100 Clásicos de la Literatura. Луиза Мэй Олкотт

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100 Clásicos de la Literatura - Луиза Мэй Олкотт


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la contestaré yo mismo. Es de una niña enferma, que me pide un libro que desde luego le enviaré. Pero no puedo atender a todos. ¿Y ésa que tienes?

      ―Es una cartita corta y simpática ―contestó Rob, que se había unido a la tarea―. «Querida señora Bhaer: He leído todas sus obras varias veces. Son estupendas. No deje de escribir, por favor. Su admirador, Billy Babcock».

      ―Sí. Realmente es simpática. De este niño debieran aprender muchos mayores. Ha leído las obras varias veces y sólo entonces se atreve a expresar su opinión, sin pedir nada a cambio de la alabanza. Ya que no pide contestación, escríbele y le das las gracias por su atención.

      Rob se echó a reír leyendo otra carta.

      ―Escucha, escucha ésa. Es de una señora de Inglaterra. Tiene siete hijas. Te pide le aconsejes a qué podría dedicarlas… ¡Y la mayor tiene solamente doce años!

      ―Bueno, la contestaré también. Yo no tengo hijas, por lo cual mi consejo tal vez no sea el mejor. Pero a esa edad lo mejor que puede hacer es dejarlas correr y triscar. Que crezcan sanas y fuertes. Luego, tiempo habrá de pensar en su carrera.

      ―Aquí hay la de un individuo que pregunta si conoces alguna joven apropiada para él, que se parezca a las heroínas de tus novelas.

      ―Dale las señas de Nan ―sugirió «el león» en son de burla―. Sería interesante saber si era capaz de domarla.

      ―Esta otra es la de una señora que desea adoptes a su ―hijo y le envíes un par de años al extranjero para que estudie Bellas Artes.

      ―¡Ni pensarlo! Con vosotros dos tengo bastante.

      Estos son unos ejemplos tan sólo. La correspondencia era abundantísima. Cada día en aumento. Cada día, también, más absurda. Esto justificaba sobradamente la decisión de Jo de prestarles la mínima atención posible. Era la única manera de defender su tiempo y defenderse ella misma.

      ―Bueno, ahora me pondré a trabajar, porque las continuaciones no pueden esperar más. Voy muy retrasada. No estaré para nadie. Sea quien fuere. Aunque se presentase la mismísima Reina Victoria.

      ―Espero que la jornada te sea fructífera ―le contestó su esposo, que también había estado despachando su correspondencia―. Almorzaré en el colegio con el profesor Plock que hoy nos visita. Los Junglinge van al «Parnaso». De forma que podrás trabajar tranquila.

      Besó cariñosamente la frente de su esposa y salió, llevando los bolsillos llenos de libros, una cartera con diversas muestras de piedras para la clase de geología y un viejo paraguas.

      ―Desde luego, si todos los maridos fuesen como tú, todas las escritoras rendirían mucho más y vivirían más y mejor ―murmuró Jo, saludando afectuosamente al profesor Bhaer, en marcha ya hacia el colegio.

      Siguiendo los pasos de su padre, tan cargado de libros como él y con idéntico caminar cachazudo y tranquilo, Rob se encaminó a la escuela.

      Observándolos tan iguales y sabiendo lo buenos y pacíficos que eran, Jo sonrió complacida.

      ―Ahí van mis dos profesores. ¡Dios los bendiga!

      Emil ya no estaba en casa. Había regresado al barco. Teddy andaba aún por la habitación, pretextando buscar algo.

      Antes de ponerse a escribir, Jo quiso dar los últimos toques al arreglo de la salita. Estaba arreglando un visillo de la ventana cuando divisó a un artista tomando un croquis de la casa. Simultáneamente, vio detenerse un coche ante la puerta, y unos instantes después sonaba la Campanilla.

      ―Allá voy, mamá ―se ofreció Teddy, mientras con un manotazo trataba de dominar un mechón que le caía por los ojos.

      ―No deseo ver a nadie. Arréglate como puedas para darme tiempo a escapar ―murmuró Jo, disponiéndose a esconderse. Pero antes de lograrlo, un hombre entró en la habitación. Llevaba una tarjeta en la mano.

