Mis memorias. Manuel Castillo Quijada

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Mis memorias - Manuel Castillo Quijada


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había escondido. Los dos no sabíamos qué decir, y salió corriendo Federico hacia la sala, donde estaba doña Juana, diciendo a voces: «Castillo adivina el pensamiento, como Cumberland».

      Yo permanecía en el cuarto, preso de la mayor preocupación, cuando me vinieron a llamar a la sala de parte de doña Juana.

      –Manuel –me dijo–, Federico me dice que adivinas el pensamiento.

      –No lo sé, señora –balbuceé, pues aún estaba bajo la impresión producida por lo que acababa de ocurrir–, pero parece que sí.

      –Pues vamos a hacer un experimento que me convenza. Sal ahí fuera y vete al extremo de la casa, que allí te iremos a buscar.

      Efectivamente, me marché a la cocina, que estaba en el extremo de un largo pasillo, adonde fueron a buscarme, entre ellos la hija más pequeña del director, Frida, que apenas tendría cuatro años. Aparecí en la sala con los ojos vendados, puse en imperceptible contacto mi mano con la de doña Juana y, sin titubear, me dirigí rápidamente al piano, detrás de cual me hice con su dedal, que allí había colocado esta.

      El alboroto que se armó en la casa no es para describirlo. Aquella tarde se repitieron los experimentos, con todos, incluso con las criadas, siendo uno de ellos tocar en el piano unas teclas correspondientes a unas notas previamente pensadas y convenidas durante mi ausencia del salón, sin conocer yo tal instrumento más que de vista.

      Aquella noche, casi no pude dormir y al siguiente día hice el mismo experimento, que leí en el periódico, que la noche anterior había hecho Cumberland en el Palacio Real, que causó el mayor asombro en toda la concurrencia, que consistía en escribir sobre un encerado un número pensado de tres o cuatro cifras, caso que logró mi incógnito competidor, aunque demostrando alguna agitación. Yo no solamente escribí cantidades, sin contar el número de cifras, sino que escribía palabras y frases, tanto en español, como en francés y alemán.

      Federico contó el suceso ante mis compañeros de la facultad, con los que me presté a hacer algunos experimentos, sin cansarme, y sin demostrar agitación alguna, pero suplicando a todos que el hecho no transcendiese al conocimiento de los catedráticos, porque, como el de Hebreo, don Mariano Viscasillas, pudieran creer que estaba en combinación con el diablo y me pusieran la aprobación de la asignatura en el alero del tejado. He de manifestar que todos, que yo sepa, cumplieron el compromiso. Sin embargo, como no se puede poner puertas al campo, el hecho trascendió a las demás facultades instaladas en la universidad, pero tuve la suerte de que, aun sabiéndose que había un estudiante que hacía más que Cumberland, como no me conocían personalmente, aunque yo era popular ya, me veía libre de ellos, gracias al secreto que guardaban mis compañeros para evitarme complicaciones.

      Mientras tanto, los rotativos proseguían discurriendo sobre los éxitos del adivinador inglés, sobre todo cuando, por una apuesta, hizo uno en extremo espectacular, cual fue encontrar, por todo Madrid, un objeto escondido con todas las formalidades.

      Y, en efecto, Mr. Cumberland salió de un café en la Puerta del Sol, punto de partida, a las diez de la mañana, acompañado del que había apostado y de una porción de guardias que le iban abriendo el camino a través de la multitud que cubría la extensa plaza, y, ante la expectación del público, vendados los ojos y casi corriendo, se dirigió a la calle Mayor, parándose unos momentos ante un almacén de paños instalado cerca de Platerías, donde entró pasando después detrás del mostrador y dirigiéndose a la estantería, con el incrédulo que le acompañaba; se-ñaló una de las piezas de paño en ella colocada, entre otras muchas, que pusieron sobre el mostrador, la fue desarrollando, y cuando casi llegaba al final apareció clavado en el paño un alfiler de corbata, que era precisamente el objeto escondido.

