Mis memorias. Manuel Castillo Quijada

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Mis memorias - Manuel Castillo Quijada


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enemigos, pero un poco más transigentes con los políticos de la situación, puesto que figuraban en la extrema derecha del Partido Conservador, cuyo órgano era la Unión Católica.56 Ambos órganos, que se disputaban ser la verdadera Tía Javiera del catolicismo, se emulaban en la defensa del dogma en todas sus facetas, disputándose el derecho de expedir patentes de catolicidad y recabar la dirección de los fieles, estando en continua greña en la diaria lucha, en la que la violencia hacía olvidar no solo la humildad y fraternidad cristiana, sino que también, con su especial léxico tomado del de pescadoras y verduleras, dejaba a un lado las consideraciones de un periódico debidas a sus lectores y en las que ellos, más que otros, debían dar el ejemplo.

      Como he dicho antes, estos periódicos, con manifiesta insensatez, ahondaban, cada día más, la división entre los católicos españoles, con gran escándalo de las personas sensatas y, sobre todo, en su alto clero, puesto que figuraban en ambos bandos obispos, arzobispos, canónigos y párrocos en propiedad, como, entre otros, los obispos de Barcelona y Plasencia, integristas acérrimos, a quienes el propio Vaticano hubo de sujetar por reclamación diplomática del Gobierno, y otros, como el de Salamanca, gran figura entre los «mestizos».

      En Salamanca, la división era más enconada porque los integristas, movidos por los jesuitas, que tenían a su cargo el Seminario Conciliar, del que se surtían todos los curatos de la diócesis, y que tenían su periódico de verdadera batalla, dirigido por Manuel Sánchez Asensio, traído a esos efectos de la redacción de El siglo futuro y que contaba, además, con la anónima cooperación de dicha compañía, titulado La Región, con vida económica segura y desahogada, garantizada por dos de las familias charras más ricas y fanáticas: la del millonario [Manuel] Sánchez Tabernero, marqués de Llen, que terminó profesando como lego en la Compañía de Jesús, y su mujer, como monja en un convento, con la autorización que debió de ser muy bien remunerada del Vaticano, a juzgar por lo que ambos hechos significaban, estando casados, cuando el papa se sirvió regalarle un solideo bendecido, exprofeso para él, para el día de su consagración, y la familia de [José María] Lamamié de Clairac, cuya ruina puede, como causas, dividirse entre los toros de su ganadería y su ineptitud y sus espléndidos y fáciles desprendimientos, cuando la «santa causa» los demandaba.

      El obispo hubo de instalar una imprenta muy bien dotada en el edificio del antiguo Colegio de Calatrava y fundar un periódico con el título de El Lábaro,57 más tarde cambiado por el de El Criterio, que desplegó su bandera en defensa del diocesano y de su corifeo, contra los lancetazos que le lanzaban, todos los días desde La Región, sus intransigentes enemigos de la Compañía de Jesús.

      Mis «Plumazos y borrones» cultivaron esa lucha enconada entre ambos bandos, aprovechando las mal embozadas censuras dirigidas contra el prelado, al comentar sus actos y escritos en las cartas pastorales, y nuestro periódico los aludía con todo desenfado y franqueza, lo que se dice «a las claras», excitando al integrista a que las rectificase, si era capaz, contestando a La Región con el silencio que, en aquellos casos, era una aprobación de lo que decíamos al interpretar sus censuras, lo que motivaba el natural baculazo episcopal, que remataba en la suspensión del mencionado periódico católico, a la que «humildemente» había de someterse, pero continuando la publicación, apareciendo con otro título, sosteniendo la misma irreverente campaña, repitiéndose esta escena por siete veces, que luego contestaba Asensio diciendo que le había suspendido tres toros con un sobrero. En una de las últimas cartas pastorales dio el golpe de gracia a las sangrientas burlas del periodismo integrista local, publicando en el Boletín Eclesiástico la condenación, no solo al periódico, sino a cuanto escribieran don Enrique Gil y Robles y don Manuel Sánchez Asensio, aun sin firmarlo, por creerlo perjudicial para las almas católicas.

      Y esa fue la victoria de La Libertad, que después hubo de cambiar tan noble título por el de La Democracia, cuando pusimos imprenta propia, lo que siempre consideré como un error, aunque mi parecer no tuvo éxito, por aquello de que era tan joven, aunque después los hechos me dieron la razón.

