Ignacio de Loyola, nunca solo. José María Rodríguez Olaizola

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Ignacio de Loyola, nunca solo - José María Rodríguez Olaizola


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creer que le han de bastar unos días para salir de aquí trasmutado en el gran santo que sueña. Supone que esta etapa es el final de la metamorfosis que comenzara, meses atrás, con sus lecturas de enfermo. Lejos está de intuir que su gran cambio no ha hecho más que comenzar. Pero, por el momento, Dios le deja hacer. Tiempo habrá para un encuentro distinto.

      Su estancia en Montserrat tiene dos objetivos. El primero tiene que ver con su vida pasada: Íñigo ve llegado el momento de confesarse por todo el mal que descubre en su existencia anterior. El segundo mira al futuro: ha llegado la hora de convertirse en peregrino.

      El monasterio es un lugar de incesante actividad. La devoción por la Virgen morena está extendida por toda la geografía hispana. Sin cesar acuden a este santuario siervos y señores, hombres y mujeres que buscan consuelo, cumplen promesas, agradecen favores o imploran la protección maternal de la Virgen... Íñigo busca un confesor. Se acerca a un monje que pareciera estar esperándole en una de las capillas laterales de la Basílica, se arrodilla y habla. Lleva tanto tiempo callando sus planes, ocultando sus verdaderos propósitos y expresándose con medias verdades que cuando comienza a hablar las palabras brotan a borbotones, sin control. Llora, se exalta. Describe con dolor las miserias de su vida pasada. Expone con ilusión sus proyectos. Juan Chanón, un monje benedictino que a diario escucha tantas voces distintas y comparte tantas historias ajenas comprende que no es esta una confesión habitual. Intuye el vendaval que agita al joven noble que se arrodilla ante él. Le deja desahogarse durante largo rato. Después le propone caminar un poco. Íñigo está sorprendido por el estallido de sus emociones. Está tan acostumbrado a tener el control de las situaciones que experimenta cierta liberación al poder dejarse guiar, al confiarse a otra persona, al compartir sus zozobras y sus deseos, al pedir ayuda, al llorar sin vergüenza por todo lo que no domina.

      Chanón le propone que se tome un tiempo tranquilo. «¿Por qué no escribes y pones en orden todo esto que me has dicho? No hay prisa. Toma unos días. Haz una confesión general. Ponte en las manos de Dios». El sensato consejo suena acertado en los oídos de Íñigo. Después de todo no tiene prisa. Tiene todo el tiempo del mundo.

      Durante tres días alterna la oración, la escritura y las conversaciones con Chanón. Ese encuentro es mucho más que una confesión. Hablar de sus proyectos, de sus planes, de su futuro con otra persona le aquieta, le calma, le ilumina. No se parece a ninguna conversación que haya tenido antes. No es el tipo de confidencia compartida con los amigos en los lejanos días de Arévalo, ni la despreocupada conversación de compañeros de camino. Su interlocutor tiene, a sus ojos, algo de maestro, de testigo, de autoridad y de hermano. Comprende, en ese contacto inesperado, que necesita la ayuda de alguien que le guíe. Que está confuso. Aún no se da cuenta de hasta qué punto está embrollado en su corazón lo afectivo, lo religioso, lo que le suscita Dios y lo que él mismo decide insensatamente, pero tiene la lucidez suficiente para reconocer que necesita consejo. Con Chanón empieza a intuir que la vida interior que apenas barrunta es como un campo de batalla en el que también hace falta aprender estrategias y formas. Que a veces se confunde con respuesta a Dios lo que es soberbia, y otras veces uno deja escapar intuiciones que sólo Dios puede poner en su corazón. El monje le corrige, le propone, se convierte en un espejo humano en el que Íñigo se ve reflejado con la ayuda de otros ojos. Siente la certeza de ser como un niño, necesitado de ayuda y guía. Ingenuamente, Íñigo cree que estos consejos son todo lo que necesita. Lejos está de imaginar que muy pronto será su interior el escenario de una lucha encarnizada que le va a llevar al borde de un abismo. Por ahora escucha con una mezcla de respeto, admiración y curiosidad.

      Desde este momento siempre buscará Íñigo el consejo de otros. Intuye, al conversar con Chanón, que la vida interior también crece, también se cuida. Que es importante discernir lo que pasa dentro, poner nombre a lo que te sucede, reconocer la voluntad de Dios y las tentaciones del mundo en las emociones y los disgustos. El futuro maestro espiritual es, por el momento, alumno que está descubriendo lo mucho que ignora.

