Política para profanos. Damián Pachón

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Política para profanos - Damián Pachón


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partido. Desde Bogotá, hasta la última aldea de la República, se crea una solidaridad, partidista, feroz e irresponsable, que es la condición mecánica para la conservación de los empleos. Y lo más curioso del caso consiste en que los panegiristas de tal sistema, por espacio de siglo y medio, lo han cubierto de alabanzas. (Guillen, 2017, pp. 148-149)

      Pues bien, esta es la exacta descripción de una cultura súbdita, de subalternos, es decir, un tipo de creencias y actitudes heredadas de una cultura semifeudal, hermética, vertical, proveniente de los nobles españoles y que los criollos trasplantaron, así como sus enfermedades venéreas, al Nuevo Mundo. Esta cultura súbdita es la herencia de un feudalismo entendido no como modo de producción sino desde un punto de vista sociológico, esto es, como proceso de socialización. Esta cultura súbdita, al determinar prácticas reiteradas en el tiempo, se convierte en un híbrido: una cultura súbdito-parroquial.

      En efecto, el destacado historiador argentino y medievalista de renombre José Luis Romero sostiene, en su libro La Edad Media, que el feudo propiciaba un doble vínculo: el del «beneficio», donde un señor recibe la tierra, signo del honor, el prestigio —pero también el «medio de vida»— de otro señor, y le reconoce su propiedad, a la vez que jura lealtad, o lo que estrictamente se llama vasallaje. Gracias a esta relación, «el vasallo era automáticamente enemigo de los enemigos de su señor, y amigo de sus amigos» (2002, p. 48). Pues bien, este modelo de socialización y de relación de dependencia creó una cultura vasalla, súbdita, servil, que se reproducirá con sus propias dinámicas en el Nuevo Mundo, donde, paradójicamente, no existió feudalismo en el sentido europeo, si bien se configuraron prácticas análogas en el proceso de señorialización que invadió la península en el siglo XVI, justamente a causa del mal llamado «Descubrimiento de América», y con la derrota de la burguesía peninsular en Villalar.

      En la América hispánica, ya a partir del siglo XVI, con el proceso de europeización u occidentalización, la unidad de socialización fue, primero, la encomienda, donde el amiguismo entre el encomendero y el cacique los benefició a los dos, lo que excluyó, y en detrimento, a los encomendados. Fue un acuerdo de jerarquías que los españoles supieron aprovechar muy bien para tener dominio sobre la población indígena y sobre sus recursos. El cacique, por su parte, conservó sus privilegios. De ahí proviene la denominación peyorativa, tan frecuente en nuestro vocabulario político, de cacique político, es decir, del gran elector, o de señor electoral, que aporta votos en las regiones o en los pequeños pueblos gracias al señorío y a las relaciones de «beneficio» y «vasallaje» que lo vinculan con su población leal y sometida. El segundo modelo de socialización en América, que sustituyó a la encomienda, fue la hacienda, o la «casa grande», como la llamó el brasilero Gilberto Freyre. En ambos casos, encomienda y hacienda, el señor está en el centro, y los siervos bajo su cuidado. En analogía, equivale al gobierno del mundo con Dios en el centro, el alma que gobierna al cuerpo (luego cuerpo-social en la metáfora biológica de Hobbes), o a la figura del monarca que está en el centro del reino, tal como aparece en el pensamiento político de Santo Tomás. El Aquinate lo expresó claramente: «El rey ocupa en su reino el lugar que el alma ocupa en el cuerpo y Dios en el mundo» (1994, p. 63). Pues bien, ya Aristóteles había hablado del gobierno de la hacienda que incluía el gobierno de los esclavos, carentes de razón. Ambos modelos explican la constitución social aristocrática que se da en el Nuevo Mundo, la cual tiene sus fundamentos intelectuales en el modelo aristotélico-tomista aplicado en estas tierras, pues fue la escolástica la que sustentó entre nosotros la «casa grande» o hacienda (Gutiérrez, 2001, p. 121). De tal manera que el señor tuvo el «tutelaje» sobre el siervo o, posteriormente, sobre el representado político en la democracia en la posindependencia, lo que en la práctica implica que el ciudadano sea tratado como «menor de edad».

