100 Clásicos de la Literatura. Луиза Мэй Олкотт

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100 Clásicos de la Literatura - Луиза Мэй Олкотт


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Laurie dedicaron especial atención a las chicas menos agraciadas, vestidas con poca elegancia, o simplemente aquellas que la juventud, más egoísta, tenía un poco olvidadas. Era de admirar la exquisitez con que lo disimulaban.

      Cansados de aquel trajín, Jo y Laurie se encontraron en un aparte.

      ―Tomémonos un respiro, Jo. Lo merecemos. Mientras, podemos contemplar unos cuadros que acabo de adquirir.

      ―Me parece excelente. Me han zarandeado tanto para bailar que me duele todo el cuerpo.

      Desde la sala de música y encuadrados por el marco de un ventanal vieron a un interesante grupo.

      Eran el señor March, sentado en la terraza sobre un cómodo butacón; a sus pies, sobre unos cojines, Bess. Y de pie ante ellos, gesticulando con vehemencia, Dan.

      ―Observa, Jo. Parecen Otelo y Desdémona.

      ―Así es. El brillante atuendo de Dan y su color cetrino, acentuado por las sombras, su apasionamiento, su voz grave, todo, todo es de un Otelo. Bess, tan dulce, vestida de blanco, de dorados cabellos que la luna ilumina, es una inmejorable Desdémona. ¡Ay! Casi me alegro de que Dan se vaya. Es demasiado pintoresco, demasiado arrebatador. Hay tantos corazones románticos por aquí, que causaría estragos sin proponérselo.

      Un poco más allá, en la misma terraza, otra escena teatral. Pero tragicómica. La componían Nan y el inevitable Tom.

      ―¿Es que se ha herido en la cabeza? ―preguntó alarmado Laurie a Jo.

      ―¡Qué va! ―respondió ella riendo―. Nan le ha prohibido acercarse a ella porque olía demasiado, y él lo ha solucionado liándose la cabeza con un pañuelo. Lo que no sé es lo que estarán haciendo ahora.

      Lo que Nan estaba haciendo era practicar en Tom, por necesidad, sus habilidades médicas.

      Sintiéndose romántico, Tom había querido ofrecerle una rosa con tan mala fortuna, habitual en él, que se le clavó una espina. Al muchacho le fue de maravilla, porque ahora su mano estaba retenida por las de Nan, empeñada en sacarle el pincho.

      ―¿Duele?

      ―No, Nan. No duele. Me agrada. Me tiraría de cabeza al rosal si tú habías de quitarme los pinchos.

      ―Pruébalo. A lo mejor entonces tengo un enfermo más grave y te quedas como un cactus.

      ―¡Oh, Nan, porque no…!

      ―Por favor, Tom No acerques a mí tu perfumada cabezota. Me marea, ya te lo dije. En una cabeza, Tom, lo importante no es lo de fuera, sino lo de dentro.

      ―En mi cabeza, como en mi corazón, estás tú.

      Jo y Laurie apenas podían contener la risa.

      ―Deberías intervenir, Jo. Aconseja al muchacho que deje de insistir. Está haciendo un papel demasiado ridículo.

      ―Ya se lo he insinuado muchas veces, pero es constante y tenaz hasta la ceguera. Necesita alguna emoción fuerte.

      Jo y Laurie siguieron su paseo. Poco después se detuvieron un momento para contemplar a Teddy.

      ―¡Vaya, ya está haciendo alguna de las suyas! ―se lamentó la madre.

      ―Espera, espera. Veamos en qué consiste.

      Teddy estaba sobre un taburete, sosteniéndose sobre un solo pie. La otra pierna la tenía levantada hacia atrás, el cuerpo proyectado hacia adelante y las manos en actitud de querer alcanzar algo lejano. Jossie y dos amiguitas comentaban alegremente aquella exhibición.

      Laurie, que en todo veía algo artístico, comentó:

      ―Se diría que es Mercurio intentando volar.

      Si lo intentaba o no quedó en el secreto. Porque súbitamente cedió el taburete ante el peso del «león» que cayó tan largo como era. Con la misma rapidez se levantó, pero el taburete quedó prendido en su pierna, por más que con alocados gestos y grandes aspavientos intentó quitárselo.

