Mis memorias. Manuel Castillo Quijada

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Mis memorias - Manuel Castillo Quijada


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otra nota que la de aprobado, no muy justa, por la actitud del catedrático, pero que no dejó de satisfacerme, ante el panorama catastrófico anunciado por este. Me examiné, días después, de Historia Universal y de Metafísica, que, para todos los alumnos, era el verdadero «coco»; hice muy buenos ejercicios, esperando las mejores notas… pero, cumpliéndose los pronósticos de don Antonio, secretario del tribunal, no saqué más que dos aprobados, suscritos con su firma, cumpliéndose así sus vaticinios con todos sus alumnos.

      De todos modos, saqué a flote todo el curso, quedando libre para las vacaciones veraniegas, que pasaría en la finca que el colegio poseía en El Escorial.32

       9 CALVARIO ESCURIALENSE

      Pero ¡qué equivocado estaba! Al poner los pies en aquel lugar que mientras estuve en el colegio fue motivo de infantil esparcimiento, inicié tres meses de inhumano calvario, colmados de sufrimientos, materiales y morales, que cambiaron en lo sucesivo mi carácter, de jovial y voluntarioso al cumplimiento de la menor orden, en retraído y desconfiado.

      Al salir de Madrid, el director, señor Fliedner, me leyó una carta escrita por un catedrático de la Universidad alemana de Erfurt, en la que le interesaba obtener la copia de un manuscrito griego que existía en la Biblioteca del Monasterio de El Escorial, original de un filósofo de aquel clásico país, llamado Numenius,33 que trata sobre la naturaleza de las cosas.

      Como acababa de examinarme del primer curso de Lengua Griega, leía perfectamente la escritura de este idioma, y, desde luego, acepté la invitación del director a copiarlo, sin saber a lo que me comprometía, considerándome como un hombrecito. Y, efectivamente, al día siguiente de llegar a El Escorial me encaminé al monasterio célebre provisto de la signatura del manuscrito remitida por el profesor alemán, entrando en la sala de manuscritos, conocida entre los bibliófilos con el nombre de «Juanelo», de la que estaban encargados los frailes agustinos, que lo están, además, de todo el monasterio.

      Pregunté al fraile que estaba al frente de la Sección de Manuscritos si estaba allí el que me interesaba, enseñándole su signatura. Consultados los índices, me contestó afirmativamente, volviéndome a casa después de anunciarle que al día siguiente volvería, para comenzar su copia.

      Mi debut no pudo ser más desastroso, por las intemperancias del fraile, muy parecidas a las de Sánchez Moguel, y después ante el manuscrito, que a cualquiera, en mi caso, hubiera acobardado.

      Me presenté al fraile de marras provisto de cuartillas y pluma, demandándole el manuscrito para empezar mi trabajo y provocando aquel una escena por demás violenta, y que puso a prueba mi temperamento y mi prudencia, dominándome ante la actitud inconveniente, por demás, y muy frailuna, poco adaptada, como es natural, a las recomendaciones evangélicas de continencia y amor al prójimo.

      Al escuchar mi solicitud me miró de arriba abajo, consideró mi modesto atuendo y mi aspecto, casi de chiquillo, pues aún no había cumplido los 16 años, y me contestó, a las primeras de cambio: «Ya te estás “largando” de aquí, si no quieres que te dé un puntapié en el…», refiriéndose, gráficamente, a mi parte prepóstera.

      El efecto que me produjo aquella inesperada agresión, de sabido, inmotivada, no es para describirlo. Miré al fraile, un hombrón verdaderamente hercúleo y, a pesar de acordarme de mis arrebatos en el colegio en casos parecidos, consideré que saldría yo perdiendo si le contestaba con la merecida violencia, a la vez que no me perdonaría un desafío procedente de un fraile católico, apostólico, romano, siendo educado por mi parte en un credo protestante, y, además, reflexioné que me encontraba en corral ajeno y que si yo armaba el consiguiente escándalo, además de llevar la peor parte, me inhabilitaba para poder copiar el manuscrito y sufriría la filípica consiguiente por parte del director.

      Todas estas razones me convencieron y me contuvieron, pero continué sin retirarme y ante mi actitud firme el fraile me dijo, tuteándome, que era lo que más me irritaba: «Márchate, desde luego, porque yo no te entregaré el manuscrito, que tú no podrás copiar, y, además, ¿quién me responde de cómo lo tratarás, y si me dejas caer un borrón en él?».

