Mis memorias. Manuel Castillo Quijada

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Mis memorias - Manuel Castillo Quijada


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con gran sorpresa de Emilio que manejaba arriba la bomba, dándole cuenta de lo que ocurría, debido al enorme peso que gravitaba sobre la bóveda, de las toneladas de la tierra extraída durante tantos días en que se iniciaron las obras.

      Inmediatamente y para evitar un hundimiento del pozo, cogimos cada uno una pala y empezamos a aligerar de tierra la superficie que cubría la bóveda, sosteniendo nuestro esfuerzo con verdadero vértigo para evitarnos responsabilidades, hasta eso de las tres de la mañana, en que agotados de cansancio tiramos las palas y nos echamos al suelo, buscando un poco de descanso. Al cabo de una media hora, rompimos nuestro silencio observado por los dos durante la labor que acabábamos de ejecutar y que según el pocero evitó una catástrofe; nos acordamos del horno del pan, pero lo encontramos cerrado y sin la llave puesta.

      Desesperados por el hambre y el cansancio que nos dominaban, nos encaminamos al comedor, registrando las alacenas, encontrando, al fin, un trozo sobrante de un pastel bizcocho, hecho en casa, con que se celebró el cumpleaños de Teodoro, el hijo mayor del matrimonio Fliedner. Al verlo y sabiendo a lo que nos exponíamos, dominados por el hambre, comimos una pequeña parte de aquel pedazo de bollo, que no era más que un pan dulce, bastante ordinario.

      Al día siguiente, doña Juana se enteró de lo sucedido por la noche y también de nuestro atrevimiento con el pastel y armó el gran alboroto, sobre todo al suponer que Emilio y yo habíamos consumado aquel «robo», así lo calificaba, confirmado por nosotros, que en realidad habíamos trabajado toda la noche heroicamente mientras todos dormían, esperando una felicitación. Desde entonces, se me conceptuó como el ladrón de la casa, de cuyo calificativo, injusto e indignante, participó don Federico al retornar de su viaje y a quien su cara mitad dio cuenta de tan horrendo «crimen», cometido por nosotros.

      De ello me di cuenta cuando, estando ya en Madrid, al empezar las clases del curso siguiente, noté que cuando no se encontraba una cosa, que luego aparecía, se me preguntaba a mí, con irritante insistencia, si la había visto, sin que lo falso de la sospecha se demostrase siempre.

      Esto me produjo una situación de indignación íntima que me hizo pensar, seriamente, en la necesidad de marcharme, con la protesta propia a la injusta infamia que conmigo se cometía, pero, dominándome, pensando en mi porvenir, que me requería resistir aquel nuevo sufrimiento y muchos más colmándome de paciencia, hasta terminar mi carrera y emanciparme, seguidamente, por la incompatibilidad creada con tanta injusticia.

      Eso sí, desde entonces cambió mi carácter en el trato con los de la casa, diametralmente opuesto a mi manera de ser. Obedecía todo lo que se me mandaba, cumplía todos los trabajos y mandados que se me encargaban sin pronunciar la menor palabra y contestando con monosílabos a cuanto se me preguntaba, eludiendo con mi mutismo y con la seriedad de mi semblante todo intento de diálogo.

      Días antes de terminar las obras del pozo hube de arrojar sangre por la boca sin exhalar la menor queja; pero, por lo visto, Gustavo dio conocimiento de lo sucedido a doña Juana, que me llamó para preguntarme, demostrando sorpresa, qué me había pasado, indicándome entonces que suspendiera mi trabajo… terminado hacía dos o tres días. Mi respuesta fue echarme a llorar, dejándola plantada. La noche del día en que se terminaron los trabajos, Gustavo y Áurea me convidaron a cenar un sabroso guisado de patatas y pimientos, condimentados por ella, magnífica cocinera, que, poco después, había de contraer matrimonio con él. Los ingredientes del agasajo procedían del huerto, jurándonos la conveniencia de guardar el secreto para que doña Juana no lo supiera y evitar que el bueno de Gustavo, el explotado Gustavo que creó el huerto sobre una tierra estéril y abandonada, dejando sobre ella su sudor y su vida, fuera afrentado por la señora, como yo, cuando el trozo del pastel que comimos Emilio y yo aquella memorable noche en la que expusimos nuestras vidas y salvamos el pozo.

