100 Clásicos de la Literatura. Луиза Мэй Олкотт

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100 Clásicos de la Literatura - Луиза Мэй Олкотт


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la puerta de la Ciudad Esmeralda e hicieron sonar la campanilla. Luego de un momento les abrió el mismo guardián de la vez anterior.

      —¡Cómo! —exclamó sorprendido—. ¿Están de regreso?

      —¿Acaso no nos ves? —preguntó el Espantapájaros.

      —Pero es que creí que habían ido a visitar a la Maligna Bruja de Occidente.

      —Y la visitamos —afirmó el Espantapájaros.

      —¿Y ella les dejó libres de nuevo? —se maravilló el guardián.

      —No pudo evitarlo, pues se derritió —explicó el hombre de paja.

      —¿Se derritió? ¡Vaya, qué buena noticia! ¿Y quién consiguió hacer tal cosa?

      —Fue Dorothy —dijo el León en tono grave.

      —¡Dios mío! —exclamó el guardián, haciendo una profunda reverencia a la niña.

      Después los condujo a su sala de recepción, les puso los anteojos verdes, tal como lo había hecho la vez anterior, y luego los hizo pasar a la Ciudad Esmeralda. Cuando la gente se enteró por él de que Dorothy había derretido a la Maligna Bruja de Occidente, todos se apiñaron alrededor de los viajeros y los siguieron en su camino hacia el Palacio de Oz.

      El soldado de la barba verde seguía de guardia ante la puerta, y él fue quien los hizo pasar en seguida. De nuevo les salió al encuentro la bonita joven verde, quien los condujo a sus respectivos dormitorios a fin de que descansaran hasta que el Gran Oz estuviera dispuesto a recibirlos.

      El soldado hizo avisar directamente a Oz que Dorothy y los otros viajeros estaban de regreso luego de haber eliminado a la Bruja Maligna, pero Oz no envió ninguna respuesta. Los cuatro amigos creyeron que el Gran Mago los haría llamar en seguida, mas no fue así, y no tuvieron noticias de él durante varios días. La espera se les hizo pesada y turbadora, hasta el punto de encolerizarlos el hecho de que Oz los tratara tan mal después de haberles mandado a sufrir tantas penurias. Al fin el Espantapájaros pidió a la joven verde que llevara otro mensaje a Oz, diciéndole que, si no los recibía inmediatamente, llamarían a los Monos Alados para que los ayudara y descubrieran si el Mago cumplía sus promesas o no. Cuando Oz recibió este mensaje, se asustó tanto que avisó que se presentaran en el Salón del Trono la mañana siguiente, a las nueve y cuatro minutos. Ya una vez habíase enfrentado a los Monos Alados en la tierra de Occidente y no deseaba verlos de nuevo.

      Los cuatro viajeros pasaron una noche de insomnio, pensando cada uno en el don que Oz había prometido hacerles. Dorothy se durmió sólo por un rato, y soñó entonces que estaba en Kansas donde su tía Em le decía lo mucho que le agradaba tenerla de regreso en su hogar.

      La mañana siguiente, a las nueve en punto, el soldado de la barba verde fue a buscarlos, y cuatro minutos más tarde se hallaban todos en el Salón del Trono.

      Naturalmente, cada uno de ellos esperaba ver al Mago adoptar la forma de la vez anterior, y todos se sorprendieron muchísimo al mirar a su alrededor y no ver a nadie en la gran estancia. Permanecieron cerca de la puerta y muy juntos uno de otro, pues el silencio era más inquietante que cualquiera de las formas en que se presentara Oz anteriormente.

      Al fin oyeron una voz solemne que parecía proceder de un sitio cercano al punto superior de la bóveda.

      —Soy Oz el Grande y Terrible. ¿Por qué me buscan?

      De nuevo miraron hacia todos los rincones del salón, y luego, al no ver a nadie, Dorothy preguntó:

      —¿Dónde estás?