      Jo tuvo el tiempo justo para esconderse tras una cortina. Teddy se encaró al desconocido con el ceño fruncido.

      ―Estoy escribiendo una serie de artículos para el Saturday Tatler. Deseo hablar con la señora Bhaer ―y mientras decía esto con acento de importancia tomaba mentalmente nota de todos los detalles de la habitación, con objeto de aprovechar el tiempo.

      ―La señora Bhaer tiene por costumbre no recibir periodistas.

      ―Pero seguramente hará una excepción conmigo. Unos segundos tan sólo…

      ―El caso es que no puede ser. Porque en este momento no está en casa. ―Y mientras afirmaba seriamente esto, Teddy trataba de adivinar si su madre había salido ya por la ventana como otras veces tuvo que hacer.

      ―¡Vaya, sí que lo siento! Volveré otro día. ¿Es ése su estudio? ―mientras hablaba se esforzaba por entrar en el aposento.

      Teddy hizo honor a su apelativo de «león». Con firmeza mantuvo a raya al intruso.

      ―No. No lo es.

      ―Usted podría ayudarme. Por ejemplo: ¿qué edad tiene la señora Bhaer? ¿Dónde nació? ¿Cuál fue la fecha de su boda? ¿Cuántos hijos tiene?

      ―Verá…, tiene cerca de sesenta años; nació en Nueva Zembla; hoy, precisamente, se cumplen cuarenta años de su boda y tiene once hijos.

      La disparatada respuesta y la cara totalmente seria de Teddy contrastaban tanto, que el periodista se echó a reír. Se daba por vencido.

      Pero en el mismo instante irrumpió en la casa una señora seguida por tres muchachas recién acicaladas.

      ―Hemos venido desde Oshkosh, y desde luego no queremos marcharnos sin ver a nuestra querida tía Jo. Mis hijas han leído todos sus libros y están verdaderamente desesperadas por conocerla. Ya me doy cuenta de que es una hora intempestiva. Pero como debemos ir a ver a Holmes, a Longfeller y otras varias celebridades no podemos escoger. Dígale ahora mismo que no nos molestará esperar un poco, si aún está arreglándose. ¡Ah! Y dígale también que soy la señora Eratus Kingsbury Parmalee, de Oshkosh.

      Teddy quedó sin entender la mitad de esta parrafada, dicha a toda velocidad y con aire de suficiencia. El muchacho quedó boquiabierto, mirando a las jovencitas. Al fin reaccionó.

      ―La señora Bhaer no está en casa. Si ustedes quieren pueden entretenerse mirando por ahí. Luego pueden pasar al jardín.

      ―¡Oh, gracias, gracias! ¡Qué sitio más encantador! Aquí es donde escribe, ¿verdad? Y éste debe ser su retrato, ¿no es cierto? Así me la imaginaba yo. ¡Qué serenidad, qué espíritu!

      El retrato que alababan representaba a la honorable señora Norton. Se habían confundido porque estaba representada con la pluma en la mano, en actitud de escribir.

      Teddy tuvo que hacer un auténtico esfuerzo para no reír a carcajadas. Maliciosamente, señaló el retrato de su madre colgado detrás de la puerta. Era una obra muy desafortunada.

      ―Su retrato es aquél… Lo pintó mi tía y hay que reconocer que es bastante malo.

      En su fuero interno, Teddy disfrutó lo indecible al ver los esfuerzos de las muchachas para disimular su desilusión. La más joven, que apenas contaría doce años de edad, manifestó su contrariedad al comprobar que su ídolo era un ser vulgar según aquel retrato.

      ―Pensaba que tendría unos dieciséis años y que se peinaba con dos largas trenzas. ―dijo, enfriando ya su entusiasmo―. Mejor será que nos vayamos. Podemos dejar nuestros cuadernos por si la señora Bhaer quiere escribir en ellos algún pensamiento suyo.

      Su madre y sus hermanas trataron de disculparla y alabaron el retrato, del que hicieron grandes elogios que sonaban a falsos.

      Parecía que iban a marcharse cuando la señora Kingsbury vio en la estancia contigua una mujer de mediana edad, con un pañuelo en la cabeza, atareada en sacar el polvo. Antes de que Teddy pudiera evitarlo la impetuosa señora se encaminó


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