      Entonces, con gran sorpresa mía, oí una voz que me pareció providencial, que, como respuesta inmediata a la pregunta incorrecta del fraile, procedente de dos señores que estaban trabajando con manuscritos y en los que no reparé al entrar, levantándose, ambos, y enfrentándose con el fraile, le dieron la respuesta con tono entre autoritario y airado:

      –¡Yo, yo! ¡Traiga el manuscrito!

      Y dirigiéndose a mí me dijeron:

      –Venga aquí, joven. –Al mismo tiempo que me brindaban un sitio, entre los dos.

      El fraile bajó la cabeza, desprovisto, como por encanto, de su soberbia y de sus tufos, llamó a un lego con un timbre, ayudante suyo, y a los pocos momentos portaba y me entregaba el manuscrito tan discutido. Eran, nada menos, que el doctor […], célebre director de la Biblioteca Imperial de Viena y catedrático de Literatura Española en aquella universidad, y el doctor Rieguel, que lo era de la de San Petersburgo, ambos presionados por sus respectivos gobiernos para recorrer las bibliotecas y archivos europeos, en trabajos de investigación de carácter histórico y literario, bien provistos de recomendaciones de sus embajadas que se tradujeron en órdenes de la Regente34 al prior del monasterio.

      Al abrir el manuscrito mi decepción no tuvo límites, porque, efectivamente, yo leía el griego, pero en caracteres impresos y palabras completamente escritas, y el manuscrito me lo mostraba con letra cursiva y escrita por un amanuense y lleno de abreviaturas que ya en los españoles deben conocerse por los copistas, y que yo ignoraba.

      Intenté, no obstante, empezar, pero las dificultades con que tropezaba eran para mis fuerzas insuperables; más, mis nuevos e ilustres amigos y protectores contra el fraile se sonreían y me animaban, asegurándome que muy pronto, y con su ayuda para resolverme las dificultades que encontrase, me familiarizaría con el manuscrito y lograría su copia. Y así ocurrió, puesto que a los tres o cuatro días empecé a descifrar el texto y a copiarlo, notando en ambos señores una expresión admirativa, ante la facilidad con que iba dominando mis progresos paleográficos.

      Por la tarde, cuando salíamos de nuestro trabajo, nos dábamos un paseo por los alrededores del pueblo, pero, ante mi temor de que en casa me regañasen por mi tardanza, me acompañaron para decir que iban conmigo y pedir permiso para que me permitieran dar con ellos el paseo vespertino, bien ganado y necesario después del pesado trabajo del día.

      Desde el colegio hasta el monasterio había más de dos kilómetros, cuesta arriba, que hacía más penosa la ruta por el violento calor del sol que abrasaba. La sala Juanelo se abría desde las nueve hasta las doce, con rigurosa puntualidad, y de dos a cuatro de la tarde, y yo salía de casa a las ocho de la mañana para llegar al monasterio puntualmente, de tal modo que cuando abrían la puerta siempre me encontraba el fraile esperando.

      Los primeros días, las dos horas, entre doce y dos, las aprovechaba para ir a comer a casa y volver a mi trabajo, hecho agotador, que me obligó a pedir que me preparasen una merienda que me serviría de comida, para evitarme el molesto viaje en aquellas horas de verdadera asfixia. Y en efecto, la señora del director ordenó, tras mis súplicas, que me preparasen un poco de queso entre dos rebanadas de pan, único alimento, para un muchacho de dieciséis años, que sustituía a la comida de mediodía; y con tan suculenta comida al dar las doce me encaminaba al bosque adjunto al monasterio, llamado La Herrería, y sentándome bajo la confortable sombra de un árbol, consumía en un santiamén mi frugal «comida», y luego me acercaba a la fuente de los Frailes, cuya fresquísima agua me confortaba extraordinariamente, tumbándome después sobre el césped, contando las campanadas del reloj de la antigua torre, cuarto, tras cuarto, hasta las dos menos diez minutos, en que me encaminaba a reanudar la tarea, que una vez terminada entregué a la señora del director, que la remitió a su marido, en Alemania, donde estaba de viaje de propaganda y de recaudación de fondos, no volviendo a saber ni a ocuparme del asunto, aunque, tiempo después, supe que el director percibió por aquel trabajo 1.500 marcos que el catedrático de Erfurt remitió para mí,


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