100 Clásicos de la Literatura. Луиза Мэй Олкотт

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100 Clásicos de la Literatura - Луиза Мэй Олкотт


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―suspiró la niña con desencanto.

      ―Mi opinión es leal. Absolutamente sincera. Siempre lo he hecho así aunque muchos se han molestado por no creer en sus aptitudes. Pero generalmente no me he equivocado. Otras, en cambio, tenían cualidades innatas. Les dije que siguieran. Unas lo hicieron, otras no pudieron soportar los sacrificios. La fama no está a la vuelta de la esquina.

      ―Pero yo…

      ―A menos que hubieras sido un auténtico genio, de los que no suelen existir, a los quince años no puede decirse aún si se tienen o no buenas condiciones. Eres demasiado joven aún.

      ―Yo no creo ni pretendo ser un genio. Lo único que deseaba saber es si tengo condiciones o no para seguir estudiando y sacrificándome. No me importa estudiar cuanto sea necesario, años y años. Pero me dolería estar obcecada y pretender algo que está lejos de mi alcance. No pretendo ser una Siddons ni una señorita Cameron a pesar de que me ilusionaría.

      ―Si tienes esta ferviente ilusión, debo darte un consejo. Estudia y estudia. Adquiere una cultura lo más amplia posible. Todo cuanto aprendas será beneficioso para tus deseos. Serán los cimientos sobres los que edificar poco a poco, muy lentamente, la realización de tus propósitos. Pero ten en cuenta una cosa. La fama es como una perla en el fondo del mar, que muchos la buscan y muy pocos elegidos tienen la suerte de encontrar. La suerte se debe a la constancia y al sacrificio.

      Jossie sonrió ante estas palabras.

      ―Yo encontré la pulsera en el fondo. Insistí y me sacrifiqué. Puedo ser constante y sacrificada en lo que deseo de verdad.

      La Cameron sonrió a la muchacha. Le gustaba su firme decisión.

      ―Me gustará saber que cuando tenga que dejar la escena tú me sustituirás. Sería menos penoso para mí. En tu mano está.

      ―Eso sería un sueño.

      ―Procura cultivar tu estilo por sencillos caminos. Huye de lo grandilocuente. De lo trágico, de lo fantástico. Acógete a tu propia forma de ser, sencilla, agradable, natural, y a las obras que permitan ponerla en evidencia. Es un don especial ese de poder hacer reír o llorar, conmover y emocionar. Mucho más meritorio que helar la sangre de pavor o estimular la fantasía.

      ―Tío Laurie dice lo mismo.

      ―Es muy inteligente. Él sabe bien lo que te conviene. Déjate guiar por él y dile a tu tía Jo que escriba una obra para ti. Sencilla y humana. De las cosas que ocurren cada día, que parecen ordinarias y son sublimes. Porque todo lo que tiene vida es sublime. Cuando la representes, estaré allí para aplaudirte.

      ―¿De verdad? ¡Qué ilusión! Se lo diré a tía Jo. Ella escribirá algo tierno y natural.

      Aún tuvo la actriz otra alegría para Jossie.

      ―Ayer tuviste un gesto muy bello y meritorio. Me gustaría que lo recordaras. Y para ello, esto me parece apropiado para una sirenita. ¿Te gusta esta aguamarina?

      Antes de que se repusiera Jossie de su asombro, la señorita Cameron desprendió un magnífico broche que llevaba y lo colocó en el vestido de la muchacha.

      Cuando Jossie llegó a casa de sus tíos los sorprendió extraordinariamente. Ellos esperaban que, según hubiese sido la calificación de la famosa actriz, Jossie habría entrado loca de alegría o llorando de desconsuelo.

      Sin embargo entró serenamente, los fue besando uno a uno a los tres. Se despojó de su sombrero y con toda naturalidad dijo:

      ―Me falta mucho todavía. Pero con tiempo y sacrificio lo conseguirá. Ella me lo ha dicho.

      Luego, acosada a preguntas, relató cuanto había sucedido en la famosa entrevista, que por cierto no fue la última.

