Mis memorias. Manuel Castillo Quijada

Читать онлайн книгу.

Mis memorias - Manuel Castillo Quijada


Скачать книгу
un verdadero éxito aquel día.

      Transcurrió felizmente aquel día la elección, logrando una gran mayoría el candidato liberal sobre el conservador, y, por cierto que, cuando aparecimos en busca de datos en el Círculo Conservador, Fernández Arias, que estaba desquiciado ante su evidente y vergonzoso fracaso, se enfrentó con Laserna y conmigo, echándonos en cara nuestra falta de compañerismo, como si fuéramos nosotros la causa de su derrota, contestándole yo tranquilamente que habíamos ido a Ciudad Rodrigo a una simple misión informativa que reclamaba la curiosidad de nuestros lectores, y no otra cosa a los de mi periódico republicano, muy ajeno a los intereses de la lucha, y no a ponerme al servicio de ninguno de los contendientes, respondiendo además de la veracidad de mis informaciones, que nadie honradamente podría rectificar y, menos, desmentir. Acto seguido, ante los presentes nos retiramos, sin despedirnos ni darle la mano.

      Algún tiempo después y en una enconada polémica de La Libertad y La Concordia, dolorida por el fracaso del negocio de Consumos, en el que su director estaba tan interesado, le solté lo de las 8.000 pesetas llevadas por el revisor del Ferrocarril, lo que produjo sobre todo entre los republicanos el natural efecto, y, por la noche de aquel día, cuando después de cenar me encaminaba a casa de mi novia, después, mi esposa, al atravesar la solitaria y oscura plaza de La Libertad, al revolver una esquina en la que estaban parapetados, me encontré asaltado por Martínez Veira, su hermano y cuatro amigotes de su laya, que, cobardemente y aprovechando mi descuido, me dieron un garrotazo por la espalda, en la nuca, que me hizo caer al suelo, en el que reaccioné en seguida, levantándome, lo que motivó la huida de los agresores, tras de los cual me lancé, alcanzando al gallego a la entrada de la plaza Mayor, quién empezó a pedir auxilio a grandes voces, reclamando como concejal la ayuda de los guardias, que acudieron inmediatamente para salvarle de las iras del público, que, al enterarse de lo ocurrido, pretendió lincharle. A mí, me llevaron a mi hospedaje, en la plaza del Corrillo, cuya proximidad a la plaza me permitió oír desde mi cama las protestas, a voces, de la gente que discurría por el paseo, bajo los soportales.

      El agresor, Martínez Veira, huyó protegido por los guardias a su casa, de la que no se atrevió a salir durante mucho tiempo, y sus cómplices, en el tren de la madrugada, creyendo que me habían matado, para Portugal, pero al cambiar de tren en la estación de Fuentes de San Esteban fueron reconocidos por algunos viajeros, y lo hubieran pasado muy mal si no les hubiera protegido la escolta de la Guardia Civil, aunque no pudieron librarse de una monumental silba, mezclada con airadas protestas.

      La de la opinión pública fue muy expresiva y unánime, a juzgar por la prensa en general y, muy especialmente, por la de Madrid, condenando el cobarde atentado y, por el gran número de cartas, hasta de muchas personas por mí desconocidas, figurando, entre ellas, una de Unamuno que estaba de vacaciones en Bilbao, calificando a los asaltantes de cuadrilla de bandoleros, y de muchas personalidades y amigos que visitaban mi hospedaje para interesarse por mi salud, pues habían corrido noticias alarmantes por el temor de que, a consecuencia del golpe sobre la nuca, pudiera sobrevenir una complicación cerebral.

      Un poeta, Tomás Rodríguez, empleado en la Diputación, envió al día siguiente de la agresión un soneto que publicó La Libertad, del que recuerdo algunos versos, dedicado a Martínez Veira, como estos:

      Alto, grandón, y tuerto del derecho,

      Concejal, periodista, advenedizo,

      El lunes, por la noche, se deshizo,

      En demostrar que es hombre de provecho.

      No tiene, por sus máculas, desecho;

      Es un republicano a lo postizo,

      Y lo mismo pudiera ser «mestizo»,

      Que el tipo tiene, para todo, pecho, etc.