      Íñigo habla de Jerusalén, de sus propósitos, de su vida. Chanón le alienta y le matiza, le calma y le asesora. El monje está sorprendido con la pasión de este penitente, distinto de la mayoría de quienes pasan por Montserrat. En esos tres días Íñigo hace planes, con ayuda del benedictino, para dar el último paso. En el monasterio quedará la mula. En la verja del altar las armas, como muda ofrenda a la Virgen. También ha de dejar aquí sus viejas ropas nobles. De Montserrat ha de salir un peregrino anónimo, sin nombre, sin historia. Acuerdan que se detenga en algún punto del camino, no tardando, para pasar unos días tranquilos de reflexión y oración, tratando de poner un poco de orden y serenidad en su espíritu. La tarde del 24 de marzo el monje absuelve a Íñigo por los pecados de su vida pasada mientras este llora en silencio. Al anochecer se despiden. Íñigo recoge de la mula las prendas nuevas y su bastón, y avanza, solitario, hacia la Iglesia donde piensa pasar la noche en oración velando sus nuevas armas. Antes de entrar entrega sus ropas a un mendigo y viste, por primera vez, el hábito de peregrino. En la Iglesia entra el caballero sin corte, el soldado herido, el pequeño Loyola. Al amanecer sale del templo el peregrino. Su destino, Jerusalén.

      El santo, el dedo, la luna y Dios

      ¿Nos puede parecer extraño? ¿Tal vez nos resulta chocante esta conversión de un Íñigo que se decide a imitar a los grandes santos de la historia? En realidad no es algo tan trasnochado. Todas las épocas tienen sus figuras, sus referencias. Desde los mitológicos héroes griegos a los ídolos de masas actuales, cada sociedad y cada época ha tenido sus referentes.

      Quizás hoy hay modelos mucho más variados, y muchos desaparecen rápido. Tanto que ni siquiera da tiempo a memorizar sus nombres antes de que las estrellas más rutilantes de los firmamentos mediáticos se apaguen. Pero están ahí. Jóvenes y adultos los admiran y los aplauden. Se conocen sus historias y sus acciones, sus gustos y sus vicios, sus amores y sus flaquezas...

      Ese mirar –y admirar– a otros es humano. Es cierto que no todo es lo mismo. Quizás la grandeza de una época reside –también– en saber admirar a quien merezca la pena. Y es esa humanidad ávida de sentido la que vemos plasmada en Íñigo de Loyola. Cuando se ve capturado por los relatos de la vida de los santos, cuando decide imitarlos, no está haciendo algo sorprendente ni extravagante. Es un hombre de su época. Y en esa época la piedad ensalza a los santos de una forma tan central que hoy nos resulta difícil de imaginar. En retablos y trípticos, en las iglesias y en los libros...

      Pero todavía tiene que aprender una lección este Íñigo que se echa al camino queriendo imitar a santo Domingo o a san Francisco. Cuando en la Iglesia hablamos de santos, entonces y ahora, no decimos, sin más, que fueron buena gente, o que sus historias fueron dignas, admirables o modélicas. Sobre todo afirmamos que sus vidas son una ventana hacia algo más. Mirándolos a ellos, a lo que hicieron, dijeron y vivieron, a cómo amaron y curaron, a cómo el evangelio ardió en sus vidas, podemos intuir al único que es realmente santo, a Dios. La verdadera santidad no es una virtud de cumplimiento. No es la perfección personal. No es una rareza imposible. Es la capacidad de, en la fragilidad e imperfección propias, ser reflejo del Dios que sí es perfecto. Es ser capaz de enamorarse de tal modo del Dios de Jesús que ese amor se convierte en pasión que arrebata la propia vida.

      Esa es la diferencia entre el icono y el ídolo. El icono refleja algo que está más allá. Al ídolo lo admiramos en sí mismo. Se agota en sí. Tiene algo de vacío. El santo es, para nosotros, un icono, una ventana abierta a la divinidad. El Íñigo de Loyola que sale al camino deseando emular a los santos aún tiene que comprender esa lección. Obnubilado con lo que ha descubierto en san Francisco de Asís o en santo Domingo, quiere ser como ellos. Aún le queda comprender que la gran hondura de estos personajes no es lo que dicen de sí mismos, sino lo que demuestran de Dios. Dice un aforismo que cuando el dedo señala a la luna el necio mira al dedo. De alguna manera eso es una buena descripción de lo que ocurre aquí. Puede uno quedar preso del dedo, del fruto, del santo, sin atreverse a mirar a la luna, la raíz, al Dios al que sus vidas apuntan.

      Y, de paso, así seguimos hoy en día. Vamos descubriendo personas a quienes admiramos. Pero, ¿de dónde sacan las fuerzas, la inspiración, el coraje o la compasión para vivir como lo hacen? ¿Queremos «imitar» a Teresa de Calcuta o a Alberto Hurtado?


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