      Jossie volvió con frecuencia a ver a la actriz. De sus conversaciones nació el responsable convencimiento de que debía sacrificarse mucho, y la voluntad de hacer todo cuanto fuese necesario.

      Cuando pasadas las vacaciones volvió a casa, día a día sorprendió a quienes la conocían con el cambio experimentado. Porque con una voluntad férrea se fue preparando para el papel que Dios le tenía reservado en la vida, cualquiera que fuese.

      CAPÍTULO IX

      MÁS TRANSFORMACIONES

      Declinaba ya aquella tarde de septiembre cuando dos ciclistas subían la cuesta que llevaba a Plumfield. Su aspecto, sudoroso y polvoriento, denunciaba una larga excursión. Pero sus rostros parecían ajenos a todo cansancio, porque estaban radiantes.

      Eran John y Tom.

      ―Adelántate, Tom, y suelta la noticia. Aunque el periodista sea yo, esta vez te cedo las primicias.

      ―Sí, será mejor que lo diga yo.

      Tom siguió pedaleando, mientras John se detuvo ante la puerta de Dove-cote.

      Al llegar Tom, Jo estaba sola, lo cual alegró al muchacho.

      A la señora Bhaer le bastó una mirada para darse cuenta de que algo anormal ocurría.

      ―¡Bien venido, Tom! ¿Ocurre algo?

      ―Un lío. Un lío tremendo. Y me encuentro en medio, liado a más no poder.

      ―Bueno, eso no me sorprende. Es una especialidad tuya. ¿De qué se trata? ¿Has atropellado a alguien con tu bicicleta?

      ―Peor, mucho peor ―gimió Tom.

      ―¿No te habrás atrevido a recetar a nadie, verdad? Eres capaz de administrar estricnina sin darte cuenta.

      ―No, no es eso. Es aún peor.

      ―Me doy por vencida. Dime pronto qué es lo que pasa, porque ya estoy intrigada.

      Tom puso una cara de auténtico pesar.

      ―Tengo novia.

      Aquello era lo último que Jo podía esperar. Por unos instantes quedó silenciosa, con gesto de asombro.

      ―¿De manera que lo has conseguido? ¡No se lo perdonaré nunca a Nan! ¡Adiós carrera!

      ―No, no, señora Bhaer. No se trata de Nan. Es otra muchacha.

      ―¡Ah, bueno, entonces ya todo cambia! Pero es realmente sorprendente un cambio tan radical. ¿Cómo ha sido eso?

      ―Ya le contaré. Pero ¿qué dirá Nan?

      ―No debes preocuparte por ella. Estará la mar de contenta de haberse sacado un moscón que la importunaba a todas horas. Pero, dime, ¿quién es la novia?

      ―¿Es que no le escribió John acerca de ella?

      ―Creo recordar que se refería a una tal señorita West. ¿Es ella? Creo que se cayó…

      ―Ahí empezó todo. Sin querer le di un chapuzón. Naturalmente, después tuve que mostrarme galante y servicial con ella. Es lo lógico, ¿no? A todos les pareció muy natural. Si no hubiéramos ido en seguida todo se habría evitado, pero John se empeñó en quedarse para hacer unas fotografías… ¡y me perdió!

      ―Realmente, nadie diría que acabas de prometerte. Más pareces un recién sentenciado.

      ―Entre retrato y retrato, yo estaba siempre con ella…

      Sacó una serie de fotografías que enseñó a Jo.

      ―Ya veo, debe ser ésa, ¿verdad? Siempre está junto a ti.

      ―Sí. Es «ella». Se llama Dora, ¿le parece a usted bonita?

      ―¡Hay que ver qué clase de hombre eres! ¿Me preguntas a mí si me parece bonita? Sí, me lo parece. Pero lo esencial es que te lo parezca a ti. Y que sea algo más que bonita, por supuesto.

      ―¡Oh, sí! Es muy hacendosa, sabe llevar una casa, coser y una infinidad de cosas. Tiene un carácter muy dulce, canta y baila que da gusto, y le encantan los libros. Los de usted los ha leído todos y me pidió que


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