100 Clásicos de la Literatura. Луиза Мэй Олкотт

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100 Clásicos de la Literatura - Луиза Мэй Олкотт


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aquella toquilla roja. Y ¡por favor, Mary! Desearía trabajar. ¡Por favor!

      Una vez más se presentó Mary.

      ―¡Señora, señora! Se ha metido un hombre en casa. Tiene un aspecto muy sospechoso. Le he dicho que usted no recibía a nadie y ha dicho que no se iría sin verla.

      ―¡Eso ya pasa de la raya! Por la fuerza no debemos someternos. Ahora bajo para tratar debidamente a ese impertinente ―exclamó Jo, ya decididamente enfadada.

      Mary siguió a Jo, sofocada e indignada, pero deseosa de ver otra vez a aquel hombre misterioso, que a pesar de su aspecto desaliñado parecía muy interesante.

      ―Ha dicho que si no le recibía, lo iba usted a lamentar.

      ―Además, con amenazas, ¿eh? ¡Vamos, pues!

      Súbitamente sonó una voz. Grave, firme, segura, y con un tonillo burlón.

      ―¿Y no es cierto que lo sentiría usted?

      Jo quedó un segundo paralizada por la emoción. Luego bajó corriendo los escalones que faltaban y se abalanzó sobre el desconocido para abrazarle afectuosamente. Mary lo veía sin creerlo.

      ―¡Dan, Dan! ¡Hijo de mi alma! ¡Qué sorpresa! ¿De dónde sales ahora?

      ―De California. He venido sólo para verla, mamá Bhaer. ¿No lo habría lamentado si no llega a recibirme?

      ―¡Por Dios, calla, calla! ¿No recibirte yo a ti? Si llevo más de un año deseando verte…

      CAPÍTULO IV

      DAN

      Más de una vez había pensado Jo que Dan parecía llevar sangre india en las venas. No sólo por su amor a los espacios libres y a las aventuras, sino incluso por su aspecto físico. Era muy alto, de miembros esbeltos y musculosos. Muy moreno, frente despejada, ojos negrísimos, y de mirada penetrante. Ponía tanto vigor y entusiasmo en todos sus actos que incluso parecía rudo. Pero todo era fruto de su apasionado modo de sentir y vivir las cosas.

      Hablaba a Jo, feliz de poder hacerlo.

      ―¿Que yo he olvidado todo esto? No. De eso no se me puede acusar. Ése ha sido el único hogar auténtico que he tenido. Una prueba: en cuanto la suerte me ha sonreído, ¿qué es lo que he hecho? Correr a participarlo a tía Jo, a la familia Bhaer, a todos los amigos. Ni siquiera me he detenido para adecentarme. Por eso voy así, y más parezco un búfalo que otra cosa.

      Y mesándose la barba rio alegremente.

      ―A mí me gusta el aspecto que tienes. Sabes que siempre me entusiasmaron los bandidos y piratas. A Mary sí la has asustado. Es nueva en casa y no te conocía. Jossie probablemente tampoco te conocerá. Pero Teddy, sí. Te adora y no bastará tu barba para disimular. Casi han pasado dos años desde tu última estancia aquí. ¿Cómo te ha ido desde entonces, Dan?

      ―De primera. Sabes que el dinero me tiene sin cuidado teniendo el preciso para vivir. No quiero la preocupación de una fortuna. Tengo un pequeño pero próspero negocio, ¿De qué me servirá entonces ahorrar?

      ―El dinero no lo es todo, hijo, pero es muy necesario. Debes pensar que cualquier día querrás casarte y establecer un hogar fijo…

      ―¿Casarme yo? ¡Ja, ja, ja, ja…! ¿Quién va a querer casarse con un vagabundo como yo? Me gustan las aventuras, ir de un lado para otro. Me encanta lo nuevo, lo desconocido. Y ya se sabe, a las mujeres les atrae todo lo contrario. Lo tranquilo, lo seguro, lo estable…

      ―Eso es lo que tú crees. De jovencita, a mí me entusiasmaban los hombres como tú. Los aventureros, los atrevidos. Ya encontrarás una mujer, ya. Entonces frenarás tus ímpetus.

      Con una sonrisa burlona, Dan preguntó de repente:

      ―¿Qué diría usted si de repente me presentara casado con una india?