      Me visitaban dos veces al día mi médico, el catedrático don Antonio Diez, y el de Medicina Legal, amigo mío también, don Indalecio Cuesta, nombrado por el Juzgado, en el que noté desde un principio una extraña reserva, impropia de su expansivo carácter cual si estuviera cohibido por instrucciones terminantes del Juzgado, como luego demostraron los hechos. Desde luego, se desbordaron las gestiones a favor de Martínez Veira, sobre todo las poderosas influencias del Palacio Episcopal, que abrieron los ojos a muchos republicano de buena fe y a la opinión, en general, logrando que un verdadero delito, con agravantes de premeditación, alevosía y otros más, se convirtiera en una simple falta que el Juzgado Municipal había de estimar. El caso lo resolvió el juez instructor, don Manuel Torres Requena, de triste memoria, de cuyas otras fechorías había salido indemne merced a la decidida protección del Palacio Episcopal, como su célebre sentencia que dejó solicitando una licencia para que la firmara el juez municipal, que le sustituía en el célebre e inmoral pleito de la Caja de Crespo Rascón, que legó sus bienes a favor de los campesinos salamantinos, fundando una Caja de Préstamos a un bajo interés para librarles de la usura. Todo el mundo sabía que aquella sentencia estaba bien convenida, por los litigantes parientes del finado. La anulación de tan vergonzosa sentencia corrió a cargo de la Audiencia y, más tarde, por la definitiva resolución del Supremo. Pero a Torres Requena no le pasó nada y siguió en su Juzgado, para mengua de la Justicia.

      Claro es que cuando se celebró el juicio de faltas, yo no acudí, alegando que no me prestaba a la comedia, y tampoco el agresor, acusado por el miedo que le dominaba y que, como he dicho, le impedía salir a la calle.

      A propósito de la conducta del juez de instrucción, voy a reportar el hecho a que antes me refería, cuyo escándalo de todos conocido motivó gran revuelo en la judicatura, por el manifiesto caso de dolo cometido por el citado funcionario.

      Salamanca, provincia esencialmente agrícola y ganadera, era víctima también del latifundio, con sus funestas consecuencias producidas por el absentismo de los propietarios y por el cacicato feudal de sus administradores, de una parte, y, por otra, de la usura, ejercida con cruel libertinaje sobre los agricultores, sometidos todos a la arbitrariedad y el abuso de los prestamistas, con gran perjuicio de la producción.

      Tan doloroso cuadro impresionó a un gran patricio, aristócrata, que observaba en Salamanca, donde residía con una vida retraída, aunque no inactiva o parasitaria.

      Aquel prócer, el conde de Crespo Rascón, con una absoluta reserva legó su fortuna a la fundación, después de su muerte, de un banco agrícola59 que llevaría su nombre, dedicado a hacer préstamos a los pequeños labradores a un interés mínimo y llevadero, con un espíritu de humanismo ejemplar, puesto que en una de las cláusulas de la fundación se disponía que en casos determinados el préstamo se pudiese conceder sin interés alguno.

      Tamaña obra social se hizo con tal secreto que de ella no se tuvo el menor conocimiento, ni de sus más íntimos, hasta que no se abrió el testamento a su muerte, con gran sorpresa de todo el mundo, sobre todo de sus parientes, más o menos allegados, que esperaban su deceso, como agua en mayo, para repartirse su jugosa herencia que creían segura.

      De ello surgió un pleito que duró varios años y en el que se emplearon toda clase de argucias y habilidades judiciales por parte de los parientes, que pretendían inhabilitar al testador, pero enfrente estaba la opinión que defendía el derecho de los labradores y la libre disposición de su benefactor, figurando, en este sentido, varias entidades, entre ellas el Patronato nombrado por el fundador de la Dirección General de Beneficencia, con varias entidades agrícolas, entre ellas la Provincia, y figurando, como principal líder, mi compañero y jefe, don Agustín Bullón de la Torre, que en aquel asunto derrochó entusiasmo y tesón, vigilando y deshaciendo las mil intrigas de los parientes, provocando otros tantos fracasos de las argucias de la parte contraria.

      La principal que esgrimían estos era la de retardar el proceso del pleito, que dormía en el Juzgado salamantino meses y meses, en su periodo de Primera Instancia, con la manifiesta complicidad del juez ya mencionado, pleito que contaba ya por las incidencias por miles el número de folios.

      Pero un buen día, el titular del Juzgado, Sr. Torres Requena, pidió, como ya he dicho, una licencia, siendo sustituido por el juez municipal, quien el mismo día en que se hizo cargo del Juzgado dictó y firmó sentencia en dicho pleito, claro es, que a favor de los que se llamaban herederos.


Скачать книгу