Mis memorias. Manuel Castillo Quijada

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Mis memorias - Manuel Castillo Quijada


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a hablar, a menor palabra, en ese sentido, porque además de la inutilidad de tu intento, jamás te lo consentiré.

      El pobre cura, impresionado por tan rotunda respuesta, acompañada de actitud tan resuelta, dio de ello cuenta a sus superiores, pero como había venido a las órdenes del Obispado, resolvió este que continuara en la casa del enfermo hasta el final, para aprovechar la menor ocasión de consumar la farsa deseada. Y, en verdad, que lo hubieran logrado de no estar sus íntimos alrededor de su lecho cuando se inició su agonía. Entre nosotros apareció como empujado violentamente el cura huésped, que estaba en otra habitación acompañando a la viuda, con algunas de sus amigas y, abriéndose paso, se colocó a la cabecera del enfermo, diciéndole, a grandes voces: «Mariano, ¡mírame!», y don Mariano, ya moribundo, abrió los ojos por última vez, lanzando sobre su amigo una mirada de reconvención mezclada con desprecio, cerrándolos, para siempre.

      Al convencernos todos de que nuestro gran amigo estaba ya muerto, el cura le rezó la absolución in extremis que nadie le había solicitado, que adolecía de la condición previa que no se había cumplido, diciendo: «Si bene contritus es, ego te absolvo», y acto se guido, salió del salón, dirigiéndose a Palacio, como un cohete, para llevar la noticia de lo sucedido.

      Todos los amigos abandonaron la alcoba, cumpliendo su último deber, para acompañar a la viuda en tales momentos, y únicamente quedamos al lado del muerto la criada, Eleuterio Población, antiguo becario y paisano de don Mariano y del cura, y yo, amortajando seguidamente el cadáver, que fue colocado sobre la alfombra de su despacho, convertido en capilla ardiente, incorporándonos a los íntimos que allí estaban, cuando, inopinadamente, próximamente a la una de la madrugada, aparecieron dos conocidos canónigos de la camarilla del obispo, que llamando a don José Onís y López, mi compañero, archivero de la Universidad, tenido, como el más íntimo amigo del finado, retirándose con él a un rincón del salón y sosteniendo una conversación, en voz baja, que subió un poco de tono por parte de don José, al decirles: «Señores, yo soy católico pero no hasta el extremo de faltar a la verdad, ante el cadáver de mi amigo. Yo no me presto, ni me prestaré jamás, a una comedia»; añadiendo: «Comedias, no».

      Mis dieciocho años no pudieron contener un «¡Muy bien!», y si no, aquí estamos todos, testigos presenciales, indiscutibles.

      Marcharonse los canónigos, e, inmediatamente, las redacciones de toda la prensa reaccionaria se pusieron en vertiginoso movimiento para cometer la mayor iniquidad, iniciando una campaña, la más violenta, contra el ilustre muerto, que había consagrado toda su vida a hacer el bien con su obra constructiva, aplicándole toda clase de insultos, aunque la mayor parte de sus injuriadores debían favores a su indefensa víctima, y a quien, servilmente, siempre habían adulado, hasta la víspera de su muerte. Los más furibundos figuraban entre los estudiantes becarios, como Jesús Sánchez y Sánchez, y José García Revillo,51 que así iniciaban su sistema ventajista, para lograr, más adelante, ser figuras políticas en la provincia.

      ¿He dicho indefensa víctima? Nada de eso. Don Mariano, tanto dentro del Claustro universitario como fuera de él, contaba con defensores decididos a sostener la verdad de los hechos, en aras además de su ilustre amigo. La virulenta campaña clerical caracterizada, como es natural, por su procacidad y grosería, que hacen olvidar hasta las más elementales y humanas máximas del cristianismo, no logró más que dos cosas: la enorme manifestación de duelo en el entierro, que acompañó al cadáver hasta el cementerio, pues pasaríamos de trece mil los que figurábamos en el cortejo, teniendo en cuenta que, entonces, la población de Salamanca no pasaba de veintidós mil habitantes, y, como secuela, una profunda disidencia en el Claustro de la Universidad, que no hubo medio para borrar durante muchos años.

      Yo llevé en aquella manifestación de duelo una de las cintas pendientes del féretro, representando a la Juventud Republicana, hablando también al lado de la sepultura, después de los amigos de don Mariano, manifestando que aquel acto suponía, para mí, la profunda impresión de un alto ejemplo de consecuencia ideológica, que no había de olvidar durante toda mi vida.