      Al oír las risas de Jossie y sus amigas, Teddy convirtió hábilmente su estéril lucha en una danza salvaje. Jo le miraba con una mal reprimida sonrisa.

      ―Es un auténtico potro por domar.

      ―Puede que tengas razón. Pero en todo caso, un auténtico potrillo pura sangre. Tiene carácter y no se arredra por nada.

      ―Estos «cuadros» que acabamos de ver enmarcados por las ventanas ―dijo Jo― son cuadros de vida y animación. Tal vez en algún libro salgan reproducidos algún día. Me has dado una buena idea.

      Jorge «Relleno» y Dolly también asistieron a la fiesta. Aposentados en un rincón, junto a una mesa atiborrada de golosinas, se dedicaron durante la velada a comer y criticar.

      Se esforzaban en aparentar finos modales y en hablar en forma distinguida, pero sus intentos se contradecían con la prisa y voracidad con que engullían sin parar. A pesar de todo, para ellos todo resultaba vulgar, basto y pueblerino.

      En otro rincón tuvo lugar una conversación muy interesante.

      ―¡Es una fiesta magnífica! ―exclamó una muchacha mirando admirativamente a su alrededor―. ¿Te diviertes?

      ―Sí. Pero es que en esta casa es todo tan elegante, que aún con mis mejores vestidos me encuentro ridícula.

      ―Deberías pedir consejo a la señora Brooke. Conmigo fue muy atenta. Parece «imposible la maña que tiene. Con un par de retoques que me indicó, mi vestido parece realmente otro. Tiene un gusto exquisito en todo y se desvive por ayudar.

      ―Realmente resultas monísima con este vestido. Seguiré tu consejo y preguntaré a Meg. En realidad, ya me aconsejó en otros problemas y a Mary Clay también.

      ―A mí me aconsejó gimnasia. Me daba mucha rabia, porque me estaba poniendo como un tonel. Pero ahora ya lo digo tranquilamente porque lo he podido evitar.

      ―Son toda la familia muy buena gente. El señor Laurence paga todas las cuentas de Amelia Merril. ¿No lo sabías? Cuando su padre se arruinó, ella se vio obligada a dejar el colegio. Pero el señor Laurence corre con todos los gastos.

      ―¿Y el profesor Bhaer? ¿A cuántos chicos da clase gratuitamente por las tardes en su casa? A muchos, no lo dudes.

      En la terraza fue reuniéndose un grupo numeroso. Cómodamente sentados en los peldaños de la escalinata, daban cuenta entre bromas de una suculenta cena fría.

      Con su habitual sinceridad, Nan dijo:

      ―Lamento de veras que estos chicos se vayan. Vamos a estar aburridísimas.

      ―Yo también. E incluso Bess, que exige que los hombres sean un modelo de elegancia, hace un momento se lamentaba de lo mismo ―contestó Daisy.

      ―Allí está hablando con Dan. ¡Hay que ver lo que ha cambiado Dan! ¿Te acuerdas que siempre nos perturbaba con sus bromas? Decíamos que acabaría siendo pirata. Ahora me parece el más guapo y distinguido de la reunión.

      ―No estoy de acuerdo, Nan ―contestó la enamorada Daisy―. A mí me gusta mucho más Nath. Encuentro muy atractivo a Dan, lo confieso, pero me cansa con su desbordante energía.

      ―Eso es precisamente lo que me encanta ―interrumpió Nan con entusiasmo―. Un hombre debe ser fuerte, tenaz, activo, enérgico, audaz y si me apuras un poco… tal vez hasta un poquitín pendenciero. Sólo a un hombre así se le puede dar el título de «rey de la creación». En cambio, fíjate en Tom…

      ―Es un buen muchacho.

      ―Sí. Lo es. Nunca lo he puesto en duda. Pero ¿qué es lo que hace? Está perdiendo el tiempo, convirtiéndose en el hazmerreír de todos. No creas que no lo siento, no. Por mi gusto, ningún chasco le daría, pero si le trato con simpatía se forja esperanzas y vuelve a la carga sin darse cuenta de la realidad. Si le rechazo, ¿qué hace entonces? Se lamenta y enfurruña, como un niño que no le dan la golosina que quiere.


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