      —En todas partes —respondió la voz—, pero soy invisible para los ojos de los mortales comunes. Ahora iré a sentarme en mi trono para que puedan conversar conmigo.

      En efecto, la voz pareció llegar ahora desde el trono, de modo que todos marcharon hacia allí y se pararon formando fila ante el gran sillón.

      —He venido a pedirte que cumplas tu promesa, Gran Oz —dijo Dorothy.

      —¿Qué promesa? —preguntó Oz.

      —Dijiste que me enviarías de regreso a Kansas cuando estuviera muerta la Bruja Maligna.

      —Y a mí me prometiste un cerebro —intervino el Espantapájaros.

      —Y a mí un corazón —dijo el Leñador.

      —Y a mí valor —terció el León Cobarde.

      —¿De veras ha muerto la Bruja Maligna? —inquirió la voz, y a Dorothy le pareció que el tono era un poco tembloroso.

      —Sí —repuso—. La derretí con un cubo de agua.

      —¡Cielos, qué súbito! —dijo la voz—. Bien, ven a verme mañana, pues necesito tiempo para pensarlo.

      —Ya has tenido tiempo de sobra —declaró en tono airado el Leñador.

      —No queremos esperar más —dijo el Espantapájaros.

      —¡Debes cumplir tus promesas! —exclamó Dorothy.

      Al León le pareció que no estaría mal dar un susto al Mago, de modo que dejó escapar un tremendo rugido, tan feroz y espantoso que Toto saltó alarmado y fue a dar contra el biombo que había en el rincón, haciéndolo caer. Al oír el estrépito, los amigos miraron hacia allí y en seguida se sintieron profundamente asombrados al ver, en el sitio que hasta entonces ocultaba el biombo, a un viejecillo calvo y de arrugado rostro que parecía tan sorprendido como ellos. Levantando su hacha, el Leñador corrió hacia él, gritándole:

      —¿Quién eres tú?

      —Soy Oz, el Grande y Terrible —contestó el hombrecillo con voz temblona—. Pero no me mates, por favor, y haré lo que me pidan.

      Nuestros amigos lo miraron sin saber qué hacer.

      —Creí que Oz era una gran cabeza —dijo Dorothy.

      —Y yo pensé que era una hermosa dama —manifestó el Espantapájaros.

      —Y yo lo vi como una bestia terrible —dijo el Leñador.

      —Y a mí me pareció que era una bola de fuego —exclamó el León.

      —No, todos estaban equivocados —manifestó con humildad el hombrecillo—. Los estuve engañando.

      —¿Engañando? —exclamó Dorothy—. ¿Acaso no eres un Gran Mago?

      —Más bajo, querida —pidió él—. Si hablas tan alto te oirán, y eso me arruinaría. Todos suponen que soy un Gran Mago.

      —¿Y no lo eres? —preguntó ella.

      —En absoluto, queridita. No soy más que un hombre común.

      —Eres más que eso —declaró el Espantapájaros en tono quejoso—. Eres un farsante.

      —¡Exacto! —reconoció el hombrecillo, restregándose las manos como si aquello le complaciera—. Soy un farsante.

      —¡Pero esto es terrible! —intervino el Leñador—. ¿Cómo voy a conseguir mi corazón?

      —¿Y yo mi valor? —dijo el León.

      —¿Y yo mi cerebro? —gimió el Espantapájaros, enjugándose las lágrimas con la manga.

      —Queridos amigos, les ruego que no hablen de esas cosas sin importancia —pidió Oz— Piensen en mí y en el terrible aprieto en que me encuentro ahora que me han descubierto.

      —¿Nadie más sabe que eres un farsante? —preguntó Dorothy.

      —Nadie lo sabe, excepto ustedes cuatro... y yo —respondió Oz—. He engañado a todos durante tanto tiempo que creí que jamás me descubrirían. Fue un error muy grave eso de haberles permitido entrar en el Salón del Trono. Por lo general no suelo ver siquiera a mis vasallos, y por eso creen que soy algo terrible.

      —Pero, no lo entiendo —objetó


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