Mis memorias. Manuel Castillo Quijada

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Mis memorias - Manuel Castillo Quijada


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en España, no estaban incluidas en libros especializados porque no existían en español. A esas ocho horas de investigación había que añadir más de cuatro en mi cuarto de estudiante, y robándolas al descanso, dedicaba cuatro horas, por lo menos, a ordenar mis notas del día y ponerlas en limpio, incluso las que me enviaba Pedro a las consultas que le hacía y que me satisfacía inmediatamente.

      Pero, conociendo el terreno que pisaba, de proseguir mis trabajo con el disimulo que me puse desde un principio, sin que en la casa nadie sospechase lo más mínimo, sosteniendo esa difícil situación cuidadosamente, asistiendo, con la mayor puntualidad, a las horas de comer y cumpliendo todos los encargos que se me daban, encerrándome en mi cuarto por la noche y tapando con ropa la ranura por debajo de la puerta, para que, si alguien pasaba por el corredor, no notase el resplandor de la luz y me sorprendiese en mi trabajo.

      Y así continué durante todo aquel lapso de tiempo preparatorio, pero, cuando empezaron las oposiciones, mi caso transcendió a casi todo el personal dependiente de la casa, alto y bajo, especialmente de los que fueron mis maestros, que conocían de cerca la vida injusta que llevaba y conocedores de la brillante terminación de mi carrera, se interesaron por mí y por cada uno de mis ejercicios; ni uno solo dijo la menor palabra sobre el particular al director, ni a su familia, conocedores de las funestas consecuencias a que me exponía de un seguro fracaso, dados los medios de que don Federico disponía para provocarlo.

      Por fin, apareció en la Gaceta la lista de los siete jueces del tribunal de las oposiciones, cuyo presidente renunció al cargo a las veinticuatro horas, produciéndome esto la mayor contrariedad, muy pronto mitigada al ver nombrado para sustituirle en el cargo a don Marcelino Menéndez y Pelayo.

      Al día siguiente fui a la Universidad a la hora de su cátedra, saliéndole al encuentro, diciéndole, después de saludarle cariñosamente:

      –Dispénseme, don Marcelino. He visto, hoy, en la Gaceta, su nombramiento de presidente del tribunal de oposiciones para el Cuerpo Facultativo de Archiveros, Bibliotecarios y Anticuarios, y quisiera saber cuándo nos va usted a convocar, pues las tengo firmadas.

      –Efectivamente –me contestó–, he recibido el nombramiento y no sé cuándo podré convocar, porque estoy presidiendo tres tribunales a cátedras de modo que ha de pasar bastante tiempo aún.

      Puse una cara de contrariedad que no pasó desapercibida para él, y añadió:

      –¿Tiene usted mucho interés en que empiecen enseguida? Porque entonces renunciaré, para que nombren a otro presidente que me sustituya, pues sé la necesidad de que se cubran esas vacantes.

      –Pues yo se lo agradecería en el alma, don Marcelino, porque mi situación reclama que empiece cuanto antes esas oposiciones, en las que tengo la mayor esperanza de mi salvación.

      Así le contesté, con la mayor ingenuidad. Don Marcelino me sonrió, diciéndome, con el mayor cariño:

      –Pues, entonces, ahora mismo, antes de empezar la clase, voy a redactar y a enviar la renuncia.

      Y emocionado le respondí:

      –Muchas gracias, maestro.

      Y en efecto, a los dos días apareció en la Gaceta su renuncia, a la par que el nombramiento del tercer presidente, un senador y consejero de Instrucción Pública, llamado don Feliciano Herreros de Tejada,46 persona, para mí, completamente desconocida, quien inmediatamente publicó la convocatoria para empezar los ejercicios pasada la quincena reglamentaria.

      Y llegó el día, o mejor, la noche en que empezaron los ejercicios y me presenté a la hora señalada en la Escuela de Diplomática, sitio al que éramos convocados los opositores, y me encontré con una serie de futuros contrincantes, hombres todos hechos y derechos, algunos de ellos con chistera y gabán de pieles, que me impresionaron hondamente, pues, a su lado, yo, por mi edad, más infantil que juvenil, y por mi atuendo más que modesto, pobre, me obligaría a luchar con las desventajas, impresionantes, en un plano inferior.

