Mis memorias. Manuel Castillo Quijada

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Mis memorias - Manuel Castillo Quijada


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juez municipal y anulada la licencia concedida al de instrucción. No menos reclamaba la indignidad que suponía el que, en unas horas, un juez municipal que veía el pleito por primera vez, desconociendo, por lo tanto, para él con sus complicaciones numerosas y sus miles de folios, pudiera en tan contadísimas horas estudiarlo y dictar sentencia, para cuya sola redacción no podía justificarse tiempo material.

      La coartada era clarísima hasta para el más negado, saturada de cinismo, puesto que se veía, meridianamente, que el juez propietario y venal dejó redactada la sentencia, en combinación con el municipal, para que este la firmase bajo su responsabilidad siempre, menor a la de aquel, su verdadero autor. Naturalmente que la Audiencia Territorial de Valladolid y, después, el Tribunal Supremo, fallaron a favor de la legalidad del testamento y desde entonces funciona con todos sus beneficios a [….]

      [Dos hojas desaparecidas en el original]

      […]

      –Las mil pesetas –le dije– están apostadas porque tengo la seguridad de ganárselas. Vamos a hacer el experimento que usted crea, más difícil, o con la condición de jugar limpio, por ambas partes; yo respondo de mi buena fe y espero que usted corresponderá en la misma forma; pero cónstele a usted que no tengo el menor interés en convencerle.

      –Pues yo sí –me dijo–, y ahora mismo vamos a verlo.

      Y sus dos amigos me acompañaron a los billares, que estaban en el fondo del edificio que daba a la calle paralela, mientras preparaban el experimento en el salón del café. Una vez preparados nos dieron una voz y, conducido por sus amigos, mis vigilantes, aparecí con los ojos vendados en el salón. Llamé al descreído, coloqué los dedos de su mano izquierda sobre el dorso de mi derecha, recomendándole que no hiciera la menor presión y que se limitase a pensar lo que debía hacer, dejándose llevar por mí.

      Seguidamente y a toda prisa me encaminé hacia uno de los divanes del café, levantándose los que lo ocupaban y, detrás del respaldo, metí la mano y saqué una cartera que había sido colocada precisamente por el «interfecto», que se quedó pasmado, y sin decir una palabra, la abrió para darme las mil pesetas.

      –Nada de eso, amigo –le respondí, retirándole la mano–. Yo le dije que tenía la seguridad de ganárselas, y yo no timo a nadie, dado que, en otra forma, yo jugaría con ventaja y ese no es juego limpio; solo me queda la satisfacción de haberle convencido. Soy un caballero que vive de su profesión y no un mago que especula con esto, que, sin serlo, puede usted apreciarlo, como una habilidad, aunque es cosa más seria de lo que puede usted creer.

      Por aquella época, hubo en la Mancha una verdadera catástrofe, motivada por una inundación que arruinó y causó gran número de víctimas, especialmente en un pueblo llamado Consuegra, en la provincia de Toledo.60 Aquella desgracia conmovió a toda España, y Salamanca no había de ser menos que otras capitales en buscar los medios posibles para allegar recursos, en la suscripción nacional que abrió en favor de los damnificados, y los periodistas nos apercibimos para iniciar y organizar actos de atracción, esencialmente prácticos, para que el público contribuyese lo más posible a la suscripción que entre todos los sectores, espontáneamente, se inició, y que nuestra ciudad quedase, entre todas las de España, en una situación airosa en el patriótico y altruista movimiento tan humano, como era el que en toda España se buscaba.

      No dejaba de ser un problema el de unificar criterios y reunir a los redactores de periódicos de tan opuestas ideas y de psicologías tan distintas que habían creado odios profundos, hasta en el terreno personal, cuya violencia no había desaparecido hasta el extremo de que, además de negarnos el saludo, nos lanzábamos, sin excepción, miradas patibularias.

      Sin embargo, la parte liberal fue la primera que tuvo la iniciativa después de algunas reuniones, invitando a la contraria en tal forma que respondió inmediatamente a la llamada, conviniendo en reunirnos por una causa que no solo a nosotros interesaba, sino a todo el pueblo salamantino.