      Comentando el relato en casa, ninguno dio la menor importancia al hecho, que no tenía nada de particular, en comparación con lo que yo hacía. Federico no dejaba de animarme para que visitásemos la redacción de El Liberal, instalada al lado de nuestra casa, en la calle Almudena, y que me diera a conocer, haciendo ante los redactores algunos experimentos que armarían un alboroto en la capital. Pero yo me negué rotundamente, a pesar de comprender el efecto que haría en toda España el saber que un estudiante español, de poco más de dieciséis años, epataba, con mucho, al inglés, que no hubiera sido para contarlo.

      Mi negativa obedecía, simplemente, al inmediato alboroto que se produciría y el número de empresarios que se me ofrecerían para explotar el jugoso y seguro negocio de exhibiciones, que me obligarían a viajar, si lo aceptaba, por toda España y por el extranjero, e incluso por América, con la seguridad de lograr, en poco tiempo, un buen capital.

      Todo esto lo pensé sin perder la serenidad, porque vi, muy claramente, que me alejaba de mi firme propósito de terminar mi carrera, considerando, además, lo poco airoso en que quedaba al abandonar mis estudios. Por eso me negué en absoluto a lanzarme a tan atrayente y aventurado lance, de lo cual nunca me arrepentí.

       11 MI LICENCIATURA

      Me faltaba, aún, salvar el paso más difícil, más comprometido y más transcendental, cual eran los ejercicios de reválida que daban el espaldarazo definitivo a los nuevos licenciados.

      Se formaron a esos efectos, por el Decanato, tres tribunales que, por disposición del mismo, habrían de examinar a los graduandos, por riguroso turno, según el orden en que presentaban sus solicitudes, disposición en la que todos confiábamos, por ser garantía de imparcialidad oficial y por aquello de que, como dice el refrán: «A quien Dios se la dé, San Pedro se la bendiga».

      Pero, a espaldas del decano, suplantaba el poder divino el oficial de la secretaría del mismo, quien por cinco duros adscribía al interesado al tribunal que por sus componentes más le placía, salvándole del más riguroso y temido, constituido por don Nicolás Salmerón, don Marcelino Menéndez y Pelayo y por el auxiliar don Luis Montalvo, el del truco de los íberos que por una apuesta le «administré» en la clase de Historia Crítica de España.

      Ese tribunal, que había suspendido al primer graduando que se presentó a examen, no me correspondía con arreglo a la orden del Decanato, por lo que, para evitar mi protesta, tuvieron el cuidado de ocultarme el tribunal que había de juzgarme, no sabiéndolo hasta el momento de insacular las bolas correspondientes a los temas de ejercicio oral, en que me en […] [Hoja desaparecida en el original].

      […] con la peor intención, la situación me obligaba a ello, y para patentizar la ignorancia de aquel pobre hombre, más peligroso en un examen que cualquier juez, bien preparado comencé diciendo que antes de empezar la representación de la comedia salía a escena uno de los cómicos que, dirigiéndose al público, hacía, para prepararle, un pequeño esbozo de la obra que se iba a representar.

      –A este personaje –añadí– se le llamaba «corifeo» –tragándose la píldora el bueno de Montalvo, con signos de aprobación. Pero don Marcelino, como esperaba, me salió al paso.

      –¿Cómo ha dicho que se llamaba ese personaje?

      –El prólogos –respondí.

      –Es que me pareció que había dicho que era el corifeo.

      –Perdone si cometí ese lapsus, pero quise decir el prólogos.

      Excuso decir que el auxiliar, que acababa de tragarse el paquete, ya no quiso interrogarme más.

      Salí de la Sala de Grados, cansado y sudoroso, porque el caso no era para menos y me encontré con varios compañeros, recibiendo de ellos las felicitaciones y los abrazos de todos ellos que detrás de la puerta habían escuchado el examen, pues acostumbrábamos a no entrar ninguno en los exámenes de reválida, esperando todos con la mayor expectación el fallo de aquel tribunal, conceptuado como el del terror, cuando sonó el timbre, entrando Jorge a buscar la papeleta, saliendo seguidamente con ella en la mano, arremolinándose todos a su alrededor, menos yo, para leerla.

      ¡SOBRESALIENTE!, dijeron a una, dedicándome una ovación en la que se distinguió con excesivas alabanzas […] el oficial de la secretaría que me había escogido como víctima de su


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