100 Clásicos de la Literatura. Луиза Мэй Олкотт
Читать онлайн книгу.con todas las velas desplegadas al viento. De persistir aquel viento favorable pronto rendiría viaje tras largo tiempo de navegación.
Eso comentaban precisamente, tomando el sol en cubierta, la esposa y la hija del capitán, y el segundo piloto, Hoffmann.
―Si el tiempo no cambia, unas semanas más y podremos servirles el mejor té del mundo.
―Que tomaré muy a gusto, por diversos motivos. Por el té en sí y para poner pie en tierra firme. Después de tanto tiempo en el mar, por mucho que queramos al barco, es lógico que ansiemos dejarlo ―contestó la esposa del capitán.
―Creo que ya tengo los zapatos destrozados de pasear por la cubierta ―añadió su hija―. En cuanto desembarquemos tengo que adquirir otros.
―Yo la acompañaré, si me lo permite ―se ofreció Emil, añadiendo con galantería de marino―: Aunque dudo que en China, tierra de mujeres de pies menudos, encontremos zapatos tan pequeños como los que usted necesita.
La madre sonrió al oír el piropo de aquel agradable joven a su hija María.
―Gracias a la amabilidad del señor Hoffmann has realizado algún ejercicio. Realmente le estoy muy agradecida, porque esta vida tan sedentaria no es apropiada para una joven. Y sin otros pasajeros en el barco, si no fuera por su constante humor y alegría, habría sido un viaje muy tedioso para nosotras.
―Ya que mamá le está ensalzando sin reservas, ¿por qué no nos canta usted alguna de sus canciones marineras? A esta hora del día es cuando mejor suena una canción melancólica. ¿No le parece?
Los dos jóvenes miraron a su alrededor. El sol se ocultaba en el horizonte, tiñendo de arrebol unas nubes algodonosas. El mar estaba en calma y sonaba dulcemente la canción del agua al ser cortada por la proa del barco.
Emil no sabía negar nada a María, de la que sólo se separaba cuando tenía una misión que cumplir por exigencias de su cargo.
De modo que, una vez más, se dispuso a complacerla. Con dulce y a la vez varonil voz entonó una canción que era una alabanza a la vida del marino y un triste recuerdo a la amada lejana.
―No me cansaría oírle cantar. Parece realmente que vive usted cuanto dice la canción ―suspiró la joven, ganada por la habilidad y arte de Emil.
―A mí también me gusta muchísimo ―añadió la madre.
De pronto, la señora Hardy se interrumpió. Miró con cierta preocupación hacia una de las escotillas, por donde salía un hilillo de humo.
―¿Qué es eso? Es humo, ¿verdad?
Emil miró al instante. Sí, era humo, no cabía duda. Por un segundo estuvo tentado de dar la alarma, pero se contuvo. No quería sembrar el pánico en aquellas dos mujeres.
―Voy a ver. Alguien debe estar fu~ mando, y no está permitido.
Con sólo acercarse a la escotilla pudo darse cuenta de que en la bodega se había declarado un incendio. Existía el problema de que si abría la escotilla se produciría un tiraje para aquella combustión amortiguada, que degeneraría en un rápido incendio. Por otra parte, no se podía navegar con fuego a bordo durante el tiempo que les faltaba para llegar a tierra.
En un instante Emil avisó al capitán y, a sus órdenes, dispuso las medidas necesarias para cortar el incendio. Vano intento. La mercancía que el Brenda transportaba era altamente combustible, y, pese a las enormes cantidades de agua que fue lanzada al interior de la bodega, el fuego aumentaba en lugar de decrecer.
En menos de una hora se hizo patente de que el siniestro acabaría con el hermoso barco. Las llamas crecían por momentos desbordando los medios de que disponía para atajarlas, y se propagaban hacia partes vitales del barco.
Luchando valerosamente contra el fuego el capitán tuvo que dar una orden muy dolorosa para él:
―¡Arriad todos los botes!
Pese a la magnitud del siniestro y a su espectacular ―desarrollo, el abandono del barco se hizo en forma ordenada y tranquila.
El capitán Hardy se mantuvo en su puesto hasta el último momento, asistido por Emil, que no se movió de su lado desde un principio.
―Todos los botes han sido arriados, capitán.
―Ordene que se alejen del barco y que se mantengan agrupados.
―Tienen ya la orden, capitán.
―Las mujeres, ¿están acomodadas?
―Lo están, señor. Pero su bote no se aleja.
―¿A qué esperan?
―A que usted decida abandonar el barco también.
El capitán miró tristemente su barco, iluminado por el pavoroso incendio. Su rostro curtido reflejaba la emoción que aquella pérdida le causaba y, en cambio, no tenía ni una queja por el dolor que le producían unas intensas heridas recibidas en sus trabajos de extinción.
―Ayúdeme, señor Hoffmann. No hay salvación para nuestra nave.
Como si aquella decisión agotara sus últimas fuerzas, el capitán se desplomó en brazos de Emil. El muchacho le alzó en vilo y, trabajosamente, se deslizó con él por la escala de cuerda hasta el bote de salvamento, que se mantenía arrimado al casco del barco.
Una vez acomodado el capitán y atendido por sus alarmadas esposa e hija, Emil tomó el mando.
―¡Adelante! ¡Bogad! ¡Alejaos antes de que sea demasiado tarde!
De pie en el bote, Emil contempló aquel hermoso e imponente espectáculo. Las llamas prendían en la arboladura del barco, la brisa llevaba millones de brillantes chispas y el mar devolvía, mil veces reflejada, la imagen de la hoguera.
―Adiós, Brenda ―murmuró Emil.
Con el hundimiento definitivo la oscuridad llegó para los tripulantes del bote. A pesar de sus esfuerzos perdieron contacto con las demás embarcaciones. Así, a la luz del alba, por todos lados había la más absoluta desolación, sin rastro alguno de los demás supervivientes.
Un rápido recuento de las provisiones vino a demostrar que éstas no iban a escasear en un plazo prudencial de tiempo. En cambio, el agua había sido almacenada en escasa cantidad y de la existente debía gastarse una buena parte para lavar las heridas del capitán.
Emil se hizo cargo de la situación, y dictó las órdenes oportunas para un severo racionamiento. Aunque estaban dentro de las líneas más frecuentadas y era de esperar, por tanto, una rápida ayuda, había que prevenirse por si la estancia en el mar, dejados a sus escasos recursos, se prolongaba excesivamente.
―Los efectos de la herida tienen amodorrado a su esposo. Pero no creo que sean graves ―afirmó Emil a la señora Hardy para animarla.
―Tiene mucha fiebre y con este sol…
―Manténganle siempre fría la cabeza con trapos empapados. Humedézcale los labios con frecuencia porque la fiebre le seca la boca.
―Tenemos poca agua, señor Hoffmann, y si se emplea para eso… ―protestó un marinero.
Emil le miró fijamente hasta hacerle bajar la vista avergonzado. Luego le contestó:
―El agua se empleará en lo que sea más conveniente. Tú tendrás tu ración como los otros. El capitán tendrá la suya y usaremos la mía para ayudar a su curación.
―Cuente usted conmigo ―se adhirió otro marinero.
―Y conmigo ―añadió otro de los tripulantes del bote.
El incidente estaba zanjado por el momento. Sin embargo, Emil se daba perfecta cuenta que debía mostrarse inflexible si quería mantener el orden en aquella pequeña embarcación, caso de que el agua escaseara de verdad. Si el pánico cundía, aquellos rudos marinos podrían convertirse en seres peligrosos.
Una