100 Clásicos de la Literatura. Луиза Мэй Олкотт

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100 Clásicos de la Literatura - Луиза Мэй Олкотт


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sus esfuerzos. Su madre iba a ser descubierta. A causa del artista que dibujaba en el jardín no pudo salir por la ventana y ahora sería identificada rápidamente porque acababan de ver su retrato.

      La señora Kingsbury miraba todo aquello como si estuviera en éxtasis. Gracias a esto no pudo advertir que el rincón que ella admiraba contenía el butacón del señor Bhaer, con sus cómodas zapatillas al pie, sus habituales cigarros y un montón de correspondencia a él dirigida.

      ―¡Qué emoción! Parece como si advirtiese en este rincón la presencia de la Inspiración. Niñas, de aquí han salido esas obras maravillosas… que nos han conmovido, que nos han deleitado, que han hecho vibrar nuestra sensibilidad… ¡Qué emoción! Joven, ¿nos permite quedarnos con un pequeño recuerdo? Algo que ella haya tocado. Una pluma, un papel. Cualquier cosa.

      En aquel momento, una de las muchachas se acercó a Jo.

      ―¡Mamá, ésa es la señora Bhaer! ¡Es ella!

      La señora Kingsbury volvió a mirar a la mujer que ella había creído una criada.

      ―¡Claro! ¡Naturalmente que sí! ¡Qué agradable sorpresa!

      Y cerrando el paso a la apurada Jo que trataba de escabullirse, la señora Kingsbury le soltó su rápida y ruidosa verborrea:

      ―Por favor, señora Bhaer. Comprendemos que está usted muy atareada. No se preocupe por nosotras. Así como va está usted muy bien. ¿Verdad, niñas? Permítanos estrechar su mano, por lo menos. Será un honor y un placer para nosotras.

      Resignadamente, Jo les ofreció su mano.

      ―Si algún día va usted a Oshksh no tendrá ocasión de pisar su suelo. Porque el pueblo la llevará en hombros, en triunfo. Tal es la admiración que se le profesa.

      Ante esta perspectiva, Jo anotó en su mente la decisión de no visitar aquella población ni por error. ¡Porque si todos los habitantes eran como la señora Kingsbury!…

      Satisfechas ya por el contacto directo con la famosa escritora, madre e hijas prosiguieron su itinerario, corriendo y atropellándose para poder visitar aquella misma mañana a Holmes, Longfeller «y otras celebridades».

      Una vez libre de aquellas inoportunas visitas, Teddy y Jo respiraron aliviados.

      ―No me has dejado tiempo para escabullirme. Estuve oyendo los embustes que has soltado al periodista. ¿Qué va a pensar de nosotros? Claro que insistía tanto… ¡Dios mío, ni en casa puedo estar ya tranquila! ¡Son tantos contra una sola!…

      Mientras Jo se lamentaba, Teddy estaba mirando hacia el jardín. Súbitamente se animó y con cara de guasa se dirigió a su madre.

      ―Pues eso no fue nada. Ahora, ahora viene lo bueno. Por el jardín avanza un verdadero ejército. Parece un colegio de señoritas con sus profesores al frente. ¡Ya se desparraman por el jardín!

      Jo se llevó las manos a la cabeza. Dio media vuelta y desapareció escaleras arriba.

      ―¡Por favor, Teddy, enfréntate a los invasores! ¡Defiende mi tranquilidad!

      El muchacho salió al encuentro de aquellos ruidosos visitantes y pudo evitar que penetrasen en la casa a base de una excusa. Lo que no pudo conseguir es que se desparramaran por el jardín, se sentaran por el césped y se dispusieran a almorzar allí como si fuera un parque público. Cuando finalmente se fueron quedaron visibles muestras de su paso: por las flores que se llevaron «como recuerdo de la gran escritora» y por los papeles que dejaron, como muestra de su poco cuidado.

      Parecía imposible que las adversidades de aquel día fuesen superadas. En realidad, la calma duró unas horas, que Jo procuró aprovechar trabajando con intensidad. Su labor pronto hubo de interrumpirse, porque Rob llegó, jadeando por la carretera, con una mala noticia.

