Ignacio de Loyola, nunca solo. José María Rodríguez Olaizola

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Ignacio de Loyola, nunca solo - José María Rodríguez Olaizola


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sereno. Contento. Tranquilo. Mira a lo lejos, por la ventana. Y se recoge en una oración silenciosa, con el sentimiento de quien ha descubierto un mundo.

      A partir de este momento le gana la alegría; parece triunfar, en los sueños de Íñigo, el deseo de imitar a los santos. A la luz de esos nuevos ideales revisa cómo ha transcurrido su existencia hasta ahora y siente vergüenza y pesar. La vida cortesana con sus intrigas y engreimientos le resulta ahora fugaz y vana. El servicio de las armas le parece de pronto grosero y excesivo.

      Íñigo es un hombre de extremos. Ahora que ha intuido un nuevo horizonte aparta todo lo demás. Ya tiene un cometido, una meta. Y se entrega absolutamente a ello. Poco a poco va tomando forma un proyecto que se convierte en certeza: irá a Jerusalén haciendo penitencia por su vida anterior. Nada hay ahora más importante para él. Se ve ya caminante en tierras lejanas. Su mente viaja. Su corazón canta.

      La transformación que se ha obrado en él tiene desorientados a sus familiares. Cuando, al caer la tarde, Martín se sienta en la habitación de Íñigo a conversar, las palabras del enfermo le parecen delirios. Pero, ¿por qué sale con estas locuras precisamente ahora que parece que va recuperando la salud? «Temo que esté enloqueciendo», le ha confesado, nervioso, a Magdalena. No sería de extrañar. Después de todo, su hermano menor ha sufrido varapalos considerables en su corta vida. Se ha sometido a operaciones muy dolorosas. Ni siquiera hay certeza de que vuelva a caminar bien. ¿No estará divagando para evitar afrontar un presente sombrío? Martín piensa en esto e intenta ilusionar a Íñigo hablándole de una pronta recuperación y su vuelta al servicio del duque de Nájera. El paciente escucha y calla. Pero, ciertamente, no otorga.

      Los meses transcurren despacio. El verano da paso al otoño. Íñigo recobra las fuerzas y la salud lentamente. Comienza a sostenerse sobre su pierna herida, primero con la ayuda de un bastón, y pronto sin necesidad de nada. Como secuela del daño sufrido le queda una leve cojera que le acompañará siempre. Esto, que hubiera sido una tragedia cuando llegara a la casa meses atrás le resulta ahora un inconveniente tolerable que acepta con paz. A veces se atreve a dar un paseo, acompañado por Magdalena. Entonces sale de la casa y se acerca hasta el río o hasta el caserío del herrero. Le gusta ver a la gente trabajando, oír los ruidos del valle, oler la hierba mojada y sentir el aire frío sobre su rostro. Pero esas excursiones le fatigan y su rodilla dolorida protesta, de modo que la mayor parte del tiempo sigue recluido en su habitación.

      Pasa las horas leyendo, orando y conversando con los de casa. Con la convicción del converso quiere que sus gentes experimenten la misma hondura a la que él se asoma. A veces les emociona. Otras les satura. Pide papel y pluma y escribe, con delicada caligrafía cortesana, copiando párrafos y plasmando sobre el pliego reflexiones que le suscita la lectura. Esa posibilidad de escribir se convierte para él en una nueva forma de oración; subraya palabras, alterna colores, enmarca párrafos que repite, lentamente, saboreando cada palabra. Así, repasa los libros hasta extraer de ellos cuanto pueden darle. En la noche, cuando se ven las estrellas, pasa largos ratos en silenciosa contemplación.

      No cabe duda de que Íñigo es muy radical en su forma de afrontar lo que le trae la vida. No acoge lo novedoso con timidez o a medias. No se enreda en negociaciones consigo mismo. Cuando ha visto claro salta al vacío. Sin seguridades. Sin red. Su nuevo horizonte religioso llena sus pensamientos. Ya no hay futuro fuera de ello. Sólo espera a estar restablecido para echarse al camino. Dos ideas le dominan: purgar su pasado y caminar en las manos de Dios. Desprecia al viejo Íñigo. Su vida anterior le parece ahora miserable y es inmisericorde consigo mismo. Es especialmente duro cuando piensa en sus juegos amorosos, en las mujeres a las que ha utilizado, en la frivolidad de algunas relaciones que ha vivido. Una noche, rezando, se queda absorto. Durante un rato se figura a la virgen María con el niño en brazos. Una alegría honda le asalta. Es una mezcla de devoción y de promesa. Desde aquella hora –dirá muchos años más tarde– «nunca más tuvo ni un mínimo consentimiento en cosas de carne».

