Mis memorias. Manuel Castillo Quijada

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Mis memorias - Manuel Castillo Quijada


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Juventudes con fe y entusiasmo, no me había encartado en ninguno de los partidos republicanos, en aras de mi independencia y de mi inclinación, que jamás decayó, de unionista y que he sostenido, y sostengo, aún, en mis 86 años y en el exilio, sin otro interés que laborar por el bien y la libertad de mi España, aherrojada hoy por el crimen y el terror oficiales, para vergüenza de la Humanidad.

      En Salamanca, como en el resto de las capitales provincianas, no reaccionaban los sentimientos políticos más que en vísperas de elecciones. Como yo llegué en la primera quincena de julio y no conocía a nadie, me instalé al llegar en casa de unas paisanas y antiguas amigas de mi madre, una viuda, llamada Mónica Rivero, que, con su madre, una señora de bastante edad, se repartía los trabajos domésticos para atender a tres estudiantes de Medicina y a mí, resolviendo, de esa manera muy general en Salamanca, el problema de su vida y de su hijo y nieto, respectivamente, al que educaron y sostuvieron, hasta que se hizo médico.

      Al salir a las dos de la tarde de mi trabajo en la Biblioteca, me encaminaba a casa, algo cansado por el servicio de libros al público, y después de almorzar marchaba al café, donde entonces solo hacía mi consumición, fumándome un modesto puro. Luego, me daba un paseo generalmente largo por los alrededores de la ciudad, volviendo a casa, donde, para matar mi aburrimiento, compré un acordeón que en unas cuantas semanas dominaba como casi un virtuoso, corriendo mi fama en su manejo entre los aficionados, lo que fue motivo del acto más transcendental de mi vida.

      Yo quería trabajar por la República, claro es que románticamente, pero ignoraba la vida republicana en Salamanca, ciudad eminentemente levítica. Mi compañero y jefe, don Agustín, antiguo diputado republicano en las Constituyentes, figuraba entonces en el Partido Liberal, en el sector de Gamazo, y ello me retrajo a pedirle orientación en el terreno político, resignándome a una forzada inactividad, hasta que se me presentó la primera ocasión para actuar, con la conmemoración del día 11 de febrero, aniversario de la proclamación de la Primera República, que los republicanos celebraban en toda España.

      Vi anunciada en la prensa una reunión de los republicanos en un gran salón de baile de la calle de Espoz y Mina, en el que hacía la citación para la celebración de dicha fiesta, y en la que por solo cincuenta céntimos se tenía derecho a tomar café, media copa de licor y un modesto puro. Me encaminé hacia el susodicho local a la hora señalada y me senté entre los asistentes, muchos en verdad, que llenaban las mesas a todo lo largo. Hablando con los más cercanos a mí, me di a conocer a ellos y a los pocos momentos, merced a la campechanía y franqueza castellana, llegamos hasta a tutearnos como si fuéramos viejos amigos de toda la vida, solicitando a voces que yo hablara cuando se iniciaron los discursos conmemorativos. Me hicieron subir en una silla para que todos pudieran verme y oírme mejor hasta los extremos del gran salón, y «lancé» un discurso lleno de exaltación republicana que arrancó entusiastas aplausos, despertando ello la general curiosidad, corriendo la voz entre todos los asistentes de que yo era un joven republicano madrileño, recién venido de Madrid, a hacerme cargo de bibliotecario en la Universidad, que había ganado por oposición.

      Ello fue motivo de felicitaciones de tantos correligionarios, a ninguno de los cuales conocía, entre los que figuraban los jefes locales de todos los sectores del republicanismo, que muy pronto habrían de contar con la cooperación del recién llegado, que acababa de ganarse el espaldarazo, colocándose en primera fila, claro es que de los románticos, puesto que jamás pretendí otro puesto que el de luchar como simple soldado.

      Tanto el periódico La Libertad como La Democracia, con mis «Plumazos y borrones», me habían conquistado entre los republicanos una gran influencia entre las fuerzas populares salmantinas. Todos, como era frecuente en Salamanca, me tuteaban considerando mi corta edad, tanto los altos, como los bajos, porque Castillo, amigo de todos, había conquistado en poco tiempo unas relaciones en la capital, cual nunca pudo soñar, llegando a hacer concejales a republicanos valiosos y modestos que honraron, con sus honestas y prudentes intervenciones, al Ayuntamiento.

