100 Clásicos de la Literatura. Луиза Мэй Олкотт

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100 Clásicos de la Literatura - Луиза Мэй Олкотт


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de estudiantes de latín! ¡Extra! ¡Extra!

      Por su parte, «Medio-Brooke» gritó también alegremente:

      ―¡Atención! ¡Ha llegado el «Comodoro»!

      La noticia fue acogida por el grupo con alegría. Todos quisieron leer el periódico que anunciaba la llegada del Brenda, con matrícula de la ciudad de Hamburgo.

      ―He podido hablar con él. Está bien. Muy contento y curtido por el sol y el aire marino. Está muy contento. Espera ser segundo piloto, ya que el otro ha sufrido un accidente y está con una pierna rota…

      Instintivamente pensó Nan: «Tendré que visitarle». Pero la conversación continuaba:

      ―¿Y Franz?

      ―¡Otra noticia! ¡Franz se va a casar! Sí, sí. La novia se llama Ludmilla Hildegard Blumenthal. De muy buena familia, y muy bella. Franz desea venir a ver al tío para pedirle el consentimiento. Luego, ¡ya lo tenemos convertido en un auténtico burgués!

      ―Es una alegría para mí. Nada me satisface tanto como ver que mis muchachos se van casando. Que encuentren excelentes mujercitas. Ahora ya estaré tranquila con respecto a Franz ―exclamó Jo, con satisfacción.

      ―Pues yo pienso lo mismo ―dijo Tom, mirando a Nan por el rabillo del ojo―. Soy de la opinión qué tanto los jóvenes como las muchachas deben apresurarse a contraer matrimonio. Cuanto antes, mejor. ¿No es cierto, John?

      ―Sí, claro. Siempre que se encuentre pareja. Desde luego no es conveniente que los jóvenes se vayan de Nueva Inglaterra. La población femenina excede a la masculina y a este paso no sé…

      Nan aprovechó la oportunidad.

      ―Mejor así. Si sobran mujeres, nosotras podremos dedicarnos a lo que más nos agrade sin defraudar a nadie.

      Tom dio un respingo al oír estas palabras. El suspiro que se le escapó hizo reír un buen rato a todos los concurrentes.

      ―Las mujeres útiles como tú son muy necesarias ―dijo Jo, mientras seguía remendando calcetines―. Por eso estoy orgullosa de tus propósitos y te deseo grandes éxitos. Incluso pienso a veces que también yo debí permanecer soltera. Sin embargo, me casé, y no lo siento.

      ―Tampoco yo. Porque ¿qué hubiera sido de mí sin mi mamaíta? ―exclamó Teddy cómicamente, Y con un súbito arranque, estrujó a su madre. Más que un abrazo era un zarpazo de oso.

      Una vez se hubo librado de la efusión de su vehemente hijo, Jo recompuso su peinado, enderezó el cuello de su vestido y falsamente severa reprendió a Ted.

      ―Si de vez en cuando te lavaras las manos y reprimieras tus impulsos, mis vestidos te lo agradecerían. No te quepa duda.

      En aquel momento sonó la voz de Jossie, que se hallaba en la plaza, algo separada del grupo. Con un gran patetismo, empezó a recitar los versos de «Julieta en la tumba». Tanto arte y realidad puso en su declamación que cuando terminó todos prorrumpieron en aplausos, que ella recibió sofocada, como sorprendida.

      Jo arrojó un ramillete multicolor a su sobrina. Estaba compuesto por los calcetines que acababa de zurcir y era como un ramo de flores a una artista insigne.

      ―Ahora comprendo lo que sentiría mamá cuando yo decía que sería actriz ―se lamentó Meg.

      ―No tendrás más remedio que aceptar lo inevitable, Meg ―dijo Jo―. Es evidente que tu hija ha nacido para actriz.

      John «Medio-Brooke», para contentar a su madre, quiso reprender a Jossie, pero la muchacha se burló de él.

      Jo se puso a reír, verdaderamente divertida.

      ―Vaya par de hijos tienes, Meg. Jossie tenía que haber sido hija mía, y Rob, hijo tuyo. Sólo que entonces mi casa sería la torre de Babel y la tuya un paraíso.

