100 Clásicos de la Literatura. Луиза Мэй Олкотт

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100 Clásicos de la Literatura - Луиза Мэй Олкотт


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      ―Pues bien: la he dejado. ¿Te alegras?

      ―Sí, John, me alegro mucho. Tal vez esté equivocada, pero veo esta profesión como incierta y de poco porvenir. Me gustaría verte colocado en un empleo estable y con buenas perspectivas para el futuro.

      ―Bien: ¿qué te parece una oficina de ferrocarril?

      Meg contuvo un gesto de desagrado.

      ―Preferiría otra cosa para ti. Es un empleo que obliga a estar en contacto con gente brusca y ordinaria… ¿Es ése tu nuevo empleo?

      ―Podría serlo ―sonrió John―. ¿Acaso preferirías verme de contable en un almacén de curtidos? ¿Qué te parece, mamá?

      ―No me entusiasma, francamente. Ya se sabe que quien entra de contable, sigue así toda la vida. Me gustaría algo distinto…, no sé. Lo mejor del mundo para ti.

      ―Entonces, ¿tal vez agente de viajes?

      ―¡Oh, no! ¿No serás eso, verdad? Arriba y abajo constantemente, malas comidas, el riesgo de los viajes…

      ―Acaso te gustase que fuera secretario de un editor. Claro es que el sueldo no sería muy elevado de momento.

      ―Eso me parece mucho mejor ―afirmó Meg, ya más animada― porque se ajustaba más a tus aficiones. Yo sé que todos los trabajos son honrados, pero no sería muy buena madre si no deseara para ti el mejor de todos ellos. Y el mejor creo que es aquél que puedas desarrollar encontrando placer en ello. Si viviera papá, él cuidaría de orientarte y aconsejarte. No está entre nosotros, por disposición de Dios, y yo debo asumir esta tarea, que me preocupa. Temo no saber llenar el vacío que nos dejó.

      Meg se detuvo, apenada por el recuerdo y orgullosa, al mismo tiempo, de que John se pareciese tantísimo a su progenitor.

      ―Querida mamá, tus consejos han sido siempre muy valiosos, acertadísimos y valorados por mí. Tanto es así, que ahora puedo anunciarte ya una buena noticia.

      ―¡Dímela, John, no esperes más! ―pidió Meg con ilusión.

      ―Desde hace bastante tiempo, entre tía Jo y yo tratamos de conseguirlo. No dijimos nada por si nos fallaba. Pero al fin parece que lo hemos conseguido.

      ―Estoy impaciente por saberlo y te recreas en demorarte.

      ―Conoces al señor Tiber, editor de las obras de tía Jo, con la cual tiene muy buena amistad. Es un hombre generoso, amable y esencialmente honrado. Es muy competente y entendido. Pues hay todas las posibilidades de que yo pase a ser su secretario.

      ―Ésa sí que sería una buena noticia, John.

      ―El señor Tiber debe entrar en contacto continuamente con autores de obras de todas clases. Gente culta, distinguida, estudiosa… Trabajar en aquel ambiente es efectuar una labor agradable, es tomar contacto con el mundo intelectual, es disfrutar.

      ―¿Tú crees que te aceptará?

      ―Por tía Jo, el señor Tiber conoce mis aficiones literarias. Me sometió a una dura prueba que afortunadamente pasé bien. Puede decirse que la cosa está ya hecha. No es que sea un empleo con un sueldo espléndido. Pero sí con un magnífico porvenir y un ambiente de lo mejor.

      ―Has heredado del abuelo la afición a los libros.

      ―Es posible. Me encantan los libros. Incluso quitándoles el polvo puedo decir que gozo. Si acaso no sirvo, como tía Jo, para escribirlos, encuentro una profesión de lo más honorable editar para el mundo y dar a conocer los libros que otros escriban.

      ―¡Qué dice Jo a todo esto?

      ―Está encantada. Mientras esperábamos la contestación del señor Tiber hicimos infinidad de castillos en el aire. Trabajo me costó evitar que te lo contase, tanta era su ilusión. Ella confía plenamente en el señor Tiber y está convencida de que dadas mis aficiones pocos empleos podrían encajarme como éste.