      ¿Qué castidad es esta a la que alude? ¿Una evaporación del deseo? ¿Un extraño silencio de la naturaleza en el hombre? Una lectura rápida de las palabras del viejo Ignacio puede inducir a pensar que desde el momento de la conversión nunca más se sintió tentado por la concupiscencia, por la sensualidad o por el deseo. Pero no es eso lo que cuenta cuando narra su historia, ya en las postrimerías de la vida. Lo que señala es que desde esa noche no cedió a los impulsos carnales. Basta un poco de sentido común y realismo para barruntar que tentaciones, fueran muchas o pocas, alguna vez las habría. No se ha convertido Íñigo en un espíritu puro, alejado de su humanidad. Es un hombre joven. Y, como tal, desea, imagina, siente, vibra. Pero también es un hombre fuerte, y una vez convencido de que ha de mantenerse célibe, vivirá su compromiso con absoluta fidelidad. Algo admirable, sin duda, pero que sobre todo nos descubre su carácter y su voluntad indomables. Toda su vida, desde esta larga convalecencia, va a estar consagrada a la persecución de una meta: vivir en las manos de Dios y cumplir su voluntad. No siempre sabrá cuál es esa voluntad. Le quedan, sin duda, muchos pasos que dar. Todavía tiene que dejar que sea Dios el que tome las riendas. Por ahora, es el propio Íñigo el que parece estar al mando de un nuevo proyecto, el que parece decirle a Dios: «Ya verás lo que voy a hacer por ti». Se trata de un hombre que subordina todo a un ideal. Desde esa consagración total se comprende su fuerza de voluntad para no ceder a las tentaciones que conoce bien.

      Jerusalén se convierte en destino. Irá allá, penitente, humilde, desconocido. Hasta empieza a pensar qué hará a la vuelta. A un criado que va a Burgos le manda a informarse sobre la Cartuja, sopesando la posibilidad de llevar vida monacal al retornar de Tierra Santa. En ocasiones sondea a Martín acerca de barcos, de caminos, de los viajes antes emprendidos por sus hermanos mayores. Mantiene silencio sobre su verdadero propósito, sospechando que el hermano mayor, sintiéndose responsable de la familia, tratará de disuadirlo. Sin embargo es imposible ocultar que está planeando algo. Su emoción es palpable. Su alegría tan impenetrable como evidente.

      El invierno avanza. Por fin se siente fuerte. Sus piernas le sostienen cuando pasa largas horas caminando por los alrededores. Sólo un pulcro vendaje es indicio de su lesión. Ha adelgazado mucho, pero se ve saludable. Ríe a menudo. Juega con sus sobrinos. Come poco, pese a la insistencia de Magdalena, que en estos meses ha sido para él madre y hermana, amiga y enfermera. Le conmueve la ternura de la buena mujer.

      Una noche, sentados a la mesa, Íñigo anuncia a sus familiares que la partida es inminente. En unos días se irá. Nadie quiere preguntar: «¿Adónde?». Se hace un silencio expectante. Íñigo no tiene intención de compartir sus planes, pues teme que tratarán de disuadirle, lo que sólo puede conducir a interminables –e inútiles– discusiones. Su decisión está tomada. Le parece prudente hablar con una media verdad: «Será bueno que vaya a Navarrete, a encontrarme con el duque». Martín respira con alivio, aunque, sagaz como es, intuye que falta algo en el lacónico anuncio. La conversación languidece. Tras la cena Magdalena borda, Íñigo lee. Martín contempla el fuego, huraño. Nadie dice más esa noche.

      A la mañana siguiente, Íñigo se sorprende al ver entrar temprano a su hermano en la habitación. «Acompáñame, Íñigo». La voz es autoritaria y cordial a la vez. El joven se deja conducir. Juntos recorren la casa torre. Habitación por habitación, el señor de Loyola va desgranando la historia de la familia. Repite relatos que ambos escucharon, cuando eran pequeños, de labios de su padre. En aquellos años de infancia Íñigo habría abierto unos ojos grandes y extasiados. Ahora se da cuenta, con una punzada de nostalgia, de que todo eso pertenece a un pasado que se ha ido. «Mira que esperamos mucho de ti», está diciendo Martín. Le señala que tiene por delante un futuro brillante, que su actuación en Pamplona le granjea la admiración de todos los hombres, y en especial del duque de Nájera, que todos en la familia confían en él. Íñigo calla. Ese futuro que hace unos meses le hubiese parecido extraordinario le deja ahora indiferente. Su cabeza está, hace semanas, recorriendo nuevas tierras. El hombre que ha salido de la enfermedad es muy distinto al que llegara a Loyola, diez meses atrás, casi agonizando.

      Los primeros pasos

      En febrero de 1522 abandona su casa –y su vida anterior–. La despedida es extraña. Flota en el aire un silencio forzado. Demasiadas explicaciones que unos no se atreven a pedir y otro


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