      Total, que aquel verano que para cualquiera otro estudiante que había salido airoso de los exámenes debía ser de descanso y solaz, para mí fue de trabajo en la copia del manuscrito primero, que valió al director 1.500 marcos, y, después, el duro e impropio trabajo en el pozo, con el inagotable tormento del histerismo de doña Juana y las consecuencias que me crearon un injusto y denigrante concepto; todo lo cual motivó mi decisión, para el futuro, que no fue otra que la de sufrir con dignidad hasta las mayores humillaciones hasta que llegase el ansiado día de mi emancipación, decisión guardada en secreto, pues ni a mi misma madre, ignorante de cuanto me sucedía, se lo comuniqué, por saber muy bien que ella no hubiera tolerado la infamia que sobre mí pesaba sin su más enérgica protesta, con perjuicio de mis bien pensados y decididos planes cuyas lógicas consecuencias yo presumía.

      Retorné, como dije, a Madrid, reanudando mi vida académica del segundo año de mi carrera, que era la iniciación de una compensadora aunque limitada libertad, durante las horas que permanecía en la universidad con queridos y fraternales compañeros, ignorantes de mi tragedia económica y moral, distinguiéndome siempre con su afecto, correspondido a mi carácter jovial, propio de mis pocos años, puesto que, como he dicho, era el benjamín de la facultad, y tendiendo a mi segundo apellido, Quijada, Navarrito propuso en un rato de buen humor, y así ocurrió, el que se me pusiera el remoquete de «Quijote», honrándome con mi homónimo, el héroe de la inmortal obra de Cervantes, aunque a tan gloriosa figura no se acomodase la mía; entre nosotros, quien merecía más ese sobrenombre era el compañero Virgilio Corchero, cuyo tipo y paisanaje, pues era manchego, se identificaba con el ingenioso Hidalgo.

      La lección que recibí en los últimos exámenes por mi mala y aleccionadora suerte en la insaculación de las bolas en el de Literatura, con los consabidos y cumplidos vaticinios del profesor Sánchez Moguel sobre las calificaciones en las demás asignaturas, y el afán y la fe en el cumplimiento y logro de mi plan, que constituyó mi obsesión, hizo que llevase mis estudios con mayor entusiasmo, notándolo mis catedráticos, y, especialmente, mis compañeros, a pesar de las dificultades que tanto a mí como a algunos otros nos crease un compañero, alicantino por más señas, que para ganarse el éxito a fin de curso cultivaba a los profesores, con sus visitas que aprovechaba para indisponerlos con los que, principalmente, hacíamos sombra a la cortedad de sus facultades intelectuales.

      Ese mal conceptuado sistema fue confirmado por los hechos, que demostraron, al mismo tiempo, el espíritu de compañerismo que nunca olvidaré en un sonado y grave incidente, que pudo haberme costado muy caro.

      Suplía la cátedra de Historia Universal, regentada por el titular don Manuel María del Valle, por haber sido nombrado director de Loterías, un auxiliar llamado don José Ayuso,36 precedido de gran fama de filólogo, por los estudios que desde muy joven había cursado en un convento austriaco. Hombre corpulento y concentrado, cuyas miradas furtivas, voz afeminada y glacial frialdad de carácter denunciaban al fraile desconfiado y taimado, se nos hizo repulsivo a todos aunque guardándole el respeto debido, que, de día en día, fue transformándose en temeroso distanciamiento, porque en lugar de Historia Universal nos explicaba durante el curso Historia de la Iglesia, materia que, como fraile de levita, dominaba, sirviéndose de la cátedra para desahogo de su fanatismo religioso.

      Un día, me preguntó en clase sobre uno de los padres de la Iglesia, me parece que San Ambrosio, contestando yo correctamente y con arreglo a sus explicaciones. Enumeré muchos de los himnos sagrados atribuidos a la inspiración del santo que aún se conservan en determinados actos religiosos, notando todos el desagrado que le producía mi explicación, al final de la cual, me dijo: «Muy bien, pero ha olvidado usted un himno, tal vez el más importante que la Iglesia canta en las grandes solemnidades, lo cual no me extraña, porque usted no es de los que pueden caerse dentro de ellas».

      Quedé en silencio y aturdido, porque sus últimas palabras suponían, por su tono y por su gesto, mi pérdida de curso, pero viendo el efecto que había producido su inmotivado desplante en la clase, a guisa de justificación, me dijo:

      –Me refiero al Te Deum.

      –Dispénseme, señor Ayuso –le repliqué–, lo he mencionado entre los demás himnos.

      Esta afirmación mía fue confirmada por todos mis compañeros, que puestos en pie dijeron que, efectivamente, lo había mencionado, llevando su enérgica actitud la confusión al jesuita que ocupaba la cátedra, que replicó bajando la cabeza:


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