      Convinimos día y hora para reunirnos en la redacción de un periódico de la cuerda contraria, pero antes convinimos en reuniones previas en la conducta de avenencia que habíamos de seguir, para no dar el menor motivo para que se nos tildase de intransigentes, una vez que la importancia del objetivo que perseguíamos debía alejar todo aquello que nos había dividido, como todo el mundo conocía, sin que ningún bando pudiera evitar el profundo abismo que nos separaba.

      Realmente, esa preocupación era necesaria una vez que Salamanca entera, a la que habíamos ganado, miraba atenta el desarrollo de los acontecimientos, que exigían una unanimidad en la acción, una beneficiosa competencia entre ambos bandos, para llegar al éxito deseado. Sin embargo, surgió un incidente que gracias a la obligada prudencia, por parte de todos, pudo haber dado al traste con la necesaria armonía, provocado por una propuesta al iniciarse las conversaciones del canónigo don Nicolás Pereyra, director de la Semana Católica, de celebrar una misa en la Catedral en sufragio de las víctimas de la catástrofe y hacer una colecta a la salida entre los fieles, como se hace en Semana Santa por las Ánimas del Purgatorio.

      Yo expuse que, según mi criterio, aquello desde el punto económico no reportaría gran resultado, suscitándose un diálogo un tanto violento entre el proponente y yo, que felizmente cortaron los compañeros a tiempo para evitar que la reunión terminase, al comenzar, como el rosario de la aurora. Se aprobó al fin la proposición del canónigo, como asimismo la mía, de organizar un espectáculo en el teatro del Liceo, con varios números de variedades y de música clásica, recabando para mí uno de los números del programa, que consideraba de gran atracción, consistente en varios experimentos de adivinación del pensamiento.

      El mismo día de la función, como demostración de la curiosidad general que reinaba en toda la ciudad, me encontré con un gran amigo mío, joven como yo, Gaspar Alba, hijo del senador don Claudio, del mismo apellido y hombre mayor prestigioso, que al verme en la plaza Mayor me preguntó si era verdad lo que yo hacía, y que si se convencía, a la noche de ello, me convidaba a un almuerzo.

      –Pues veslo preparando, con un buen menú –le dije–, y para ver que me lo gano, prepara una cosa, la más difícil que se te ocurra, porque lo voy a hacer contigo mismo. Y así quedamos.

      Y en efecto, al poco de haberse abierto la taquilla, durante todo el día, se vendió todo el billetaje, no solamente por el humanitario objetivo que se perseguía, sino por la curiosidad que mi número había despertado, por haber corrido por toda la ciudad la noticia de mis experimentos, llamando sobre todo la atención la velocidad y la perfección con las que los realizaba, invitándose como médiums a personas de reconocida respetabilidad y a los que se presentaban como escépticos, entre ellos Gaspar Alba, elegidos con anuencia del público mismo que llenaba el teatro, ocupando los palcos las más distinguidas familias salmantinas.

      Las ovaciones que se me dedicaron fueron a la terminación de cada experimento.

      Excuso decir que la recaudación obtenida representó la más importante partida que figuró entre los ingresos de la suscripción, y muy superior a la de la Catedral.

      No exagero al afirmar, que, al día siguiente, no hubo casa ni sitio de reunión donde no se comentaran mis experimentos de adivinación del pensamiento, que contribuyeron a ampliar mi popularidad.

       16 FRENTE A LOS JESUITAS

      Desde luego que, por mi preparación ideológica, sostenida con el ardor de mis juveniles años, hube de ponerme, frente a frente, ante todas las representaciones clericales, sin pensar ni tomar en cuenta la influencia medieval que ejercían tradicionalmente en Salamanca, ni las fatales consecuencias que pudieran sobrevenirme, simplemente por estar convencido de que su hegemonía en la vida local y nacional constituía un gran peligro para España, como luego confirmaron los hechos, al derrumbarse la Segunda República, apoyándose en la traición y en el perjurio de unos militares indignos, capitaneados por uno de ellos, ambicioso y cretino, para apoderarse de la vida económica, principalmente, de la nación y de la conciencia de sus juventudes, a costa de la ruina de España y de millones de muertos, de sus hijos, tanto en la guerra fratricida como en los asesinatos vesánicos, inducidos


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