100 Clásicos de la Literatura. Луиза Мэй Олкотт

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100 Clásicos de la Literatura - Луиза Мэй Олкотт


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Luego exclamó Dorothy:

      —¡Por cierto eres tan buena como hermosa! Pero todavía no me has dicho cómo puedo regresar a Kansas.

      —Tus zapatos de plata te llevarán por sobre el desierto —contestó Glinda—. De haber conocido su poder, podrías haber regresado a casa de tu tía Em el mismo día que llegaste a este país.

      —¡Pero entonces no habría obtenido yo mi maravilloso cerebro! —exclamó el Espantapájaros—. Me habría pasado toda la vida en el maizal.

      —Y yo no tendría mi bondadoso corazón —intervino el Leñador—. Todo oxidado, habría permanecido en el bosque hasta el fin de los siglos.

      —Y yo sería por siempre un cobarde —declaró el León—, y ninguna bestia de la selva podría decir nada bueno de mí.

      —Todo eso es verdad, y me alegro de haber sido útil a estos buenos amigos —manifestó Dorothy—. Pero ahora, todos ellos tienen lo que más anhelaban, y, además, cada uno posee un reino para gobernar. Por eso creo que me gustaría regresar ya a Kansas.

      —Los zapatos de plata tienen un poder maravilloso —le explicó la Bruja Buena—, y una de sus cualidades más curiosas es que pueden llevarte a cualquier parte del mundo con sólo tres pasos, y cada paso se da en un abrir y cerrar de ojos. Todo lo que tienes que hacer es unir los tacones tres veces seguidas y ordenar a los zapatos que te lleven donde desees ir.

      —Si es así —dijo la niña con gran alegría—, les pediré que me llevan de regreso a Kansas inmediatamente.

      Echó los brazos al cuello del León y lo besó al tiempo que le palmeaba la cabeza con gran cariño. Después besó al Leñador, el que lloraba de manera muy peligrosa para sus coyunturas. Al Espantapájaros lo abrazó con fuerza en lugar de besar su cara pintada, y descubrió que ella también lloraba al despedirse así de sus queridos camaradas.

      Glinda la Bondadosa descendió de su trono de rubíes para dar a la niña el beso de despedida, y Dorothy le agradeció por los beneficios que había concedido a ella y a sus amigos.

      Después tomó a Toto en sus brazos y, habiendo dicho adiós una vez más, unió los talones tres veces seguidas.

      —¡Llévenme de regreso a casa de tía Em!

      Al instante se encontró girando en el aire, tan velozmente que no pudo ver nada ni sentir otra cosa que el viento que silbaba en sus oídos. Los zapatos de plata dieron tres pasos y se detuvieron luego con tal brusquedad que la niña rodó varias veces sobre la hierba antes de descubrir dónde estaba.

      Luego, al fin, se sentó para mirar a su alrededor.

      –"¡Dios bendito!" —exclamó.

      Pues se encontraba sentada en medio de la extensa llanura de Kansas, y frente a ella veíase la nueva casa que el tío Henry había construido después que el ciclón se llevó la otra vivienda. El mismo Henry se hallaba ordeñando las vacas en el corral, y Toto habíase alejado de Dorothy y corría hacia el granero ladrando a más y mejor.

      Al ponerse de pie, la niña descubrió que sólo calzaba medias, pues los zapatos de plata se le habían caído durante el vuelo y estaban perdidos para siempre en el desierto.

      CAPÍTULO 24

      DE NUEVO EN CASA

      La tía Em acababa de salir de la casa para regar los repollos cuando levantó la vista y vio a Dorothy que corría hacia ella.

      —¡Querida mía! —exclamó, tomándola en sus brazos y cubriéndola de besos—. ¿De dónde vienes?

      —Del País de Oz— contestó Dorothy con gravedad—. Y aquí está Toto también... Y, ¡oh, tía Em, cuánto me alegro de estar de nuevo en casa!