      ―¡Mamá, mamá! Prepárate en seguida. Van a venir los colegiales del Young Men’s Christian Union. Me vienen pisando los talones. ¡Y son bastantes! Papá pensó que seguramente querrías recibirlos. Dice que siempre atiendes mejor a los chicos que a las chicas.

      ―Naturalmente que sí. Los muchachos siempre son comedidos. No hacen ni dicen tantas estupideces. Las chicas, en su afán de demostrar sus sentimientos, se muestran empalagosas y sin pizca de sinceridad. ¡En fin, nos prepararemos! Aunque tengo la esperanza de que se desanimen, porque esos nubarrones presagian un chaparrón.

      Jo intentó proseguir la tarea. Se había fijado la obligación de escribir treinta cuartillas diarias y estaba muy retrasada. Sonrió cuando oyó el primer trueno y vio caer el agua en fuerte chubasco. Pero cuando ya se creía segura, y se deleitaba mirando la lluvia salvadora, quedó paralizada por la sorpresa viendo una procesión de paraguas avanzando inexorablemente hacia su casa.

      ―¡Oh no; no es posible! Si son docenas…, vienen todos. Son más de cien.

      Jo se arregló maquinalmente, mientras daba instrucciones para hacer frente a aquel auténtico ejército.

      ―Por la lluvia no hay más remedio que recibirlos en casa. Lo van a poner todo perdido. Colocad un barreño aquí para los paraguas, poned felpudos en la puerta, retirad las alfombras…

      Dando precisas y enérgicas órdenes a Rob, a Teddy y a las criadas, lo preparó como mejor pudo.

      Al llegar los colegiales a la puerta, el profesor Bhaer les dio la bienvenida con un breve discurso, que los muchachos oyeron encantados sin importarles en absoluto la lluvia que seguía cayendo.

      Jo se compadeció de ellos. Salió a recibirlos y les pidió que pasasen al salón, cosa que todos hicieron con entusiasmo.

      El barreño del vestíbulo quedó lleno de paraguas empapados y el perchero saturado de sombreros.

      Trap, trap, trap, trap… Pares y pares de botas enfangadas fueron pisando rítmicamente el parquet de la casa, dejando visibles sus huellas. Vestíbulo y salón quedaron como un campo de batalla.

      Con la mejor buena fe del mundo aquellos muchachos ofrecieron a Jo sus variadísimos obsequios: una colección de mariposas, una tórtola enjaulada, una cesta hecha con mimbres, un banderín del colegio, un castillo de papel… Jo saludó a los muchachos uno por uno, y les agradeció sus atenciones.

      Pero cuando terminó pudo darse cuenta que sobre la mesa aparecía un considerable montón de tarjetas para que ella les dedicase una frase y un autógrafo. Ahora le tocaba a ella.

      Resignadamente, Jo satisfizo la petición de aquellos muchachos.

      Por fortuna salió entonces el sol, y brilló el arco iris con todo su esplendor. Los maestros decidieron que era el momento apropiado para marcharse.

      Antes, no obstante, entonaron un himno en honor de Jo, «la insigne escritora», con más voluntad que acierto. Las voces eran potentes, seguramente demasiado, pero desafinaban con extraordinario acierto.

      ―¡Hurra! ¡Hurra! ¡Hurra!

      Cuando se hubieron marchado, Jo miró desolada alrededor suyo. Se necesitarían horas y horas de enérgica limpieza para remediar los efectos de aquella ruidosa visita.

      ―Ellos no han tenido la culpa de que lloviera. Después de todo no han sino lo pesados que suelen ser otros. Pero necesito trabajar, tengo necesidad de hacerlo.

      Pero estaba visto que era un día aciago. Al poco rato, Mary se presentó, conteniendo la risa a duras penas.

      ―Lo siento. Pero se presentado una señora que pide autorización para cazar langostas en su jardín.

      ―¿Qué dices? ―preguntó Jo con incredulidad.

      ―Sí, sí. Langostas o saltamontes, que es lo mismo. Le dije que usted estaba muy ocupada y me contestó: «Tengo una colección de saltamontes de las principales celebridades. Me falta uno del jardín de la señora Bhaer».

      Jo rio, divertida por la extravagancia.

      ―Que se lleve todos los que quiera. No deseo otra cosa que librarme de ellos.

      Mary


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