      Y recogiendo sus enseres de labor se levantó y, con Meg, empezó el regreso a su casa, dejando a Ted burlándose de Jossie.

      Nan emprendió el camino hacia el domicilio de sus pacientes. A su zaga ―cómo no― el constante Tom, feliz de poder hacerle compañía.

      CAPÍTULO II

      «EL PARNASO»

      El nombre era el más apropiado que se le podía haber puesto. Parecía realmente la mansión de las Musas, especialmente aquella tarde.

      A través de una de las ventanas de la biblioteca podía verse a Clío, Calíope y Urania. En el salón, bailaban Terpsícore y Talía. Erato paseaba con su amante por el jardín, y de la sala de música salían las voces de un afinado coro. Era la mansión de las artes. Laurie, nuestro antiguo amigo, era un Apolo algo maduro ya; pero siempre guapo y simpático. Las preocupaciones y dificultades, de un lado, y el bienestar posterior, de otro, le habían remodelado. Era ahora un distinguido caballero, sereno y señorial, sencillo y amable.

      Indudablemente, a ciertas personas les conviene la prosperidad y no las envanece. Son como flores que crecen mejor a pleno sol. Otras, en cambio, viven mejor en un modesto rincón.

      Laurie, como su esposa, era de los primeros. Desde su boda, la vida fue para ellos como una especie de poema. No sólo feliz, sino también útil, pródiga en bondad, que unida a su fortuna permitía una constante y callada caridad.

      El lujo de su casa era refinado, pero no ostentoso. Artistas de toda índole sabían que encontrarían en ella la amable hospitalidad de aquellos magnánimos anfitriones, amantes de todo cuanto representase belleza. Laurie se mostraba especialmente generoso con los músicos. Amy favorecía mayormente a jóvenes pintores, mucho más desde el momento en que su hija compartió con ella la inclinación a estas artes.

      Sus hermanas sabían bien dónde la encontrarían. Por eso fueron directamente al estudio, donde trabajaban madre e hija. Bess se afanaba retocando un busto de un niño. Amy estaba terminando otro busto, el de su marido.

      Podría decirse que el tiempo no había dejado huella en Amy. Después de diez años, sólo gracias a la felicidad vivida podía conservarse tan bella y joven. Era una dama muy distinguida. Por su posición e inclinación había adquirido una gran cultura. Tanto en los modales, en el gesto, en el hablar, como en el vestir elegante y sencillo, revelaba la delicadeza de sus gustos y un innato refinamiento.

      Bess era el vivo retrato de su madre. De ella había heredado la bella figura de Diana cazadora, sus ojos azules, la blancura de su cutis y el fino y dorado pelo. Esta belleza se completaba con una naricilla correcta y una boca de perfecto trazo, que recordaban las de su padre. Vestida como estaba, con la sencilla blusa de trabajo, resultaba encantadora.

      Jo entró alegremente en el estudio:

      ―Interrumpid vuestro trabajo y oídme. Traigo noticias.

      Madre e hija dejaron sus obras y con Laurie, que acudió presuroso avisado por Meg, rodearon a Jo para escucharla. Ella les comunicó las nuevas que tenía de Franz y de Emil.

      Laurie bromeó:

      ―Eso es peligroso, Jo. Te prevengo. Va a declararse una epidemia en tu rebaño, que lo diezmará. Eso se contagia. Prepárate, porque en esos próximos diez años van a ocurrir grandes cosas. Tus muchachos se meterán en aventuras y…

      ―Lo sé. Espero poder sacarlos con bien de ellas. Indudablemente es una responsabilidad para mí. Pedirán mi consejo en sus asuntos amorosos. Incluso querrán que se los solucione… En parte me gusta: lo confieso. En cuanto a Meg, más que gustarle le entusiasmará.

      ―¿Tú crees? No creo que goce mucho cuando Nath zumbe alrededor de Daisy. Verás, como director de orquesta también recibo alguna confidencia de los muchachos. También me piden consejo y me gustaría poder dárselo ―dijo Laurie ya en serio.

      Discretamente, Jo indicó la conveniencia de no hablar de aquello en presencia de Bess, que se había puesto de nuevo a trabajar.

      Laurie sonrió.

      ―¿Bess?


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