      FIN

      Los Muchachos de Jo

      Por

      Louisa May Alcott

      CAPÍTULO I

      DIEZ AÑOS DESPUÉS

      ―Jamás hubiera podido creer a quien me pronosticase los cambios ocurridos en este lugar durante los diez últimos años ―dijo Jo a su hermana Meg.

      Con orgullo y satisfacción ambas dirigieron una mirada a su alrededor. Luego tomaron asiento en uno de los bancos de la plaza de Plumfield.

      ―Así es. Son transformaciones debidas al dinero y a los buenos corazones ―respondió Meg―. Tengo la convicción de que el señor Laurence no podía tener mejor monumento que ese colegio, debido a su generosidad. Y mientras esa casa exista perdurará la memoria de tía March.

      ―¿Recuerdas, Meg? Cuando niñas creíamos en las hadas. Incluso estábamos preparadas para pedirle ―si se nos aparecía una― tres cosas. Las que yo quería pedir las he logrado: dinero, fama y afectos ―dijo Jo, mientras componía su peinado con un gesto que ya de niña le era característico.

      ―También se cumplieron mis peticiones y las de Amy. Sería completa nuestra dicha, como un cuento de hadas, si mamá, John y Beth estuvieran aquí ―la emoción quebró la voz de Meg. ¡Quedaba tan vacío el sitio de la madre!…

      Silenciosamente, Jo tomó la mano de Meg y compartió su emoción. Las miradas de ambas hermanas vagaron por el grato y familiar panorama, mientras mentalmente asociaban pensamientos felices y tristes recuerdos.

      En efecto, muchos y grandes cambios se habían operado en el pacífico Plumfield hasta convertirlo en un lugar de gran actividad.

      La casa de los Bhaer se mostraba más hospitalaria que nunca, exhibiendo sus reformas, su bello jardín y cuidado césped. Ofrecía un aspecto de paz y prosperidad del que careció en otras épocas.

      En la cercana colina se levantaba el majestuoso colegio construido a expensas del legado del señor Laurence. Por los senderos que fueron campo de travesuras de la chiquillería iban y venían ahora estudiantes de ambos sexos. Jóvenes que disfrutaban de las ventajas que la sabiduría, bondad y riquezas habían puesto a su alcance.

      En el cielo ―antes surcado por majestuosas águilas― volaban ahora infantiles y multicolores cometas.

      Entre los árboles, a las puertas de Plumfield, podía divisarse la finca donde Meg vivía, y muy cercana a la misma, la mansión donde el señor Laurence se había refugiado cuando el incesante progreso de la población llegó al extremo de que se instalara una fábrica de jabón junto a la residencia que entonces habitaba.

      Los cambios importantes empezaron al emigrar nuestros amigos de Plumfield, y trajeron la prosperidad para la pequeña comunidad.

      El profesor Bhaer, como presidente del colegio, y el señor March, en su calidad de capellán, vivían felices por la realización de su sueño.

      Por su parte, las hermanas se habían repartido tácitamente el cuidado de la gente joven: Meg era la incondicional amiga de todas las muchachas; Jo, la inevitable confidente y defensora de los jóvenes; Amy, la protectora de todo aquel que necesitase ayuda. Ella proporcionaba a los estudiantes necesitados lo preciso para continuar los estudios. No es de extrañar, pues, que su casa hubiese sido bautizada con el significativo nombre de «Monte Parnaso», como morada de la música, la cultura y la belleza.

      Como es natural, los doce niños con que había comenzado el colegio estaban esparcidos por el mundo. Habían tomado distintos derroteros, muy de acuerdo con sus naturales inclinaciones. Sin embargo, todos tenían siempre un cariñoso recuerdo para Plumfield, y con frecuencia aparecían por aquel lugar a recordar tiempos felices.

      Luego, saturados de recuerdos, emprendían nuevamente sus deberes con redoblado ardor, con un intenso deseo de ser útiles a sus semejantes. Porque recordar los inocentes días de la infancia mantiene la ternura del corazón.

      En breves palabras relataremos la historia de cada uno. Luego seguiremos con un nuevo capítulo de sus vidas.


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