Mis memorias. Manuel Castillo Quijada

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Mis memorias - Manuel Castillo Quijada


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nos iremos a Alemania.

      –Lo lamento, don Federico, pero yo no voy a Alemania.

      –¿Cómo que no vienes?

      –Sencillamente, porque acabo de ganar, por oposición, una plaza de bibliotecario con la que aseguro mi porvenir.

      –Pero ¿tú sabes lo que dices?

      –Claro que lo sé. Abrigué esta decisión desde que, por haber comido, acosado por el hambre y la fatiga en El Escorial, una noche trágica un pedazo de bollo sobrante se me tachó de ladrón, aceptando todos ustedes este falso e injusto concepto, lanzando este estigma sobre mí, que me convenció de mi incompatibilidad con personas tan honorables y tan cristianas como lo son ustedes. Además, ¿a usted le parece natural de que se disponga de mí como de un borrego, sin voluntad y sin sentimientos, no acordándose de que tengo una madre, de la que, por mi desgracia, estoy separado tantos años y de la que no se ha intentado siquiera recabar su asentimiento y su permiso, dándome un plazo de cuarenta y ocho horas, sin dejarme tiempo para darle un abrazo, tal vez el último, de despedida?

      –¿Pero no es una ingratitud al colegio lo que haces y por cuanto hemos hecho por ti?

      –Yo lo he pensado bien, don Federico, pero, poniendo en un platillo de la balanza los favores que me ha hecho el Comité de Berlín, y que nunca agradeceré bastante, y menos olvidaré, y los muchos trabajos de toda clase que se me han impuesto, muchos de ellos humillantes y que he cumplido plenamente, con los múltiples abandonos de que he sido objeto, colocado, todo ello, en el otro platillo, me he convencido de que el fiel se inclina, con exceso, a mi favor, no mereciendo, por lo tanto, que se me juzgue como ingrato.

      –Sin embargo, esto supone, para mí, un tiro a boca de jarro.

      –Lo siento mucho, don Federico, pero para mí representa una emancipación, al mismo tiempo que una merecida satisfacción a mi dignidad. Yo, en mi vida, he sido un ladrón.

      Al día siguiente, me volvió a llamar a su despacho, consumiendo en vano toda clase de argumentos para hacerme deponer mi actitud, echando mano hasta de fervorosas oraciones, pidiendo a Dios que me iluminase para cambiar de parecer, llegando en sus argumentos a pretender, cariñosamente, convencerme de que podrían conservarme la plaza hasta que volviera de Alemania, a lo que le respondí:

      No se canse usted, don Federico. No me convencerá usted, y no olvide el refrán que dice que más vale el pájaro en mano, como este, que he cazado en buena ley, que el hipotético buitre que vuela sobre Alemania y que no deseo. Si hubiera fracasado en las oposiciones, puedo asegurarle que mi actitud hubiera sido la misma. Desde aquel verano de El Escorial, en que, además de mi trabajo, se me amargó tanto la vida sin la menor piedad, me consideré desprendido de la obra de ustedes, porque, aún tan joven, tenía claro concepto de mi dignidad y de mi honradez, tan inhumanamente herida. En ese sentido, escribí más de una vez a Federico mi resolución y no se lo he ocultado a mis maestros y amigos.

      Las sesiones se multiplicaron y, convencidos de su inutilidad, una mañana muy temprano doña Juana se presentó en mi cuarto para decirme que como me había separado de la obra no podía continuar en la casa, demostrándole yo mi aprobación al recoger seguidamente mi escasa ropa y saliendo a la calle, en busca de un provisional refugio, hasta trasladarme al pueblo de El Vellón para descansar, al lado de mi madre, y reponer mi salud, harto quebrantada por el largo e ímprobo trabajo de las oposiciones al que me había sometido. Ese refugio lo encontré inmediatamente en la acogedora morada de don José Marcial y de doña María Dorado, su esposa, padres de mi compañero de colegio, Pepe Marcial, y de su excelsa hermana Carola,47 ilustre profesora más tarde de la Universidad de Columbia, en la que dejó grata memoria, y heroica propagandista de españolismo en América, donde, con admirable valor, exaltó a España, precisamente, a raíz de la pérdida de nuestras colonias, arrebatadas por los Estados Unidos con el pretexto del hundimiento, en el puerto de La Habana, del barco de guerra Maine, que después de una tardía investigación pericial, con expertos norteamericanos, se puso de relieve nuestra falta de responsabilidad en aquella catástrofe.

