100 Clásicos de la Literatura. Луиза Мэй Олкотт

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100 Clásicos de la Literatura - Луиза Мэй Олкотт


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tonto por preocuparse así de un extraño, Dan le encontró en un garito. Jugaba a las cartas con aquellos ventajistas.

      Como si fuera un hermano menor, Dan pretendió llevárselo.

      ―No puedo ir con usted ―contestó el joven, apuradísimo―. He perdido casi todo el dinero que no me pertenecía. ¿Cómo podría presentarme ante los míos?

      Con la esperanza de recuperar lo perdido, Blair deseaba seguir jugando, en vista de lo cual Dan se situó a su espalda, con objeto de evitar le siguieran haciendo trampas.

      La seguridad de Dan atemorizó un poco a aquellos dos individuos. Para disimular siguieron jugando, pero limpiamente. Blair ganó entonces alguna mano lo cual le entusiasmó.

      ―Me parece que me da usted suerte. No se vaya, por favor. Deseo recuperar todo lo perdido.

      Eso era precisamente lo que no querían los jugadores de ventaja, por lo cual decidieron volver a usar los trucos ilícitos.

      A la penetrante mirada de Dan no escapó el detalle. Serenamente, pero demostrando una absoluta seguridad y un valor extraordinario, acusó a los dos sujetos:

      ―Acaban de hacer trampa. Se han cambiado dos cartas.

      ―¿Usted insinúa…,? ―preguntó uno de ellos; con mirada feroz.

      ―No insinúo. Afirmo. Son dos tramposos.

      ―¡Te voy a…!

      ―Yo en tu lugar me calmaría. Venga, devuelve ahora mismo a este muchacho lo que le has estafado. ¡Rápido!

      Creyendo que Dan estaba pendiente de su compañero, uno de los dos jugadores intentó sacar un revólver.

      Dan obró con rapidez y contundencia. De un manotazo desvió el arma en el preciso momento en que se disparaba. La bala se incrustó en el suelo de madera. Simultáneamente, con el otro puño golpeó con violencia el mentón de su enemigo, que después de dar unos traspiés cayó pesadamente contra una estufa de hierro, en la que se golpeó la cabeza.

      Desde la estufa, cayó pesadamente al suelo, sangrando abundantemente por la cabeza y quedando inmóvil. En un instante se armó un tumulto espantoso. Dan cogió a Blair por un hombro. Con firmeza le ordenó:

      ―No te preocupes por mí. ¡Escápate!

      Así lo hizo el muchacho, perdiéndose de vista. Dan, en cambio, permaneció allí, y se dejó detener. Pasó la noche en la comisaría.

      Días después fue juzgado por homicidio involuntario y condenado a un año de trabajos forzados y ello gracias a la existencia de circunstancias atenuantes.

      En el juicio, Dan dio como suyo el nombre de David Kent, con objeto de que sus amigos no se enteraran de los hechos en el caso de que la prensa relatase lo sucedido.

      Sabía positivamente que si avisaba al señor Laurence acudiría en su auxilio inmediata y eficazmente. Pero no quiso pasar por la vergüenza.

      ―No he sabido contenerme, mía es la culpa. Mío debe ser el castigo.

      Pese a estos pensamientos, a punto estuvo de enloquecer durante su encierro. Paseaba por la celda como una hiena enjaulada, con gran regocijo del carcelero, hombre duro y cruel.

      El capellán de la cárcel, por el contrario, era dulce y bondadoso. Trató de consolar a Dan, pero hubo de desistir por hallarle impenetrable a las buenas palabras. Con muy buen sentido, aquel sacerdote pensó que el duro trabajo aplacaría aquel carácter indomable.

      Dan fue destinado a una fábrica de escobas. Buscó consuelo en la actividad y trabajó incansablemente. Ello le granjeó la aprobación del maestro, pero también la rabia y el desprecio de los penados, que se veían puestos en evidencia por él.

      Un día y otro día. Semana a semana… Escobas, escobas… Silenciosos paseos por los patios carcelarios, siempre en fila india, entre criminales de lo más abyecto; era un tormento físico y moral insufrible para Dan.

