todos los días para entrar en clase de Literatura Española, a las ocho en punto, cuando entrábamos todos en pos del catedrático, Sánchez Moguel, que tenía prohibida la entrada después de cerrar la puerta del aula, por lo que, para nosotros, un solo minuto de retraso suponía un falta a clase, cuyas consecuencias eran desde luego graves, razón por la cual todos llegábamos con anticipada puntualidad.

      Al llegar me acerqué a un compacto grupo de compañeros que escuchaban a uno de ellos que la noche anterior había estado en el Teatro de la Comedia, en la calle del Príncipe, a ver a Cumberland, relatando, asombrado aún, cuanto había visto, describiendo la forma sencillísima que caracterizaba a sus experimentos que tanto asombro producían, puesto que solo consistía en un simple contacto con la mano del que le servía de medio, relatando de camino algunos de los experimentos que transformaban la expectación que demostraba el público al iniciarse, en un verdadero asombro que reflejaban todos los semblantes al terminar.

      Por la tarde, le conté a Federico en casa lo que había oído en la universidad sobre lo que constituía, en Madrid, el suceso del día, y me propuso hacer una prueba, amoldándonos a la descripción que yo le relaté, a lo que me presté gustoso. Me salí de nuestro cuarto y cuando Federico me llamó, después de haber escondido un tintero debajo de su cama, entré con los ojos vendados, puse su mano sobre la mía tan tenuemente que casi no la tocaba, arrancándome repentinamente y dirigiéndome hacia el sitio donde se encontraba el tintero. Aunque Federico me aseguraba, un poco o un mucho asombrado, que el experimento había resultado perfecto, yo no le quería creer y convinimos en repetirlo con otro, para confirmarlo, previo juramento de obrar ambos con la mayor buena fe.

      Salí


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