Fernando VI y la España discreta. José Luis Gómez Urdáñez

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Fernando VI y la España discreta - José Luis Gómez Urdáñez


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necesaria y abrupta labor de desbrozar

       La creación es un pacto con la soledad

       «El Gerundiazo»

       Conclusiones

       Un insoportable sesgo historiográfico

       Lo que esconde la neutralidad fernandina

       El beneficio de la paz, el ilustrado fruto del buen gobierno

       Bárbara y Fernando VI, el símbolo de la España discreta

       El reinado de las letras y las artes

       Del Rey al Reino

       BIBLIOGRAFÍA

       Sobre el autor

      Prólogo

      Cuando en 2001 apareció la primera edición de esta obra, la historiografía sobre la España del siglo XVIII dio un vuelco. A estas alturas, es verdad que ya no era necesario combatir las estrechas miras de Marcelino Menéndez Pelayo ni las melancólicas reflexiones de José Ortega y Gasset sobre la España invertebrada por la falta de un Setecientos comparable a los que habían servido a la robusta constitución de otros países en los tiempos siguientes, ya que el siglo ilustrado había rescatado todo su crédito de la mano, sobre todo pero no exclusivamente, de una serie de prestigiosos hispanistas.

      Sin embargo, como bien dice el autor con feliz metáfora, el reinado de Fernando VI había sido para la narración histórica dominante tan solo una «sala de espera» hasta que la llegada de Carlos III iniciase la serie de las grandes reformas del Despotismo Ilustrado. Una razón de orden general para esta indulgente descalificación era la impronta de los textos básicos en que se basaba la revalorización de la centuria, los cuales habían puesto un énfasis sin matices en la contraposición de una primera mitad tenuemente teñida por algunos leves signos de modernización y una segunda mitad brillantemente aureolada por la eclosión deslumbrante de las reformas auténticamente decisivas en los campos del fomento económico, la movilidad social, el dinamismo político y la difusión de las Luces en las ciencias, las letras y las artes.

      Tampoco hoy podemos aceptar esta caracterización. Así, los textos del concurso convocado por la Real Academia Española en 1777 para premiar una disertación sobre la figura de Felipe V coincidieron en señalar el reinado del primer Borbón como el de la fundación de una nueva etapa de la historia de España, como el de la formulación de una línea de actuación que caminaba en el sentido del progreso en todos los campos de la realidad nacional, de tal modo que la primera mitad de siglo servía de cimiento a los logros de la segunda: la España de Felipe V prefiguraba la de Carlos III, apareciendo como la verdaderamente innovadora frente a la de Carlos III confinada al papel de seguidora, eso sí con nuevos bríos e ímpetus, de la obra ya claramente diseñada y acometida. Esos contemporáneos de Carlos III que miraban con tan buenos ojos los tiempos pasados nos parecen tener toda la razón, de modo que la mejor definición de la cronología de las Luces en España (tan fluctuante e insegura durante tanto tiempo) permite revisar las posiciones de los «inventores» historiográficos del siglo XVIII, Jean Sarrailh o Richard Herr, tan convencidos del abrumador protagonismo de la segunda mitad de la centuria.

      Ahora bien, una vez rehabilitado el reinado de Felipe V, no ocurría lo mismo con el de Fernando VI. La «poquedad del rey pacífico», la voluntaria retirada de una «España discreta» al sosiego de la horaciana aurea mediocritas y el confinamiento de Marte en favor de las capuanas delicias de Aranjuez con el gran Farinelli actuando como maestro de ceremonias al frente de la «escuadra del Tajo», todo ello ha dañado la memoria de un monarca que creía ante todo en la paz, conseguida a partir de una obstinada neutralidad frente a las maniobras diplomáticas y las acciones bélicas de las restantes naciones europeas. De ahí que el libro de José Luis Gómez Urdáñez se oponga beligerantemente a toda una serie de tópicos sobre el reinado de Fernando VI y se convierta en una reivindicación, siempre matizada, de una época que prosiguió la senda inaugurada por el primer Borbón y adelantó muchos principios que luego serían retomados por su sucesor, un Carlos III universalmente aclamado, como si su gobierno, como excepción entre los demás, siempre hubiera estado libre de toda sombra.

      De esta manera, la obra, en primer lugar, se opone al concepto de centralismo borbónico aplicado a la Monarquía de Fernando VI (al Despotismo Ilustrado en su totalidad). La España de mediados de siglo era «una España más amplia y menos uniforme» de lo que habitualmente se cree, una «España variada y plural» en su economía, en su composición social, en la diversa fisonomía y el diferente dinamismo de sus regiones (como ya advirtiera don Antonio Domínguez Ortiz cuando nos propuso pensar en el «mosaico español»), de tal modo que la controversia abierta por los especialistas catalanes sobre el enfrentamiento entre un modelo austracista y un modelo borbónico durante la guerra de Sucesión solo parece como mucho una vertiente vagamente «constitucionalista» de una cuestión más general.

      En el siguiente debate abierto en torno a esta época fernandina, la paz, que no debe confundirse con «debilidad o entreguismo», tampoco debe imaginarse en términos de inacción suicida, sino que significaba una opción plausible para una España exhausta económica y anímicamente después de la crisis fiscal de 1739 y de una guerra iniciada justamente el mismo año y que no parecía tener fin cuando el monarca llega al trono en 1746. La paz, en la mente del monarca y de sus ministros, como José de Carvajal («el gran nauta de la neutralidad fernandina», como lo define el autor), además de ser un valor en sí misma, debía permitir el saneamiento financiero, la conservación del prestigio internacional, la continuidad de la política reformista y la promoción de la cultura de las Luces.

      El libro analiza la obra de Carvajal, especialmente en los asuntos más espinosos de la política internacional, el tratado de Límites de 1750, el tratado anglo-español del mismo año y la firma del Concordato de 1753. En el primer caso, es difícil dejar de considerar el fracaso de la operación, desde el momento en que, llevada de la sugestiva idea de recuperar la colonia de Sacramento, la Monarquía española aceptó la descabellada proposición de entregar a los portugueses las prósperas misiones jesuitas del Tape, de donde se derivaron todos los desastres posteriores. Por el contrario, aunque costó caro (cien mil libras esterlinas), el tratado con Inglaterra conseguía una de las aspiraciones más pertinazmente acariciadas por España desde Utrecht: el fin del comercio legal de Gran Bretaña con la América hispana. Finalmente, el Concordato de 1753 también establecía un nuevo equilibrio en las relaciones con la Santa Sede.

      Sin embargo, el reinado aparece girando en torno a la figura de otro gran ministro, el marqués de la Ensenada, al que el autor, haciéndole justicia, ha dedicado otros dos de sus espléndidos libros (El proyecto reformista de Ensenada, 1996 y El marqués de la Ensenada. El secretario de todo, Punto de Vista Editores, 2017). Y Ensenada se muestra reacio a la política de contemplaciones con Inglaterra y, por el contrario, partidario de una «paz astuta» que implica la convicción en la inevitabilidad de la guerra contra los ingleses un poco antes o un poco después y, por tanto, en la necesidad de un consistente rearme naval para el momento del desencadenamiento del conflicto. En este caso, la política de conciliación de Carvajal resultaba en un incremento de la actividad corsaria de los ingleses en el Caribe, singularmente en la Costa de los Mosquitos, a la que se opuso sistemáticamente Ensenada hasta que, tras la muerte de Carvajal, la conjura pro-inglesa obtuvo la destitución del ministro, cuya política naval pudo todavía ser seguida por el prudente Julián de Arriaga, quien sin embargo, combatiendo


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