      Meg estaba muy contenta.

      ―Presiento que tu porvenir ya no será problema. Sin embargo, quedan aún Daisy y Jossie, que me dan muchas horas de insomnio.

      John, que se sentía un hombre importante ante su futuro empleo, replicó:

      ―Déjalas de mi cuenta, mamá. Pienso como el abuelo, que por mucho que nos esforcemos en lo contrario debemos ser lo que Dios y la Naturaleza de cada cual han dispuesto antes. Ir contra estos designios o inclinaciones suele ser perjudicial. Hemos de procurar desarrollar lo bueno y combatir lo malo pero siguiendo una inclinación interna.

      ―Pero es que ellas…

      ―Mi consejo, mamá, es que dejes a Daisy que sea feliz a su manera, no en la forma que tú desearías lo fuese. Si Nath, a su vuelta, nos demuestra que se ha portado como un hombre digno, lo mejor, creo yo, sería decirles: «Que Dios os bendiga, hijos». Y que cuidasen de preparar su nido. En cuanto a Jossie, entre tú y yo, con más tiempo por delante, trataríamos de averiguar si está llamada para la escena o para el hogar.

      ―Estoy de acuerdo en lo de Daisy. Ella está enamorada y parece que él también. Si en su presencia se porta dignamente, ¿qué remedio me quedará que dar mi consentimiento? Mi prohibición actual es para que pongan a prueba la firmeza de sus sentimientos.

      ―Y de Jossie, ¿qué me dices?

      ―Me dará quebraderos de cabeza, eso es seguro. Aunque me gusta la escena como a nadie, temo por ella. La vida de actriz encierra muchos peligros.

      ―¿Qué mal hay en que Jossie sea actriz? Ella tiene unos principios inmejorables. Es buena a toda prueba.

      ―¿Y si se cansa de esa vida de las tablas, donde no todo es gloria y honores, cuando sea demasiado tarde para empezar otra?

      ―Déjale que pruebe. Tú y yo seremos sus guardianes y mentores. Además ―añadió John sonriendo― tu prohibición sería una paradoja. ¿No vais a interpretar una obra, Jossie y tú, escrita para vosotras por tía Jo?

      ―Confieso que me ilusiona la representación y también que Jossie sea actriz, pero… ¡En fin, lo pensaré una vez más!

      Aquella noche llegó Jossie con su sobrecito para John.

      ―Ha llegado la mensajera del dios Amor ―exclamó teatralmente.

      ―¿Ésa eres tú? ―preguntó John con sorna.

      ―Así es. Y te traigo un valioso mensaje ―con coquetería añadió―: Es de Alicia. ¡Alicia!

      John enrojeció, aunque procuró aparentar frialdad.

      ―¿Ah, sí? ¿Qué querrá Alicia? Lo ignoro.

      Dominando bastante bien sus impulsos de arrebatar el sobre a su juguetona hermana y leerlo vorazmente, John se encaminó pausadamente hacia ella, tomó el sobre, lo rasgó y se dispuso a leer el papelito que contenía.

      ―Con permiso ―se excusó ante su madre.

      Jossie ardía en deseos de leerlo también.

      ―¿Es elocuente Alicia cuando habla de amor?

      ―Lo ignoro, comediante de feria.

      ―¿Lo ignoras? ¿No escribió ella este mensaje?

      John la miró serenamente. Con calma se lo ofreció.

      ―Es una invitación para ir mañana al concierto. ¿Quieres leerla?

      La traviesa muchacha se desilusionó. Aquello ya no le interesaba y así lo manifestó.

      Con un suspiro de alivio, John hizo una bolita con el papel, y dejó que el fuego de la chimenea la consumiera.

      Sabía dominarse bien.

      Por su parte, Jossie quedó algo desconcertada, pero su intuición le decía que algo había entre su hermano y Alicia.

      ―Puede que el papel nada dijera.


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