      La familia Marcial fue para mí una prolongación maternal de la mía, cuya intimidad y verdadero cariño solo ha podido interrumpir la muerte.

      A los dos días salí en la diligencia de Torrelaguna para mi casa, en la que tuve que someterme a un cuidadoso tratamiento de laringitis aguda, adquirida por los enfriamientos sufridos durante tantas noches dedicadas al estudio. Me sometieron a pulverizaciones de azufre en la garganta, sin que la mejoría se presentase franca.

      A los pocos días recibí una comunicación del Ministerio, para que, inmediatamente, me presentase en el Negociado para elegir la vacante de provincias que más me interesase, y dejar, a los que me seguían en la propuesta del tribunal, que, respectivamente, eligiesen la suya.

      Al día siguiente por la mañana, esperaba la llegada de la diligencia, cuyas plazas venían totalmente ocupadas, teniendo que hacer el viaje, pesado de suyo, en la baca del coche, teniendo que resistir un sol abrasador hasta la llegada a Madrid.

      Me presenté en el Negociado y elegí la vacante que había en la Biblioteca Universitaria de Salamanca. Pude haberme quedado a prestar mis servicios en Madrid, con poco esfuerzo, porque, durante mi estancia en el pueblo, dejé el campo libre a los demás, por cuyo motivo no podían escoger los demás plaza ninguna en provincias, hasta que yo eligiera la mía.

      Madrid me pesaba demasiado y deseaba vivir y trabajar en otra parte, escogiendo Salamanca por ser la tierra de mi mamá, Aldeadávila, de aquella provincia.

      Surgió una dificultad para mi toma de posesión en la Biblioteca Nacional, donde nos posesionábamos todos ante el jefe superior del Cuerpo, el eximio poeta don Manuel Tamayo y Baus, que era la presentación previa de la licencia militar, que yo no tenía todavía, por estar recientemente sorteado, y porque empezaban a extender esa documentación en la zona a los que estábamos excedentes de cupo.

      Me presenté al día siguiente en las oficinas de esa dependencia instaladas en el Cuartel de San Francisco, en la calle del Rosario, preguntando a un sargento si podía ver al señor coronel, jefe de la zona. El militar burócrata, con la deficiente educación de su grado, empezó tuteándome, poniéndome dificultades, entablándose entre él y yo un diálogo, que corté diciéndole:

      –Pásele esta tarjeta al señor coronel, y pregúntele si me puede recibir.

      La tarjeta decía simplemente «Manuel Castillo, Licenciado en Filosofía y Letras».

      Al minuto salió el sargento del despacho, y, dejándome franca la puerta, me dijo:

      –Haga usted el favor de pasar. –Haciéndolo yo así, cuadrándome delante del coronel, diciendo las palabras reglamentarias de «A la orden de usted, mi coronel».

      –¿Qué desea usted? –me preguntó.

      –Pedirle un favor que me interesa mucho. Acabo de ganar unas oposiciones para bibliotecario y, para poder tomar posesión de mi cargo, necesito presentar la licencia. Como quiera que estoy fuera de cupo, yo me atrevo a rogarle ordenase se me extendiera lo más pronto posible, para evitarme complicaciones y perjuicios.

      –Pero usted, tan joven, ¿ya es licenciado y bibliotecario?

      –Sí, señor, mi coronel, para servirle a usted –le respondí, con incontenida satisfacción.

      –Pues le felicito, y mañana, a estas horas, venga a recocer su licencia, que ya estará lista, pues mi satisfacción en cumplir con usted este servicio es la que usted se merece por su aprovechamiento.

      –Muchas gracias, mi coronel –contesté–. A la orden de usted.

      Y, efectivamente, al día siguiente, al presentarme en la oficina, el sargento se levantó, me franqueó la puerta del despacho, diciéndome: «Pase “usted”».

      Entré seguidamente y, al verme, el coronel se levantó de su asiento, dándome la mano y un abrazo al entregarme personalmente el documento despachado, diciéndome, al darle las gracias, con cierta confusión: «Nada de gracias, joven, siga usted por ese canino que tanto le honra.


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