      La ruda campaña suscitada se desbordó, derivando contra los catedráticos, compañeros y amigos del difunto que compartían ideas liberales, que poniéndose al lado de su causa no dudaron en hacer honor a sus sentimientos de compañerismo y a su profesión.52 Al lado de estos estaba yo, que, aunque no era catedrático, algo representaba en la Universidad, como ocurría con Onís.

      Unos cuantos de estos catedráticos contestaban correctamente en El Adelanto, único diario que nos prestó hospitalidad al principio, a las agresiones que, a diario, se les dirigían por la prensa reaccionaria, que no nos perdonaba lo ocurrido, contestaciones que, por su contundencia y serenidad, producían la mejor impresión en la ciudad, de lo que se percataron en el Obispado, que coaccionó a la empresa del periódico bajo amenaza de excomunión para que el director, que estaba en Madrid, se reintegrara a su cargo y nos cerrara la puerta de sus columnas.

      Ello motivó consecuencias funestas para el clericalismo irritado, dominador hasta entonces de toda la vida salmantina, porque, a los pocos días, un diario muy bien editado con el título de La Libertad salió a la palestra, para hacer frente a nuestros intransigentes enemigos, y que, haciendo honor a su título, contestaba libremente no dejando títere con cabeza, arremetiendo con ingeniosas y celebradas censuras, desde el obispo P. Cámara hasta el último acólito, y desde el Boletín Eclesiástico hasta la más ínfima hoja parroquial. Al publicar, a la cabeza del periódico, la lista de los que componíamos la redacción, toda la prensa madrileña y la más destacada de provincias nos felicitó, en artículos encomiásticos, porque todos los redactores eran catedráticos, menos Onís y yo, el benjamín de aquella, y por lo tanto el más desconocido en el periodismo… por poco tiempo.

      Dirigía el periódico el Dr. don Enrique Soms y Castelín,53 catedrático de Lengua y Literatura Griegas, la más alta autoridad en España en lenguas clásicas y orientales, figurando en la redacción hombres como el Dr. don Jerónimo Vida, catedrático de Derecho Penal y uno de los periodistas más conocidos y consagrados de la prensa madrileña, siempre en periódicos republicanos, en quien Ruiz Zorrilla tenía su más omnímoda confianza, Pedro García Dorado Montero, que acababa de ganar la cátedra de Derecho Penal de Granada, que luego permutó con Vida, por ser granadino de nacimiento, el Dr. don Lorenzo de Benito Endara, catedrático de Derecho Mercantil, el licenciado don José María de Onís y López, archivero de la Universidad, y yo, como he dicho, también licenciado y bibliotecario de la Universidad, pero que no portaba otro lastre que el de mi entusiasmo republicano y mi fuerza de voluntad, sostenidos con mis diecinueve años. Luego se adhirió Unamuno, cuya llegada a Salamanca coincidió, casi, con los acontecimientos que acabo de relatar, y que, en la división profunda provocada en el Claustro de la Universidad, no dudó en alistarse en nuestras filas.54

      Cada día en que, a primera hora de la tarde, nos reuníamos en la redacción, leía su artículo de fondo para el día siguiente el redactor de turno, que se sancionaba con risas y aplausos, sobre todo cuando el veterano periodista Jerónimo Vida leía el suyo, lleno de gracia andaluza. A mí me encomendaron la sección titulada «Plumazos y borrones», en la que, algunas veces, colaboraba Onís, de verdadera y encarnizada lucha diaria contra los lebreles y gozquecillos clericales que dominaban la prensa capitalina. Mi columna llegó a ser tan popular que mucha gente esperaba la salida del periódico para saborear mis lanzadas contra los diarios y personajes agresores que figuraban en el campo de enfrente, como los catedráticos de la Facultad de Derecho, los señores don Enrique Gil Robles, padre del «jefazo» de la CEDA, don Nicasio Sánchez, pariente lejano mío, a quien mi abuelo protegió familiarmente, y el decano de Filosofía y Letras, don Santiago Sebastián Martínez, hombres todos de la más intransigente derechista.

      Mis «Plumazos», de los que Unamuno era gran entusiasta, sobre todo cuando dirigiéndome al obispo argumentaba mis razonamientos con oportunísimos textos bíblicos, llevaban, como principal táctica, la de dividir al enemigo, o mejor, ahondar la división enconada y salvaje que, a la sazón, invadía el partido católico español, el de los interistas, respaldados por la Compañía de Jesús y dirigidos por el batallador diputado don Ramón Nocedal,55 representante de la más cínica intransigencia ultramontana,


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