Ignacio de Loyola, nunca solo. José María Rodríguez Olaizola

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Ignacio de Loyola, nunca solo - José María Rodríguez Olaizola


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consejos de estos últimos días, y al tiempo percibe la inutilidad de más palabras. «Íñigo...», murmura. Finalmente opta por el silencio. Doña Magdalena, cuñada, amiga y a veces madre para Íñigo durante los últimos meses, a duras penas contiene el llanto cuando le abraza. Por última vez ven alejarse al noble hidalgo, al joven gallardo que, con sus vestiduras elegantes parece partir de nuevo, como hiciera dieciséis años atrás, a conquistar el mundo. Con él va su hermano Pero, a visitar a otra hermana, también llamada Magdalena, que vive en Oñate. Dos criados les acompañan. De camino se detienen en el santuario de Aránzazu. Allí, ante la Virgen, Íñigo reza toda la noche. Sus propósitos, sinceros, le resultan también arriesgados. Es osado, pero no ingenuo. Duda de sus fuerzas, teme que su pasado le capture, sabe que dentro de sí permanecen agazapados el cortesano y el militar, el mujeriego y el guerrero. Pide a María que bendiga su camino. Promete ser casto. Se ata con voto a este compromiso. De alguna manera quiere ir jalonando con pasos concretos este camino que comienza.

      En Oñate se queda Pero. Tampoco con este hermano, compañero de correrías años atrás, quiere Íñigo compartir sus proyectos. No ha de extrañarnos este silencio ante el que, siendo clérigo y canónigo de una iglesia azpeitiana, podría parecernos un confidente adecuado para sus inquietudes religiosas. Es un sacerdote que participa de las ambigüedades de su época. Es padre evidente de varios hijos ilegítimos, y su vocación religiosa es resultado de la elección de otros, no fruto de una opción personal. De ahí que Íñigo no vea en él a alguien especialmente capaz de comprenderle.

      Se dirige hacia Navarrete con la compañía de los dos muchachos que le escoltan desde Loyola. Va soltando cabos, despidiéndose de su vida vieja, saldando deudas para echarse a andar libre en las manos de Dios. Por eso se dirige al tesorero del duque para reclamar unos ducados que se le adeudan. El duque, que ya no es virrey, no goza de una situación boyante, pero insiste en que se le pague a Íñigo cuando comprueba que este no está interesado en aceptar un puesto fijo en su casa. Íñigo dispone que parte de ese dinero se emplee en restaurar una imagen de la Virgen, y manda repartir el resto entre gente con la que se siente en deuda. Despide a los dos criados. Parte de Navarrete. Ahora sí, solo.

      El camino hacia Montserrat nos permite comprender lo lejos que está Íñigo de haber dado un giro radical. De algún modo ha cambiado su objetivo, pero no ha soltado las riendas. En su mente todo sigue dependiendo de sí mismo. Antes buscaba brillar en las cortes humanas, y ahora se ha propuesto refulgir en la corte celestial. Pero sigue siendo un hombre que se fía de sí, que quiere vencer. Si va a ser santo, será el más notable, el mejor santo del mundo –parece pensar–. Su lógica no admite medianías. Lejos de casa Íñigo ya no mira mucho a su interior. Cree estar convertido cuando en realidad está en el comienzo de un largo recorrido. Tiene en estos momentos algo de insensato, un poco de irreflexivo y bastante de adolescente. Piensa en hacer penitencias enormes, terribles, dolorosas... para imitar a los santos. Para superarlos. Para agradar a Dios. Es la suya una extraña competición. Un nuevo reto, para demostrar su grandeza, su valía, su talla. Ahora quiere triunfar ante Dios. Es un caballero cristiano. Si Cervantes hubiese visto, décadas después, al joven hidalgo marchando de Navarrete hacia Montserrat, tal vez hubiese reconocido en él algunos de los rasgos de su Quijote, tan loco y tan cuerdo, tan absurdo y tan lógico a un tiempo.

      Todavía le queda mucho recorrido a este Íñigo peregrino para comprender el evangelio, para descubrir en Jesús un Señor y en su Reino un proyecto. Lejos está aún de asimilar la mansedumbre del Cristo pobre y humilde. Las jornadas de marcha transcurren entre devociones y penitencias. Íñigo comparte días de viaje con diversos compañeros. Oculta su nombre. Calla su historia. Está decidido a construir una nueva vida. Le gusta conversar de cosas espirituales cuando coincide con algún caminante bien dispuesto.

