Fernando VI y la España discreta. José Luis Gómez Urdáñez

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Fernando VI y la España discreta - José Luis Gómez Urdáñez


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aunque enfrentados en sus concepciones y prácticas políticas. La idea ha llegado así a nuestros días, sin embargo, los dos historiadores españoles atribuían a Fernando VI y Bárbara de Braganza la habilidad de «balancear el poder y el favor de los ministros» y el «propósito» de «sostener al uno contra el otro».

      Poco tardó en abrirse paso la idea contraria: a medida que se iba conociendo la labor de los ministros se eclipsaba aún más la imagen del rey en materia política, por lo que a fines del XIX eran del dominio público su abulia ante el trabajo de leer papeles y los esfuerzos que debían hacer el confesor, la reina, Farinelli y Ensenada para evitar que los asuntos se paralizaran a causa de las manías regias. W. Coxe ya lo había esbozado: Fernando VI «creía haber cumplido con sus deberes de soberano tan luego como había confiado a sus ministros el peso de la administración».

      A sostener esta idea contribuyó la excelente biografía de Ensenada que Antonio Rodríguez Villa publicó en 1878, el libro más útil y documentado sobre el periodo. Con profusión de documentos, el archivero abonaba la idea de que los ministros pudieron actuar con más decisión precisamente por el desinterés de Fernando VI, mientras la reina y al padre Rávago quedaban como intermediarios terapéuticos. Rodríguez Villa introducía el binomio rey abúlico-ministro eficaz y encaminaba los estudios históricos hacia el análisis de las realizaciones del reinado y el conocimiento de sus verdaderos responsables, concluyendo por ello que «el reinado de Fernando VI es el más extraordinario, pacífico y singular de nuestra historia».

      En 1924, Miguel Mozas Mesa completaría la apología de los ministros fernandinos con su obrita editada en Jaén sobre la figura de don José de Carvajal, el mismo año en que M. Ferrandis publicaba un Equilibrio europeo de don José de Carvajal. En las dos, el ministro aparecía como el gran nauta de la política de equilibrio. A diferencia de Ensenada, cuya fama se agigantó en la Restauración, don José de Carvajal no había merecido una biografía —todavía hoy falta la que amplíe los apuntes de Mozas y Ferrandis—, por lo que fue conocido sobre todo por su labor como jefe de la diplomacia. Su contribución a la política interior siguió siendo casi desconocida, aunque Miguel Mozas destacaba ya la labor del ministro culto como protector de la Real Academia y de la fernandina de Bellas Artes.

      Los reyes versión «feliz pareja ante la adversidad»

      La tesis doctoral de Ángela García Rives sobre Fernando VI y Bárbara publicada en 1917, debía ser la continuación de la biografía que Alfonso Danvila había publicado en 1905 sobre los reyes. Así parece estar concebida a juzgar por el punto de arranque, el año 1748, justo cuando Danvila había dejado el reinado sin la continuación prometida. Los bien denominados por la autora Apuntes sobre su reinado comienzan directamente con un capítulo dedicado a «Fernando VI desde la paz de Aquisgrán» y terminan con la «locura rabiosa» y muerte del rey. El texto, mucho más diáfano que el confuso de Danvila, introduce las líneas maestras por las que continuarán todos los estudios sobre los reyes, prácticamente hasta el que publicó Pedro Voltes en 1996, o el más reciente, del año 2009, de Guillermo Calleja Leal, que fue el comisario de la Exposición «1759-2009. Fernando VI en el castillo de Villaviciosa de Odón, Archivo Histórico del Ejército del Aire» y dejó una síntesis más que aceptable en el compendio de textos editado por la Sociedad Estatal de Conmemoraciones Culturales.

      García Rives persigue la comprensión de la política fernandina y acierta al reflejar el escenario de paz como primera condición para entender las relaciones exteriores de España y la obra interior, pero pronto empieza a asomar su interés por los «detalles humanos», lugar común que asocia a la real pareja al papel de bondadosas víctimas: víctimas de tensiones belicistas; víctimas de las intrigas cortesanas, que han sufrido desde su juventud; víctimas de una madrastra-suegrastra que les amarga la vida; víctimas, en fin, de la cruel enfermedad que les lleva a la muerte.