      Dos personalidades dirigían entonces los dos partidos republicanos imperantes por su historia, en Salamanca, ambos abogados de nota; uno, don Pedro Martín Benitas, que era un prestigio dentro del Partido Federal, presidente que fue del Gobierno Cantonal, al que con gran habilidad, honradez y talento dirigió, en forma de que no se registrase el menor desafuero por parte de los exaltados, logrando que no se registrase la menor filtración en la administración de los fondos de Hacienda en el pago de sueldos a los funcionarios. Hombre respetado por todo el mundo y cuyo bufete era un verdadero modelo de honestidad y competencia, al que confiaban sus intereses las más destacadas familias charras, pasando por encima de las divergencias ideológicas.

      El otro, don Celso Romano Zugarrondo, hijo de la directora de la Escuela Normal de Maestras, doña Petra Zugarrondo, que ya lo era cuando mi madre estudiaba la carrera por 1860 y a la que yo conocí, pudiendo confirmar el mal genio y violento carácter de que gozaba la señora en toda Salamanca.

      Su hijo, don Celso, procedía de la carrera judicial, de la que salió, según era público, mediante un expediente, estableciéndose en la ciudad con bufete de su profesión y demostrando su gran competencia bien probada, pero más con habilidad que con el espíritu austero del anteriormente mencionado.

      Tenía Zugarrondo como lugarteniente a un tipo exótico, procedente de Galicia, un hombre de procedencia misteriosa, sin oficio ni beneficio, hijo de un militar retirado, amigo y compañero del que más tarde había de ser mi suegro.

      Aquel tipo me hizo la impresión de que era un aventurero de la política, se llamaba [Joaquín] Martínez Veira y cayó en Salamanca como un aerolito, dándose aires de líder, y publicaba un periódico semanal titulado La Concordia, que su simple lectura denunciaba no ser nada más que un arma de especulación y de chantaje, esgrimida con gran habilidad gallega, para ponerse a disposición del mejor postor sin el menor escrúpulo, de que llamándose republicano se escudaba, tras ese mote, para sus poco limpios manejos.

      Tenía sus adeptos personales de su mismo concepto de la moral entre los que figuraba un hermano suyo que utilizaba como enlace en sus maquinaciones con políticos y caciques monárquicos y con las fuerzas reaccionarias, incluso con el Palacio Episcopal.

      En mis actividades periodísticas tuve varias ocasiones de convencerme de ello y en verdad que una de ellas pudo haberme costado la vida; pero otra constituyó para mí un triunfo profesional en el campo de la prensa, así como un servicio al pueblo salmantino, aunque él no se diera cuenta.

      Estando yo una noche en el teatro de El Liceo, donde actuaba una compañía de ópera, observé, durante los entreactos, unos misteriosos conciliábulos entre el alcalde, representante del Obispo en el Ayuntamiento, y Zugarrondo y Martínez Veira, ambos concejales republicanos.

      Mi intuición periodística me hizo sospechar que entre los tres se discutía algún negocio de importancia en el que los tres estuvieran interesados, convirtiéndome, desde aquel momento, en observador continuo, comunicándoselo solamente a un amigo, abogado del estado, cuando una vez terminada la función tomábamos un ponche caliente antes de irnos a la cama.

      –Tengo la sospecha –le dije– de que esos cabildeos deben estar relacionados con la subasta de la recaudación de Consumos, que se va a acordar en la sesión del Ayuntamiento que se va a celebrar mañana, y el hijo de mi mamá no se acuesta esta noche sin saberlo, por lo que, ahora mismo, nos vamos a la plaza, donde seguramente pasean continuando sus conversaciones.

      Y, efectivamente, a los cinco minutos, bajo una espesísima niebla y embozados en nuestras pañosas hasta los ojos, enfocamos en los soportales de la plaza Mayor, dando una vuelta por «el lado de las mujeres» y, como yo esperaba, nos cruzamos con los tres ediles que venían por el de los hombres, a los que se había incorporado un nuevo individuo cuya presencia me dio la clave del misterio.

      Se trataba de Juan Meca, un individuo que en tiempo de los conservadores era jefe de la Policía y en el de los liberales jefe de Consumos, que entraba, indudablemente, en el negocio como asesor.

      Mi compañero se retiró a poco más de la una de la madrugada, pero yo seguí de cerca, protegido por la niebla hasta eso de las dos y media, en que se fueron retirando, haciéndolo yo también a mi casa


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