      Pero muy pronto reaccioné, impulsado por mi fe y por mi entusiasmo, recobrando mi serenidad y mi decidida disposición a jugarme el todo por el todo, empezando las noticias e infundios, propios de las oposiciones, e impropios de personas que deben luchar con armas limpias. Alguno de aquellos señorones, compañeros en la lid, hizo correr la especie de que de las veintidós vacantes ya estaban dadas dieciocho.

      La noticia, como novato en esas lides, me impresionó, pero me conforté, diciéndome a mí mismo: «Sobran cuatro, de las que muy bien pueda yo ganar una».

      Cuando en la lectura de la lista de los opositores presentes se me nombró, al responder yo, se me encaró el presidente, haciendo poco honor a la altura de su cargo, diciéndome:

      –Pero usted, tan chico, ¿va a hacer estas oposiciones?

      –Sí, señor –contesté con firmeza.

      Cuando terminó la lista y se metieron en el bombo los nombres de los opositores presentes, el presidente manifestó que iban a insacularse para establecer el número de orden que había de guardarse en los ejercicios para cada uno, añadiendo:

      Vamos a nombrar a uno de ustedes para sacar las papeletas en que están escritos los nombres y yo propongo que, con la garantía de su natural inocencia, suba al estrado el opositor señor Castillo, en el que todos ustedes y el tribunal depositaremos nuestra absoluta confianza.

      Y, en medio de estridentes y, para mí, molestas risas, que nada me favorecían en ningún sentido, ascendí al estrado, sacando una papeleta tras otra, empezando el primer ejercicio que cubrieron, en aquella sesión, los dos primeros opositores.

      El salón donde se celebraban los ejercicios era una reducida cátedra de la mencionada Escuela Superior de Diplomática, muy conocida por mí, porque en ella estudié Paleografía con el gran paleógrafo don Jesús Muñoz y Rivero, instalada en los bajos de la universidad, cabiendo en ella escasamente los opositores, teniendo que permanecer el público de pie, incluso en el espacio que había entre los primeros asientos y el estrado, precisamente donde estaba colocada la mesa del opositor, con sus dos tradicionales vasos de agua cubiertos con sus azucarillos correspondientes y sus candelabros, iluminados con velas.

      Yo procuraba entrar de los primeros para ganar uno de los asientos de la primera fila y, aun así, apenas podía percibir la espalda del opositor actuante, a causa de que el público de pie casi estaba encima de él, siguiendo en esa forma todos los ejercicios de los que me precedieron y de los que me siguieron, formando severo juicio de causa uno de ellos, comparándolos a mis anteriores con mis conocimientos, y a los posteriores con mi ejercicio en todos las materias tratadas.

      La noche que hube de actuar en mi primer ejercicio tuve la desventaja de que el que me precedió, pues yo actuaba en segundo lugar, era, nada menos, que Manuel Fernández Sanz, que, con el tiempo, escalaría una cátedra en la Universidad Central, a la que dio gloria, dejando en ella una estela de publicaciones y modulosos trabajos de investigación que honrarán, siempre, su nombre.

      Hizo, seguramente, el mejor ejercicio, haciendo alarde de sus profundos conocimientos y facilidad de su palabra, dejando en el tribunal y en el público el más agradable y justo efecto; y en esas condiciones subí al estrado, a sacar del bombo mis diez papeletas.

      Me convencí interiormente de que no se me concedía la menor importancia a causa de la actitud del presidente a mi modesta persona, al tomarme a broma, y mi mala suerte se acentuó cuando al introducir la mano en el bombo me encontré con que no podía sacar ninguna papeleta… porque las diez de mi antecesor eran las últimas que en él quedaban, puesto que las demás estaban fuera para no ser repetidas.

      –¿Qué le pasa a usted –me preguntó el presidente– que no saca las papeletas?

      –Pues que no encuentro ninguna.

      Las carcajadas, inmotivadas, que produjo mi respuesta no tuvieron límite, empeorando mi situación pero sin perturbar mi serenidad. Tal era la confianza que tenía en mí mismo y el drama de mi situación, que yo solo sentía. El presidente cogió el bombo y confirmó mi afirmación, añadiendo:

      –Verá


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