Fernando VI y la España discreta. José Luis Gómez Urdáñez

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Fernando VI y la España discreta - José Luis Gómez Urdáñez


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la catástrofe militar una vez que se produjo la anunciada guerra con Inglaterra ya en el reinado siguiente.

      Con todo, la contabilidad del reinado presenta muchos aspectos positivos. No solo «el beneficio de la paz» y la restauración de la hacienda pública, sino la creación del Real Giro, la fundación de la Real Compañía de Barcelona, la puesta en marcha de la ingente encuesta para la implantación de la Única Contribución, la elaboración de las ambiciosas ordenanzas de Marina, la fundación de la Academia de Bellas Artes de San Fernando, la construcción del Observatorio de Cádiz, la exploración del Orinoco auspiciada por el tratado de Límites o la aparición del Fray Gerundio de Campazas de José Francisco de Isla…

      El libro revisa, por tanto, todos los tópicos que han caído sobre el reinado, aunque al mismo tiempo sin dejarse llevar nunca por la más mínima tentación hagiográfica, ni en el caso de los reyes ni en el caso de los ministros, aunque fuera el mismísimo marqués de la Ensenada. De ese modo, es justo decir que el texto da vida a una época poco divulgada de la historia de España, que resiste a su encasillamiento en un mero epigonismo respecto a la de Felipe V o en un mero preludio a la majestuosa sinfonía de Carlos III. La época recupera así los rasgos que le son propios, se presenta adornada con sus éxitos y limitada por sus insuficiencias. El juicio más ponderado se da en las páginas conclusivas: «Todo eso fue el reinado de Fernando VI: más que una antesala o una continuación, una verdadera irrupción de novedades de amplio futuro, entre ellas lo que llamaremos luego despotismo ilustrado, una intuición y un intento de traducción libre de lo que se contaba del gran Luis XIV, que en la época nadie desarrolló más lúcidamente que el marqués de la Ensenada, el «secretario de todo», como le llamó el padre Isla, el hombre que decía querer dinero —«el fundamento de todo es el dinero» —, fuerzas de mar y tierra y no teologías: ni guerras de legistas, ni papeleos inútiles, ni consejos: ministros con el rey, la nueva fórmula política».

      Aquí podría quedar esta introducción valorativa de una obra que marca un verdadero hito en la historiografía de la España del siglo XVIII. Pero hay que señalar algo más, que convierte al libro en un producto excepcional. Su autor no solo conoce la bibliografía y los debates, no solo nos analiza una época mediante una narración amena y entretenida y una interpretación objetiva y equilibrada, sino que además nos introduce en ella como si nos acompañase a dar un amistoso paseo, un polite walking, tan propio del civilizado Siglo de las Luces, en cuyo transcurso nos va presentando uno a uno a los personajes con que nos tropezamos (desgranándonos al oído sus virtudes y sus manías, aquellas que son ciertas y aquellas que les atribuyen sus enemigos), nos va invitando a saludar cordialmente a los cortesanos que ricamente ataviados se dirigen al jardín, al concierto o al banquete (con una ligera alusión a la última maledicencia que corre en forma de unos versitos satíricos), nos va señalando a lo lejos a los soberanos a punto de embarcarse en las falúas musicales de Aranjuez o a punto de saborear sus refrescos en el Buen Retiro o, más tarde, a punto de decidir sobre su reposo eterno en las Salesas Reales de Madrid. Porque José Luis Gómez Urdáñez (y este es quizás el mayor milagro del texto) conoce no solo esos años de mediados de la centuria, sino todo el siglo XVIII, con una inmediatez asombrosa, como si, vestido de casaca verde pálido ligeramente tornasolado, hubiese frecuentado con toda familiaridad, en una vida anterior, a todos sus protagonistas, a los reyes, a los ministros, a los diplomáticos, a los intelectuales, a los escritores, a los artistas. Hasta el punto de que al volver a leer su libro (ligeramente corregido y ligeramente aumentado sobre la edición de 2001) para escribir este prólogo, he sentido siempre revoloteando en torno los acordes de una sonata de Domenico Scarlatti.