      La hacienda terrateniente generó, en estricto sentido, no solo un modelo de socialización basado en la lealtad, la dependencia, la subordinación, el mimetismo, el solapamiento, la simulación y el tutelaje, sino que desplazó esas orientaciones subjetivas hacia el sistema político, específicamente, hacia el sistema de partidos. Es decir que todo el conjunto de expectativas del siervo en ese sistema social se desplazó y se reprodujo ya en los partidos políticos. De tal manera que si acudimos a los tipos-ideales acuñados por Aldmon y Verba, ya en nuestra vida republicana y durante el siglo XX, encontramos una cultura política en Colombia mayoritariamente súbdita y parroquial, basada en la sumisión y en la tradición, esto es, una cultura tradicional «que se comprende a partir de sus continuidades» más que por «sus rupturas», debida a una «cultura tradicional católica» (González, 2005, p. 227). En últimas, podemos decir que a partir de esas dinámicas se genera una cultura sustentada por lo que el sociólogo Gabriel Restrepo llama «imaginarios de virreinato», que permiten explicar el «carácter formal y no real de la democracia» (1994, p. 175).

      La cultura política súbdita es acuñada por el modelo de la hacienda. Esto se puede explicar claramente desde los aportes del mismo Guillén Martínez, quien en su clásico libro El poder político en Colombia sostiene que la hacienda «implica ciertas normas esenciales para el desarrollo de las actitudes y las formas de conducta de los individuos, en orden a la obtención del prestigio, el poder, la riqueza y la seguridad vital» (1996, p. 231), es decir, que genera orientaciones del sujeto dentro del sistema político hacia ciertos «objetos» o «elementos», lo que origina una cultura política que se traduce en prácticas concretas que buscan asegurar su supervivencia, sus beneficios o la «seguridad vital» mencionada. De ahí que las prebendas electorales, la venta del voto, la búsqueda del ascenso social, etc., son «bienes» que se persiguen en la actitud cotidiana del ciudadano y en su relación con el sistema electoral. Y estos imaginarios son los que explota el político profesional, esto es, el que según Weber vive de la política, frente al electorado considerado como subordinado, necesitado e irreflexivo. Es lo que sucede en las regiones, los municipios y en las zonas donde impera una cultura menos letrada políticamente, sin que la sociedad urbana o gran parte de ella deje de ser vista de la misma manera. De ahí se deriva la concepción de lo público considerado como fortín, como botín, para el enriquecimiento particular de una casta, sin atender a la búsqueda del bien común o bien general. Es, pues, la perversión del telos de la política.

      Esa cultura súbdita se manifiesta de la siguiente manera: a) la prevalencia de una actitud paternalista del político sobre el ciudadano subordinado, b) el aprovechamiento de la carencia de estatus del ciudadano no empoderado frente al político, c) la persistencia de solidaridades y lealtades históricas de subordinación heredadas y reproducidas, d) la promesa del ascenso y la movilidad social por medio del acceso a la torta burocrática del Estado, y e) la concepción de la actividad representante como un derecho señorial y no como un mandato social para la obtención de servicios sociales, entre otras. Todas esas prácticas se reproducen porque el acceso al poder es un privilegio de unos pocos, quienes ven la política como un club familiar, para usar la expresión de Julio Sánchez Cristo, lo cual reproduce una cultura de «señores y siervos», esto es, una cultura feudal, cerrada, hermética y excluyente (Fajardo, 2017, p. 114).

      Lo que queda por aclarar es ¿cómo está emparentada este tipo de cultura política mayoritariamente súbdita con la violencia que ha azotado al país, en campos y ciudades, en las últimas décadas? Lo primero que hay que decir es que esa cultura ha generado un remedo de democracia, esto es, una democracia simulada o rastacuera, que ha pervertido sus objetivos, con lo que se ha convertido esta institución en un simulacro. En segundo lugar, se ha generalizado una cultura de la perversión de los valores, donde la ética por lo público, tanto del político como del ciudadano, ha desaparecido como ideal social. Esta ha sido sustituida por la cultura del «avivato», del aprovechado, que no considera el esfuerzo como un valor a perseguir, sino que, todo lo contrario, produce un ciudadano que considera el «enriquecimiento sin causa», fácil, como un valor civil. Se genera, asimismo, una mentalidad proclive al fraude. En tercer lugar, del modelo de asociación de la encomienda y de la hacienda, que actúan hoy como sedimento o mentalidad en muchas partes de Colombia, tanto rurales como urbanas, «se obtienen las bases sociales, políticas y económicas para establecer una estructura institucional de dominio resistente al cambio y sumamente eficaz, que confirma la estratificación cerrada del tipo de castas» (Fals, 2008, p. 84). Es decir, se origina una cultura política estática, resistente al cambio, impermeable a los valores


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