      Un día tiene lugar un episodio extraño, que ya anciano Ignacio seguirá recordando. Íñigo va en mula. Escucha pasos tras él y mira atrás. A lo lejos se acerca otra cabalgadura. Aminora la marcha, espera hasta que están a la par. El hombre que le alcanza no es cristiano, sino un moro. Al joven Íñigo le gusta conversar y le encanta la oportunidad de discutir con un pagano. Después de todo, ¿no va él a tierra de infieles, ansioso por predicar el evangelio? Tal vez sea esta una prueba de su capacidad. Se enzarzan en una discusión sobre asuntos de fe. Sin embargo Íñigo sale escaldado. Cuando llegan a la cuestión de la Virgen su interlocutor se muestra intratable al hablar de la virginidad de María. «Pase que hubiera una concepción virginal –llega a decir– pero eso no podría haberse mantenido en el parto». Íñigo razona, insiste, pero sus argumentos no parecen convencer al moro, que poco menos que se burla de él. El joven caballero queda en silencio, humillado y frustrado. La conversación acaba abruptamente. El moro continúa a buen paso, dejando atrás a un Íñigo entristecido. Al poco rato la congoja da paso a la ira. Íñigo se enfada. La rabia le puede. En ese momento no razona. Una violencia sorda le domina. Siente deseos de perseguir al moro y coserlo a puñaladas. El caballero, el hombre de honor que vive en él ha despertado. Hay que vengar una ofensa, infligida nada menos que a la Virgen Santísima. Hay que lavar esa osadía en sangre. ¿Brama también el orgullo herido del joven bruscamente enfrentado con su incapacidad para vencer en la batalla dialéctica? Es posible. Un año antes Íñigo se hubiese lanzado sin dilación en persecución del moro, y es bastante probable que lo hubiese matado. Sin embargo ahora la duda le detiene. ¿Es esa violencia algo propio de los santos? ¿Puede Dios querer esto? En ningún momento se ha imaginado como un peregrino vengador y violento. ¿Qué hacer? Ignacio llegará en el futuro a ser un maestro espiritual, pero el joven Íñigo aún está muy verde en las cuestiones del espíritu. Se debate, sin saber a cuál de sus impulsos hacer caso. ¿Venganza o silencio? ¿Persigue al moro o lo deja ir? ¿Le corta el cuello o lo ignora? Está tan indeciso que toma una decisión salomónica. Que resuelva la mula. Delante hay un cruce. Por el camino más ancho se llega a la villa en la que está el moro. Si el animal toma esa dirección Íñigo matará al ofensor. Por el camino real, más estrecho, se sigue hacia Montserrat sin pasar por la villa. Si es esta la elección del asno será señal de que Dios no bendice esa venganza. Finalmente la mula, o Dios, o la Providencia o la suerte, o de todo un poco, deciden por él. La elección, afortunadamente, es el camino real. Es curioso, y a la vez da vértigo comprender cómo se escribe la historia. No podemos saber qué hubiese pasado si la elección hubiese sido la otra. Con el pasado de poco sirve hacer hipótesis alternativas. En todo caso, podemos afirmar, con humor, casi quinientos años después: «Gracias a Dios que la mula tiró por el camino estrecho»

      Montserrat se va acercando. Poco antes de llegar, Íñigo se detiene en una población grande. Desde que dejó Navarrete ha ido pensando en Montserrat como el punto de partida verdadero de su aventura. La puerta a su nueva vida de peregrino. Lo que hasta este momento han sido proyectos se convertirá al fin en ejecución. Habiendo dejado atrás familia y amigos, dinero y posición, quiere ahora completar su transformación abandonando su ropa de caballero, convirtiéndose en un peregrino anónimo. Utiliza parte del dinero que le queda para hacerse con tela de saco, basta y áspera en comparación con los delicados tejidos a que está acostumbrado. Encarga a una mujer que convierta el paño en una túnica que cubra todo su cuerpo. Compra también un largo bastón que ha de ayudarle en su cojera, y una pequeña calabaza que le servirá para beber. Para completar el atuendo se hace con un par de alpargatas, aunque por el momento sólo calza con una la pierna sana. Carga la montura con sus adquisiciones. Ya está preparado para dar los últimos pasos. Respira despacio. Abandona el poblado. Es consciente de la trascendencia de estos días en su vida. Está convencido, decidido. No hay marcha atrás. El joven Íñigo va a desaparecer para siempre. Está naciendo el peregrino.

      Considera imprescindible darle relevancia al mo-mento. El joven educado en un ambiente cortesano, en el que cada gesto se mide y se carga de significado, necesita expresar la hondura de la encrucijada vital que atraviesa. ¿Cómo hacerlo? En este momento le ayudan las imágenes caballerescas. Después de todo, ¿no se está convirtiendo en un caballero distinto, al servicio de Dios? ¿No es Su causa la que quiere defender y servir? Pues bien, ¿por qué no velar estas nuevas armas, el bastón y la calabaza? Al imaginar la escena no puede evitar sonreír, emocionado y lleno de entusiasmo. Llega, al fin, a Montserrat.

      Aparece el peregrino. Montserrat

      Es el 21 de marzo de


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