      Carlos Martínez Shaw

      Miembro de la Real Academia de la Historia

      y catedrático de la Universidad Nacional

      de Educación a Distancia (UNED)-Madrid

      Introducción

      Las referencias a los reyes Fernando VI y Bárbara de Braganza en la historiografía suelen ser tan escasas como previsibles. Los pocos estudios que reparan en los monarcas, en su labor política y en su vida, comienzan todavía hoy lamentado su desco-nocimiento y terminan con lo más divulgado: la locura de un rey que no pudo vivir una vez muerta su mujer. Por lo demás, son tantas las referencias a su reinado como antesala del siguiente, el más brillante, más largo e infinitamente más estudiado de Carlos III, que no hay forma de superar la nota de mediocridad que definitivamente acompaña al reinado del primer Borbón nacido en España (hágase la excepción de su hermano Luis I por la brevedad de su reinado tutelado).

      Sin embargo, para ser solo una sala de espera, el reinado de Fernando VI fue bastante... confortable. Gozó del beneficio ilustrado de la paz y del prestigio internacional de España, se gobernó por mano de ministros tan tenaces y leales como Carvajal, Ensenada, Arriaga y Wall, sin duda ilustrados, es decir, partidarios del robustecimiento del Estado, de las reformas y de la fundamentación técnica de sus proyectos políticos. Aunó en el sostén de la nueva monarquía —una España de origen histórico— a los intelectuales, desde Feijoo, Mayans y Piquer —más que un simple médico— a Jorge Juan, Ulloa y Luzán —más que un poeta—, pasando por un padre Isla, un Sarmiento, un joven Campomanes o un inclasificable Torres Villarroel. En fin, sostuvo un renacer de la autoestima de España como hacía tiempo no se conocía.

      Sin duda, la de Fernando VI fue una España cosmopolita y confiada: todavía no había miedos a las filosofías parisinas y sí una enorme confianza en que la Ilustración, la que quería conseguir expresamente el padre Flórez a comienzos del reinado, era un horizonte de aplicación del saber al progreso y a una nueva moral del optimismo, opuesta a la decadencia española y al funesto barroco de la vida es sueño.

      Es cierto que el rey fue débil e hipocondríaco, y que en España había todavía clérigos y plumillas como el padre Calatayud —incluso como el padre Rávago, cuando su genio se tornó al final sombrío y huraño—, que agigantaban las amenazas de tantas novedades como se veían —desde el chichisveo al escándalo del Gerundiazo—, pero la labor del gobierno era evidente y hasta Feijoo se admiraba de cómo iban las cosas. El rey no fue un lince y, ciertamente, se «afligía con papeles largos», pero nunca, hasta su postrera y cruel enfermedad, se despreocupó del gobierno, entre otras causas porque fue celosísimo de su prestigio y de su imagen pública, lo que la reina Bárbara, culta y tolerante, alimentó.

      Solo cuando faltó la reina, muerta cuando quedaba un año para que terminara el reinado, aparecieron de nuevo las conocidas tintas negras sobre la corte española, pero durante los doce años anteriores los embajadores ya se habían acostumbrado a dar cuenta de que también aquí había luces y progreso. Es el mejor teatro de Europa, diría Keene del que veía en Madrid; Ulloa ha aislado el platino (por más que los franceses le disputaran el descubrimiento); Ensenada ha logrado construir más barcos en seis años que en todo un siglo; Mayans se jacta de que la cultura española es conocida en Europa por sus obras: es el siglo del Quijote a juzgar por sus traducciones; Rávago dice ante las obras del camino del Guadarrama que son como las de los romanos; Fernando VI, carta tras carta, se mantiene firme en la neutralidad ante Luis XV y ante el emperador, mientras Ensenada dice cuando va a emprender el catastro y la reforma de los impuestos que los soldados han de estar en los campos, trabajando y procreando.

      La antesala fernandina se completa con la tertulia del Buen Gusto que dirige en su casa la cuñada de Carvajal, a la que acuden los rabiosos jóvenes literatos que décadas después impondrán la nueva estética europea —eso era el buen gusto, el Neoclásico—, mientras la Academia de San Fernando paga a jóvenes artistas su estancia en París o en Roma, y Ensenada y Ulloa amplían su plan de pensionar estudiosos de cualquier materia útil en París. Carvajal, suscrito a la Enciclopedia, Ordeñana —el brazo derecho de Ensenada—, políglota e interesado en cuanto de política se había escrito —de Grocio a Puffendorf o a Voltaire—, Jorge Juan haciendo que la matemática no sea una ciencia forastera en España, son la esencia de la antesala, que, evidentemente, no puede seguir siendo en la historia de España solo un espacio a decorar.

      Lo que se resume en esta obra es un conjunto de pistas para conocer realmente un reinado injustamente marginado. Primero se ofrece la justificación


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