      Jo no se inmutó. Cuando se trataba de Dan todo podía esperarse.

      ―La recibiría encantadísima si era una buena muchacha. ¿Es que acaso piensas casarte con…?

      ―¡Oh, no, no! Era sólo una broma para asustarte. La realidad es que no tengo tiempo para ocuparme de «esas tonterías», como diría Teddy. Por cierto, ¿cómo está «el león»?

      Durante largo rato Jo estuvo hablando con entusiasmo de sus hijos. Pronto llegaron Teddy y Rob, precediendo al profesor Bhaer. Con exclamaciones de alegría se abalanzaron sobre Dan, y entre los dos muchachos y aquel tosco hombretón se entabló una lucha simulada, alegre y divertida, que terminó con los dos chiquillos hechos un ovillo por su forzudo adversario.

      Juntos tomaron el té, generalizándose la conversación. Dan parecía enjaulado, pese a encontrarse a gusto con la familia Bhaer. Pero estaba acostumbrado a los grandes espacios. A largas zancadas recorría la habitación, se asomaba a la ventana y aspiraba profundamente, como ansioso del aire libre.

      En una de las vueltas vio aparecer a Bess. La muchacha quedó parada en el umbral, y miró a Dan.

      ―¡Dan! ¿No me conoces?

      ―¡Caramba, si es Bess! Yo creí que era una princesa. ¡Cómo has crecido y qué bonita estás!

      Inmediatamente entró Jossie que se lanzó en carrerilla sobre Dan, fundiéndose ambos en un abrazo.

      ―Ahora me doy cuenta de que estoy haciéndome viejo ―rio Dan―. Lo que eran unas mocosuelas son ahora unas mujercitas.

      Llevando a las dos muchachas cogidas por los hombros, a la derecha la rubia Bess y a la izquierda la morena Jossie, Dan volvió al grupo que estaba en el salón.

      Jossie hablaba con entusiasmo.

      ―Estás altísimo y tan moreno… ¿Sabes? Se me ocurre una idea genial. Vamos a representar Los últimos días de Pompeya. Tenemos el león y los gladiadores. Pero nos falta un hombre de tu color para el papel de Arbaces. Estarás irresistible vestido de egipcio. No lo dudes.

      Dan se tapó cómicamente los oídos para evitar aquel diluvio de palabras. Inmediatamente llegaron los Laurence, Meg y su familia, y poco después Nan, seguida del inevitable Tom.

      Con todos ellos se formó una tertulia de la que el centro, como es natural, fue Dan. Todos le acosaban a preguntas para que les detallase sus andanzas, y él lo hizo en forma tan amena e interesante, que a todos tuvo subyugados. Las muchachas, impacientes por saber lo que les había traído de aquellas maravillosas tierras; los mayores, admirando la energía y valor de Dan.

      ―Supongo que poco tiempo estarás aquí, ¿me equivoco? ―preguntó Laurie. Luego añadió―: De todas formas, ten presente que la especulación es un juego peligroso. Hoy tienes mucho y mañana nada.

      ―Por ahora no pienso ocuparme de eso. Tengo entre ceja y ceja probar suerte como granjero en el Oeste. Será un sedante después de la agitación de estos últimos tiempos. De ganados ya me ocupé en Australia y tengo una valiosa experiencia.

      Todos sonrieron porque sabían que aquella «valiosa experiencia» del joven Dan se debía a un fracaso sufrido como ganadero.

      ―Me parece una estupenda idea, Dan ―aprobó Jo―. Te estable―ces, nosotros sabremos donde estás y, si es necesario, podemos enviarte a Teddy. Podría emplear en tu granja la mitad de la energía que le sobra.

      El «león» arrugó el ceño. No le seducía la vida de granjero.

      ―Me parece mucho más interesante el negocio de minas ―y al decir eso con aire de suficiencia, examinaba y sopesaba las muestras de mineral que Dan había traído para el profesor.

      John «Medio-Brooke» dio rienda suelta a su fantasía y a su vocación de periodista.

      ―Como eres capaz de grandes cosas, mejor será que fundes una nueva ciudad. Necesitarás un periódico y yo me encargará de él. Haremos grandes cosas. Siempre será mejor que buscar oportunidades en esos periódicos de por ahí.

      ―También


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