100 Clásicos de la Literatura. Луиза Мэй Олкотт
Читать онлайн книгу.era ahora el encargado.
Pasó el primer día y la primera noche en forma satisfactoria. Sin embargo, al segundo día empezó a cundir el desánimo. El malhumor era patente, el desaliento crecía. Se discutía… Se presentaba resistencia a remar por parte de los marineros.
Al tercer día, el agua era escasísima y su necesidad imperiosa, batidos como estaban por aquel sol de fuego. Emil, pese a que en tres días apenas probó el líquido vital, propuso que todos los marinos renunciasen a la mitad de su ración en favor del herido y de las mujeres.
La reacción de la mayoría fue negativa. Las privaciones habían despertado en ellos los instintos primitivos y alejado todo sentimiento humanitario.
Vencido por el cansancio, porque estaba sin dormir desde la noche antes del incendio, Emil cedió la guardia a un marinero de su confianza.
Aprovechando que entonces no los podía ver, dos de los tripulantes del bote se abalanzaron sobre el barrilillo del agua, del que se bebieron todo el contenido. Luego cogieron una botella de ron que apuraron totalmente también.
Alertado por María, Emil intervino rápidamente, pero sin poder evitar la pérdida total del agua.
Aquellos dos rebeldes marinos le hicieron frente, enardecidos por el alcohol. Emil derribó a uno de ellos. El otro, perdidas sus facultades a consecuencia del ron ingerido, se lanzó de cabeza al agua en la que se debatió unos momentos tratando de nadar sin conseguirlo. Se intentó ayudarle, pero fue inútil. Su cuerpo se hundió en las profundidades del mar.
Con el corazón encogido ante tal horrorosa escena, los supervivientes acudieron a atender al marino derribado por Emil, que seguía exánime en el fondo del bote. Su sorpresa fue inaudita cuando pudieron comprobar que estaba en los estertores de la muerte por los terribles efectos del alcohol bebido en cantidad, después de haber estado unos días sin apenas comer. No hubo salvación para él.
Esta doble tragedia acabó con la moral de todos.
Sin agua, con dos mujeres a bordo y un herido enfebrecido, a merced de las olas… Sin esperanza…
Desde aquel momento, el silencio fue absoluto. Sólo alguna oración, levemente murmurada, y el enervante ruido de las olas.
Como una burla del destino, que elevó su alegría hasta el paroxismo, en el horizonte apareció una vela. ¡Estaban salvados! Pero su desánimo fue mucho mayor cuando pese a sus desesperadas señales aquel navío se alejó sin verlos.
Sintiéndose responsable de aquellas vidas y no estando en su mano hacer nada para salvarlas, Emil sufría en su fuero interno. Veía al bravo capitán, inconsciente y delirando. A su desesperada esposa, dedicada a atenderle, sin una queja, pese a las privaciones a que se veía sometida. Emil veía también a María, frágil, bonita y espiritual, haciendo frente valerosamente a aquella desesperada situación pese a estar totalmente aterrada.
La miró, especialmente, cuando oyó entonar, con débil voz, un himno que Emil conocía desde muchacho. Pese a que las preocupaciones le embargaban, Emil hizo coro a la joven, cantando aquella bonita canción-plegaria.
Emil recordaba a Jo y sus últimos consejos, y se dijo: «Pase lo que pase, aunque ellos no tengan que verme nunca más ni lleguen a enterarse de esto, quiero que puedan estar orgullosos de mí».
Después de aquel esfuerzo, quedaron medio amodorrados por el calor. De repente, un grito los despertó a todos.
―¡Llueve! ¡Llueve! ¡Está lloviendo!
Efectivamente. Con timidez al principio, con mucha mayor intensidad después, gruesas gotas fueron cayendo del cielo.
Recibieron la lluvia con alegría, con exclamaciones de gozo. Se sentían felices al notar que se empapaban los vestidos, mojándose el rostro, calándose…
Emil venció la tentación de dejarse llevar por la alegría y dispuso las cosas para aprovechar aquel feliz acontecimiento.
