100 Clásicos de la Literatura. Луиза Мэй Олкотт
Читать онлайн книгу.agresividad la tienes de pequeño. Comprendo bien lo que eso representa, porque también yo he debido luchar para dominarme. Pero por mucho que te cueste, debes conseguirlo. No se puede permitir que por un momento de ira o de ofuscación se pierda toda la labor de una vida. Te aconsejo como a Nath. En los momentos difíciles, la oración es un buen consuelo y la mejor ayuda.
―Con sinceridad debe confesar que rezo pocas veces. Pero procuro dominarme todo cuanto puedo. Lo mejor será que me vuelva a las Rocosas y no regrese hasta que esté manso como un cordero.
―O bien todo lo contrario. Que procures alternar con personas de verdadera categoría moral que te vayan puliendo. A mí me parece que con nosotros no has estado violento, ¿verdad? Eso es porque te hemos tratado con cariño, con lealtad y con sencillez.
―No crea que no lo agradezco…
―Cuanto te vayas procura leer mucho. Yo te proporcionará ahora algunos libros.
Ambos se encaminaron hacia los estantes llenos de libros.
―Escoja libros de viajes y aventuras. No me dé libros piadosos, porque no los leo con gusto.
Jo se volvió y le miró serenamente.
―Dan, no te esfuerces en aparecer peor de lo que eres. Ni hables con desprecio de las cosas buenas. No vayas a abandonar la religión por una falsa vergüenza, que sólo sienten los hombres sin carácter. No es necesario hablar de religión a todas horas. Basta que obres de acuerdo con, ella y le tengas abierto siempre el corazón para todo lo bueno que de ella pueda venirte. No rechaces esta esperanza. Ella te ayudará a superarte.
La mirada de Dan se dulcificó bajo las palabras de Jo. Tenía en realidad un corazón bueno y generoso, pero a sus rudas maneras parecía estorbarle cualquier concesión de tipo espiritual.
Jo prosiguió; sabiendo que había llegado a la conciencia del muchacho:
―En tu equipaje he visto aquella Biblia que te regalé. Me alegra que la conserves. Pero más contenta estaría si se viera menos nueva, más usada. Haz una cosa por mí, Dan. Muy poca cosa. Prométeme que cada domingo, estés donde estés, la leerás un ratito. Siempre te enseñará algo. Siempre te guiará. ¿Lo harás, Dan? No te pido mucho.
―Lo haré ―y en el rostro de Dan nació una amplia sonrisa, sincera, como todas sus reacciones. Jo no quiso hablar más. Se consideraba dichosa con aquella seguridad.
Por eso dejó los sermones y consejos y se dedicó a elegir algunos libros. Dan también curioseó en la biblioteca.
―¡Vaya! aquí está Sintram. Recuerdo que ése era uno de los pocos cuentos que me gustaban cuando niño. ¿Se acuerda usted?
Jo tomó el libro. Mientras lo hojeaba deteniéndose en las láminas fue trazando una comparación.
―Tú y Sintram tenéis muchas analogías. Como él, tú debes luchar solo. Tus enemigos son el pecado y las pasiones; el mal espíritu te hace andar errante por el mundo en busca de fuerza y paz. Incluso como Sintram tus dos compañeros son una yegua y un perro: Octto y Don. No tienes armadura para defenderte, como él, pero acabo de aconsejarte una que te irá maravillosamente: la Biblia. ¿Recuerdas que Sintram luchaba por su madre? Lucha y vence por ella, Dan.
Era conmovedor ver aquel hombrón, ganado por aquellas sugerencias; Sin embargo, se resistía. Quería aparecer duro, escéptico.
―No es posible que tengamos el mismo fin Sintram y yo. Él encontró a su madre, yo…
―… a ti te espera en el cielo.
―¡Bah! No me convence esa idea. ¿Por qué había ella de esperarme?
―¿Preguntas por qué, Dan? Yo te lo diré. Porque las madres nunca olvidan, si son buenas. Y la tuya lo era. Ella huyó lejos de tu madre para salvar a su hijito, para salvarte a ti, de su mala influencia. Si ella viviera todavía, tu vida habría sido mucho más feliz, Haz que su enorme sacrificio no haya sido estéril.