      Claro es que en aquella lucha fui objeto de toda clase de persecuciones, como fueron las dos o tres veces que el obispo salamantino, P. Cámara, fue a Madrid siendo senador por la archidiócesis, y haciendo uso de su representación parlamentaria, a pedir a Cánovas mi traslado a otra biblioteca fuera de su diócesis, pretensión que nunca fue atendida, porque teniendo yo mi cargo en propiedad me hacía inmune al menor correctivo, como no fuera por faltas en el servicio y eso mediante expediente que tenía que fallar el Ministerio. La tercera vez que el prelado gestionó este cobarde sistema, se le preguntó si mi conducta pública o privada me hiciera incompatible con mi cargo, como hombre inmoral tuvo que contestar que en ese terreno tenía que reconocer tanto mi honradez como mi buena conducta, pero que ya no podía soportar mi diaria labor periodística, que, a la par que molesta, le producía, entre infieles de su diócesis, graves trastornos.

      Como digo, la tercera vez que regresó de Madrid defraudado en sus pretensiones, llamó al jefe de la Biblioteca, don Agustín, a la Secretaría de Cámara, cuyo titular le manifestó que, siendo ya insoportable mi conducta periodística, era imprescindible mi traslado, a lo que, a petición del prelado, estaba dispuesto el Ministerio si la Jefatura de la Biblioteca se decidía a formular una simple denuncia que, sin afectar a mi honorabilidad, pudiera dar margen a esa sanción, aun mejorando de población, como, por ejemplo, Barcelona; por ejemplo, debido a un pequeño retraso en llegar a la oficina a ejercer mi cargo o cosa parecida: «Solo con eso será seguramente trasladado a Barcelona o a Madrid, porque sabemos que es un gran muchacho, aunque nos resulta peligroso por sus escritos».

      Entre paréntesis, he de advertir que sin conocer la iniciativa, aunque me la suponía, hacía tiempo que se me había ofrecido desde Barcelona ese traslado, con verdadero interés, que me hizo vacilar, pero que renuncié ante el infundado temor a que, si me marchaba, pudiera olvidar a la que era vuestra madre, entonces mi novia.

      Mi jefe resistió escuchar aquella proposición indigna del secretario de Cámara, un corpulento canónigo que se llamaba Repila, y soltando como preludio una significativa carcajada, le dijo:

      ¿A usted le parece digno y justo el que yo denuncie a un compañero que, impecablemente, cumple con su deber, con toda puntualidad y competencia, que se haya retrasado cinco minutos, cuando ni es verdad, y cuando soy, o el que a diario voy tarde a la biblioteca y, a veces, no voy, por la confianza toda que en él deposito, sabiendo que el servicio se cubre perfectamente? Eso sería hacerme cómplice de una indignidad y de una canallada, que soy incapaz de cometer con un compañero y cuya propuesta hiere mi caballerosidad. Yo creía que tenían ustedes mejor concepto de mí.

      Lo que sí puedo hacer, en atención al señor obispo, es llamarle la atención seriamente, dándole cuenta del peligro que corre, para que se aplaque en lo que escribe, pero canalladas, como esta, no me pidan nunca, porque soy incapaz de cometerlas. Soy un caballero y un compañero.

      Y cogió su sombrero, saliendo del despacho, viniendo a la biblioteca para contarme la escena y aconsejarme ser más suave y comedido, para aplacar el furor clerical, porque la Iglesia no deja de ser, siempre, un peligroso enemigo.

      Pues eso me estimula más, y, desde ahora, demostraré al obispo que me tienen sin cuidado sus amenazas, rindiéndole el favor de no hacer públicas sus caritativas andanzas, porque yo no soy como los integristas. Toreo, como dijo Frascuelo, todo lo que salga del toril.

      Y ya lo notaron en el Palacio Episcopal, que, a su vez, me declaró una guerra sorda y efectiva, verdaderamente sin cuartel y acuciada por el odio clerical, como se verá más adelante.

       15 MI INICIACIÓN POLÍTICA

      Yo salí de Madrid con la más profunda convicción republicana, pues ya había actuado siendo estudiante en las juventudes de ese partido, revestido, además, de un anticlericalismo que he sostenido toda mi vida, no como un sectario vulgar, sino como un convencido de que, además de ser un explotador del pueblo, representó, siempre, un poder reaccionario en la evolución de la cultura y de la moral, al mismo tiempo que desvirtuó, pro domo sua, las doctrinas de Jesucristo, usándolas a su manera en favor de


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