      Dominan en la obra los escenarios cortesanos, las fiestas regias y los caprichos de la pareja, la «farándula de don Zenón», la corte musical de Bárbara y Farinelli, la «sentida» muerte de la reina y después la trágica del rey que, en medio de su locura, sigue siendo el centro de las intrigas de la madrastra Isabel de Farnesio, del «espionaje» de su hermanastro D. Luis, caracterizado como malvado y estúpido, y de la soberbia de Carlos, su sucesor, más interesado en la corona que en la salud de su hermano. En suma, Ángela García Rives aportó una sensibilidad femenina muy evidente al reflejar una atmósfera de tristeza en medio de la fiesta forzada, un clima de desamor y desamparo en la vida de los reyes, consolados mutuamente. La reina Bárbara encontraba en la autora una primera reivindicadora.

      La explotación del papel de víctima la había iniciado Alfonso Danvila, que abiertamente tomó partido por un Fernando español, príncipe de Asturias, legítimo heredero de su hermano, el breve Luis I. Así, Felipe V habría arrebatado el trono a Fernando cuando, forzado por Isabel de Farnesio, había vuelto a ceñir la corona tras morir su hijo Luis I en quien había abdicado. Desde entonces, todo el ordenamiento legal se habría trastocado. El más viejo legitimismo, al que aún se abonaría el carlismo decimonónico de pergamino, salía a relucir en Danvila, que para cubrir el flanco populista insistía en agigantar un constante ardor popular español a favor del príncipe Fernando, confundiendo el partido español o aristocrático con la xenofobia y las manifestaciones populares «patrióticas», que exageró.

      Para Danvila, el entorno familiar de Fernando y Bárbara estaba poblado de «príncipes mediocres y desagradecidos» cuyas correspondencias y «manejos» eran conocidos por los futuros reyes que «pasma que aún tuviesen voluntad de interesarse por su suerte y atender a sus progresos y a su fortuna». «Lo más triste del caso —reflexionaba el biógrafo— era que, de no ser en Fernando, ningún apoyo tenían ni ninguna esperanza lo mismo los infantes Dª María Antonia y D. Luis que D. Felipe y D. Carlos.» El confeso menendezpelayista anunciaba su deseo de continuar su obra con el fin de «llenar el vacío que el citado maestro notó en la historia de nuestra vida nacional».

      El rey español y el siglo menos español

      Al margen de estas escasas notas de color, típicas del escenario nacionalista-conservador de comienzos del XX, el reinado de la triste-feliz pareja no despertaba inquietudes en un ambiente intelectual dominado por el me duele España postnoventaiochista y por la pugna entre conservadores y progresistas enzarzados en dilucidar el origen de la decadencia de España. El XVIII fue el «siglo menos español», a decir de Ortega y Gasset o, para deleite de ultramontanos, el «miserable siglo» según la óptica particular de Marcelino Menéndez Pelayo. El profesor Caso pudo todavía constatar lo que significaba en el franquismo interesarse por este despreciable siglo.

      Era lugar común que los españoles habían desertado del gobierno del país y de la verdadera religión, expuesta a los males del siglo, el libertinaje, la masonería y el ateísmo. Había excepciones, como los ministros «españoles» Ensenada y Carvajal —M. Mozas ya destacó que el ministro don José de Carvajal solo permitía que le hablaran en español—, y el propio rey Fernando VI, pacífico y bondadoso además de español de nacimiento, pero eran fugaces luces frente a las sombras que proyectaban personajes extranjerizantes como el volteriano duque de Huéscar, el antijesuita y anglófilo Dick Wall y, desde luego, la odiada madrastra parmesana Isabel de Farnesio.

      El estereotipo estaba muy arraigado. El propio Danvila se explayaba en la descripción del «sentimiento de la primera mitad del siglo», para concluir que fue «historia poco interesante» de la que solo «la muerte de millares de soldados dio la única nota seria», y en la que estaba omnipresente la «nota acusadora de la conducta de Isabel de Farnesio» que por extensión llegaba a la perfidia de Luis XV y los franceses. Así, Fernando VI ocupaba el lugar que Alfonso Danvila quería: el del primer rey Borbón español, servido por ministros españoles y amado por un pueblo que odiaba a los franceses, lo que pudo prosperar al calor de los argumentos xenófobos del nacionalismo español más casposo y del menendezpelayismo.

      Como para el polígrafo montañés el siglo iba creciendo en impiedad hasta coronar en un Carlos III protector de volterianos y perseguidor de jesuitas, el reinado


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