―¡Extended las lonas haciendo bolsas! Hay que recoger todo el agua que sea posible.
Como enormes embudos, las lonas vertían el agua de la lluvia a los barrilitos, que terminaron por llenarse.
Aquello fue sólo el principio de la felicidad. Porque al amanecer, con el cielo ya despejado de nubes, Emil avistó la proximidad de un velero.
Sus señales fueron pronto divisadas y el navío viró en su busca. Poco después se hallaban en la cubierta del Urania. Viendo que todos estaban debidamente atendidos, Emil, en funciones de capitán del barco hundido, por imposibilidad del capitán Hardy, dio detallada cuenta del accidente sufrido que supuso la pérdida del Brenda.
Ni por un momento pensó en sí mismo. Primero los demás, luego el deber.
Cuando hubo cumplido su obligación y atendido la curiosidad de los oficiales del Urania aclarándoles algunos detalles, se sintió desfallecer.
Llevaba cuatro días sin probar alimento alguno y sin beber otra cosa que unos sorbos de agua de lluvia.
Aún así, se excusó:
―No es nada. Un ligero desfallecimiento.
Fue llevado a un camarote y acostado, casi a la fuerza en una litera y revisado debidamente por el médico de a bordo.
―Estoy bien, doctor, no es nada. ¿Y los demás?
―Los he visto a todos. Tienen gran agotamiento, pero nada grave. El capitán Hardy, en cuanto se reponga de los efectos de la fiebre, tendrá que batallar con unas heridas de segundo grado. Pero estoy seguro que no habrá complicaciones.
―¡Menos mal! ¡Ah! Oiga, doctor. He perdido la noción del tiempo. ¿Qué día es hoy?
―Es el día de Acción de Gracias, muchacho. Lo celebraremos con un almuerzo al estilo de Nueva Inglaterra. Le va a sentar bien después de estos días, ¿eh?
Cuando el doctor le dejó solo, Emil dejó volar el pensamiento.
El Día de Gracias; ningún otro mejor que éste para agradecer al Creador el don de la vida y la dicha de vivirla, especialmente después de haber pasado por tales adversidades.
Pensando así, Emil, el jovial y alegre marino, el muchacho siempre dispuesto a entonar una canción o bromear con una joven, elevó mentalmente una oración:
«Gracias, señor, por todo».
CAPÍTULO XII
LA NAVIDAD DE DAN
¡Cómo hubiera sufrido Jo de enterarse del paradero de Dan!
Porque Dan ¡estaba en la cárcel!
Mientras en Plumfield se celebraba la Navidad, el muchacho estaba solo en un calabozo, esforzándose por leer en la penumbra aquel librito que ella un día le regaló.
Las lágrimas que se le escapaban no eran de dolor físico. Las producían aquella sencilla y aleccionadora historia que con tanto interés leía, y todo lo que acudía a su mente.
La causa de que se hallara en aquel lugar había que buscarla en su naturaleza indómita, y puede explicarse en forma breve.
Durante el viaje, Dan trabó conocimiento con un joven simpático y expresivo. Le interesó especialmente porque explicó que se dirigía a Kansas para reunirse con unos hermanos suyos. Aquél era precisamente el destino de Dan.
El viaje era largo y pesado. Había tiempo para todo. No es raro, por tanto, que saliera una baraja y se organizara en seguida una partida.
Dan, fiel a su promesa, se abstuvo de tomar parte, pero viendo que el joven e imprudente compañero de viaje exhibía una repleta cartera de dinero decidió estar alerta. Porque dos de los jugadores no tenían muy buena catadura.
No necesitó mucho tiempo Dan para advertir que había dos jugadores confabulados en desposeer a aquel muchacho, que dijo llamarse Blair y que le recordaba vagamente a Teddy.
Blair no hizo ningún caso a su