Sorprendida por el silencio de Dan, Jo le miró. Por un instante pudo ver una lágrima rebelde deslizándose por su mejilla curtida.
Al sentirse observado, con un enérgico restregón Dan la hizo desaparecer al momento.
―Bien, me llevaré el libro y lo leeré. Me gustaría encontrar a mi madre donde quiera que ella esté. Pero duda que sea posible…
―Llévatelo y ten la seguridad de que «tus dos madres» pensaran siempre en ti.
La partida de los viajeros fue muy emocionante. Numerosos pañuelos agitados con emoción los despidieron. Ellos correspondían mientras se alejaban, dedicando sus postreros adioses a mamá Bhaer.
Jo se enjugó unas lágrimas. Casi murmurando dijo:
―Tengo el presentimiento de que a uno de los tres ya no volveré a verle… o le veré totalmente cambiado. ¡Que Dios los guarde!
CAPÍTULO VII
EL LEÓN Y EL CORDERO
La marcha de los tres jóvenes fue la señal para una desbandada casi completa.
El profesor llevó a Jo a las montañas para que descansase. Los Laurence se tomaron unas vacaciones en la orilla del mar. La familia de Meg y los hijos de Jo se turnaban en la vigilancia y cuidado de las casas, en Plumfield, entre visitas al mar o a la montaña.
Cuando ocurrieron los sucesos que vamos a relatar, en Plumfield estaban Meg, Daisy, Rob y Teddy. Los dos muchachos acababan de regresar.
Como Nan había ido a pasar una semana con su amiga, y John y Tom estaban de excursión, el lugar había quedado desierto.
El hombre de la casa era Rob que ayudado del viejo Silas estaba de vigilante general.
Tal vez fueran los efectos del aire de mar, pero el caso es que Teddy estaba más revoltoso que nunca. Meg andaba literalmente de cabeza a causa de las travesuras de su sobrino. Octto, la yegua de Dan que estaba temporalmente a su cuidado, estaba rendida de cansancio porque «el león» no le daba tregua. El perro Don estaba ya cansado de lucir sus habilidades ante el muchacho y se rebelaba gruñéndole.
―Me parece que este perro está enfermo. No obedece ya, apenas bebe ni come. Mira que si le ocurriese algo… ¡Dan nos mataba!
―Debe ser el calor. Pero es posible que añore a su amo. O tal vez presiente que a Dan le ha ocurrido algo. Yo he oído decir que los perros…
―¡Bah! ¿Cómo puede saberlo el perro? Lo que pagó que se está acostumbrando a la vida de holganza. ¡Eh Don, ven acá!
―Déjalo, hombre. Mañana podemos llevarlo al veterinario. Él nos dirá si está enfermo.
Pero Teddy ya estaba lanzado, y no atendió a razonamientos. Intentó hacerse obedecer sin conseguirlo. Insistió varias veces ordenando con severidad. Pero el perro estaba irritado y no hacía más que gruñir.
―De manera que no obedeces, ¿eh?
Teddy se había ofuscado ya. Cogió un palo que tenía al alcance y se dirigió hacia Don. El perro se le enfrentó, gruñendo sordamente. Pero el muchacho estaba ciego a cuanto no fuera su propósito. Sin ver el peligro que ello podía representar siguió en su intento.
―¡Detente, Ted! ―gritó Rob.
Y viendo que su hermano no le hacía ningún caso, porque ya hurgaba al perro con el bastón, se puso frente a Don para impedir fuese maltratado.
―Me plantas cara, ¿eh? Tú verás ahora.
Con rapidez Teddy sujetó a Don con la cadena. El perro pareció desconcertado, porque sólo había sido sujetado así un par de veces por su amo. Sele erizó el pelo y hasta tembló de rabia.
―Vamos a ver ahora. Te daré tu merecido.
―¡No le pegues, Ted! ¡Te lo prohíbo!
El pacífico Rob había dado una orden tajante a su hermano. Pero Teddy