      ―Lo soportaré sin quejarme ―se decía a cada momento.

      Pero había tal brillo en sus ojos cuando veía una injusticia o una brutalidad, que los guardianes comentaban entre sí:

      ―Ése es peligroso. Cualquier día estallará.

      En la cárcel había un hombre llamado Mason, cuya condena estaba pronta a expirar. Sin embargo, era evidente que por próximo que estuviera su fin, difícilmente llegaría a vivirlo, porque su salud estaba quebrantadísima.

      Dan le ayudaba en todo cuanto podía, haciendo buena parte de su trabajo, que Mason no habría podido terminar.

      También hubo para Dan momentos de desánimo. En la soledad de la celda meditaba en ocasiones, y los sombríos pensamientos laceraban su alma.

      ―Todo ha terminado para mí. Ya no tengo remedio. He arruinado mi vida definitivamente. ¿Para qué luchar más para ser mejor? ¡Si es inútil! Mejor será que cuando salga me dedique a gozar de todo sin importarme nada más.

      En otras ocasiones iba más lejos todavía:

      ―¿Para qué esperar al término de la condena? Debo escaparme. En esta cárcel me consumiría. Tengo que buscar un plan.

      Y pensaba durante horas descabellados y atrevidos planes de fuga.

      Luego, llegaba el sueño piadoso, y la paz volvía a su atormentada vida.

      La víspera del Día de Acción de Gracias visitó la cárcel una comisión de un comité benéfico. Temeroso de ser reconocido por alguno de sus miembros, Dan entró en la capilla cabizbajo.

      Una señora, de muy agradable aspecto maternal, les dirigió la palabra para contarles una historia:

      ―Eran dos soldados, caídos en el frente con una herida similar. Ambos deseaban conservar la mano derecha, que en la paz les había de dar su sustento, pero siguieron diferentes caminos. Mientras uno se sometió dócilmente a todas las curas prescritas por los médicos y aceptó incluso la amputación de la mano cuando no hubo más remedio, el otro se resistió a toda intervención, temiendo se la cortasen también. Este segundo murió de gangrena y el primer soldado, si bien con una mano menos, conservó la vida y aprendió a valerse con la otra. Está vivo y contento.

      La señora miró a aquellos presos, algunos de ellos criminales endurecidos.

      ―Vosotros sois soldados caídos en la batalla de la vida. Tenéis el camino de resistiros, de rechazar todo ayuda, de rebelaros contra todos…, pero irá en vuestro perjuicio. Tenéis también la oportunidad de tomarlo como un aviso, como una corrección necesaria y cuando la condena termine, podréis iniciar una nueva vida. Pensad en esas esposas, hijos, padres y amigos que esperan. Haced que su espera la den por bien empleada.

      Aquellas palabras llegaron al corazón de Dan, y borraron todos sus deseos de evasión. Cuando estaba en la celda meditando llegó el capellán del penal.

      ―Mason acaba de fallecer, Kent.

      ―Era un buen hombre. Lo siento mucho. De verdad.

      ―Antes de morir me dejó un encargo. Me pidió que te dijera: «No lo hagas, Kent. Pórtate bien y espera al fin de la condena.»

      Dan no respondió.

      ―Espero que no decepcionará al hombre que le dedicó su último pensamiento. Adivino que desea escapar. Rechace esta idea. Aunque lo consiguiese, lo cual es prácticamente imposible, el fugarse le haría más mal que bien. Los caminos honrados estarían decididamente cerrados para usted y siempre más viviría perseguido por los hombres y por su propia conciencia. No lo dude ni un momento.

      Aquellas dos circunstancias influyeron en Dan, que se avino a charlar de vez en cuando con el capellán, que lentamente y gracias a su extraordinaria bondad fue curando aquellas heridas espirituales.

      Las horas de desesperación, el deseo casi doloroso de salir a los grandes espacios, de huir y gritar, siguieron presentándose de vez en cuando. Pero cada vez que


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